sábado, 19 de diciembre de 2009

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (2)

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (1)

Retomo mi reflexión sobre sentimentalismo romántico y cine, tomando como base el texto de Pilar Aguilar ¿Somos las mujeres de cine? Prácticas de análisis fílmico (Oviedo, 2004), del cual están extraídas la mayoría de conceptos que me han servido de punto de partida.

Para empezar, debemos asumir que la imagen audiovisual posee una grave limitación como lenguaje formal: carecer de capacidad de abstracción. La empatía y el recurso al simbolismo más o menos complejo son los vehículos dramáticos empleados habitualmente para transmitir sensaciones y experiencias, más allá de la acción que se limita a recoger la cámara. Siempre se cita como ejemplo de cine malo el que muestra a los actores reflexionando en voz alta sobre sensaciones y sentimientos en lugar de presentar escenas que pongan en imágenes esas mismas reflexiones. En el otro lado, se alaba la capacidad de determinados cineastas para ilustrar dramáticamente cosas como la impotencia, la solidaridad, la aceptación, el deber... El efecto colateral más importante de esta forma de hacer cine es que, en la práctica, se prioriza lo emotivo y lo afectivo; mientras que lo racional queda reservado para las vanguardias y los cines experimentales. De entrada, esto explica por qué el cine romántico tiene más éxito que, por ejemplo, el cine político: no es solamente que haya menos gente dispuesta a enfrentarse a sutiles reflexiones sobre el mundo y la sociedad (que la hay), sino que la imagen cinematográfica le habla al cuerpo antes que a la mente (aunque por fortuna la mezcla de hechos más punto de vista personal puesta de moda por Michael Moore está corrigiendo este desfase con éxito).

En segundo lugar, el cine es un arte narrativo, y eso implica que para crear significado necesita ordenar sucesos en forma de causas, consecuencias y motivaciones. Además, posee un imperativo de economía narrativa (basado en la atención limitada del espectador) que le obliga a eliminar tiempos muertos y a sintetizar al máximo (en una película, «cada minuto cuenta»). Ese imperativo requiere simplificar y esquematizar acciones y diálogos, enfatizando en cada ocasión el elemento cuyo significado se desea potenciar. En la práctica, esto provoca que se acabe echando mano de los recursos más eficaces probados en filmes precedentes, por comodidad, por facilidad, por seguridad, contribuyendo a crear una galería de «arquetipos cinematográficos», utilísimos para la narración, pero inevitablemente distorsionadores del mundo que retratan. Esto no es una limitación, sino una perversión de su uso por motivos imprevistos y/o no específicamente deseados.



Dicho esto es necesario puntualizar que no se puede culpar a la narración cinematográfica de los errores, distorsiones, lagunas, omisiones, mentiras y exageraciones en la representación cinematográfica; en todo caso habrá que condenar a quienes lo emplean para transmitir ideas prejuiciosas sobre el mundo. Está claro que tras la narración cinematográfica existen dos «discursos ideológicos»: uno oculto y otro implícito; ambos son igualmente nefastos, pero mientras el primero es responsabilidad del equipo artístico de la película (no de la narración cinematográfica como instancia teórica), el segundo --más peligroso-- va incorporado «de serie», aceptando ciertas deformidades como si tuvieran una causa natural. Entre los principales discursos implícitos del cine se encuentran el machismo, el clasismo y el sentimentalismo romántico, pero eso no significa que no existan herramientas para desmontar esas mismas distorsiones (de eso trata la tercera parte de este texto). Tratar de contrarrestar esos discursos estereotipados no es una prioridad para Aguilar, más interesada en denunciar incorrecciones políticas que en contextualizar adecuadamente películas malas.

El objetivo del cine de ficción es el entretenimiento (en segundo plano quedan la concienciación, la denuncia y/o la pedagogía), y aunque en ese empeño haga uso de una imagen distorsionada del mundo (por ejemplo, de las relaciones entre hombres y mujeres) eso no demuestra que detrás haya un objetivo sistemático y no declarado de engañar o manipular al espectador. Los efectos perversos de una narración manipulada se encuentran más bien en su sobreabundancia, repetición y ubicuidad, y no tanto en las limitadas intenciones de cada cineasta individual. El análisis fílmico más tradicional trata de poner en evidencia el discurso oculto en forma de ideología, y el resultado final suele consistir (cuando la película resulta falsa o engañosa) en un memorial de agravios contra los riesgos de una narración cinematográfica no tutelada por expertos. En realidad las falsedades y engaños se encuentran en la diégesis construida alrededor de --entre otros-- el género romántico, cuyos devastadores efectos repasaba en el post anterior; el director, en cambio, bastante tiene con entretener, hacer su trabajo y, a ser posible, ganar dinero. ¿No tendrá algo que ver la escasez (hasta épocas recientes) de mujeres cineastas con el sesgo machista de la narración cinematográfica? ¿Estamos hablando de ontología de los lenguajes audiovisuales o ante un problema social con causas históricas concretas y discernibles?

No creo que haya que rechazar todo el cine machista, racista, homófobo y demás incorrecciones políticas sin tener en cuenta otros méritos (si ese debe ser el criterio para seleccionar buenas películas más vale que nos entretengamos con otra cosa), el problema --insisto-- está en los que hacen uso de esas visiones deformantes. Son las ideologías las que adoptan unas formas narrativas para expresarse, y no al revés. El machismo en el cine [incluido el pornográfico] abusa de modos, maneras, tiempos y ritmos que responden a los lugares comunes y las obsesiones de la genitalidad viril: mujeres felices y satisfechas con la sexualidad masculina y sin sexualidad propia. Yo no lo habría dicho de una forma tan pedantemente freudiana como Aguilar, pero estoy de acuerdo en lo fundamental.

(continuará)

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domingo, 6 de diciembre de 2009

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (1)

El otro día cayeron en mis manos unos materiales editados por el Ministerio de Igualdad sobre audiovisuales y sexismo relacionado con la violencia de género. En uno de ellos encontré una interesante «Lluvia de conceptos» en la que se exponían algunas verdades que, a pesar de estar tan interiorizadas en nuestra cultura, resulta sorprendente que nadie las haya expuesto con tanta rotundidad. Se describen actitudes y lugares tan, tan, comunes que todos --en algún momento de nuestras vidas-- nos hemos autoconvencido de que son verdades absolutas, cuando en realidad son simples supersticiones. Este chirimiri conceptual debería formar parte de la labor desmitificadora que los progenitores debemos a nuestros adolescentes como parte de su educación sentimental. Sé que parece un largo rodeo pero es necesario para llegar donde quiero; así que ten paciencia:

1. La espera del príncipe azul es un mito que alienta en las mujeres una actitud pasiva y la esperanza de un rescate completamente irreal. Hay quilómetros enteros de páginas dedicados a esta inmensa falacia sentimental. Y lo más grave: la programación infantil --especialmente Disney, cuyas princesas son un producto clave en su mercadotecnia-- entre los 6 y 10 años sigue anclada (aunque sea con ironía distante a veces) en esta leyenda urbana.

2. La extendida creencia de que sólo hay en el mundo una persona que encaja perfectamente contigo, a cuya búsqueda hay que dedicarse por entero sin perder la esperanza de dar con ella. Resulta curioso que, a pesar de que tanta gente la encuentra entre el grupo de amigos de la juventud, nadie se haya cuestionado su certeza; se sigue formulando como si esa búsqueda se hiciera en realidad sobre el total de la población del planeta. Pero ahí no acaba la cosa: si no la encuentras o la pierdes equivale a quedar incompleto de por vida porque no hay recambio posible. Aparte de la presión abrumadora que eso supone es intolerable que alguien se sienta incompleto por no tener pareja. Directamente relacionado con el mito de la media naranja está la estúpida creencia que afirma que la atracción sexual sólo se siente por esa única persona. El que piense que el deseo sexual está vinculado al amor o es fruto de una relación estable sí es un ser humano incompleto.

3. El erróneo convencimiento de que el objetivo vital de las mujeres es la búsqueda de la media naranja y su necesaria culminación en el matrimonio, que es, además, la experiencia más significativa en la vida de toda mujer. El cine sin duda ha contribuido a universalizar esta gravísima distorsión mental de nuestra cultura; tanto que incluso hay hombres que la comparten.

4. La creencia de que el enamoramiento (esos seis primeros meses de toda relación conocidos popularmente como «la fase sexo y hablar») es un sentimiento perpetuo cuando has encontrado a tu media naranja. El cine también ha abusado de esta mentira como criterio de sinceridad cuando se trata de decidir --hacia el final de la película-- si el otro o la otra eran o no «El Definitivo/La Definitiva». Resulta increíblemente absurdo que la apelación a una afectividad más allá de la racionalidad se considere la expresión más pura de los verdaderos sentimientos, algo así como si al dejar hablar al instinto tuviéramos garantizada la infalibilidad en dilemas amorosos.

5. La creencia de que los celos y el sufrimiento son, respectivamente, síntoma y prueba de un amor verdadero. En realidad los celos son una miserable estrategia de manipulación y de falsa sumisión, y el sufrimiento revestido de rito de paso hacia la felicidad una variante de esa idea de la existencia tan judeocristiana y tan caduca que equipara la vida con una carrera en la que hay que superar unas cuantas pruebas para merecer el premio final.

6. Creer, en definitiva, que nuestros sentimientos son absolutamente íntimos (instintivos y prerracionales), independientes de nuestra voluntad y conciencia, y que no están influidos por factores culturales, sexuales, sociales, económicos y/o de simple conveniencia. Esta es la auténtica piedra angular que sostiene el tinglado del amor romántico, de los géneros literario y cinematográfico a los que ha dado lugar y, desgraciadamente, la pauta social que rige la vida de una gran mayoría de seres humanos. No es necesario añadir nada más, todos conocemos casos de personas muy cercanas en las que hemos visto cumplirse esta decepción
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Más de uno y de una dirán que exagero, que estas cosas son para la gente con escasa autoestima, y sin embargo, a pesar de que en su fuero interno opinan lo contrario, pocos se atreven a exponerlas sin concesiones al sentimentalismo. No lo hacen porque entonces nos llaman lunáticos, raros o resentidos (especialmente esto último) y nos sueltan eso de que cada cual cuenta la feria según le va... La del calentamiento global no es la única verdad incómoda, y preferimos aferrarnos a mentiras (aparentemente) inocuas a tener que escuchar certezas sin encanto. Y ahí es donde el cine acude al rescate en forma de argumentos, modelos y razones para no perder la esperanza ni desear abandonar del rebaño:

1. La imagen audiovisual (especialmente la televisiva) modela nuestra representación mental del mundo. Si a eso le añadimos que el 80% del aprendizaje durante la infancia es imitativo, nos encontramos con un poder audiovisual inmenso que es necesario administrar con cautela (cosa que nunca se ha hecho y es dudoso que se haga).

2. El cine --por necesidades de economía narrativa-- ofrece un modelo preconcebido del mundo que deja bastante que desear: androcéntrico en exceso, lleno de ficciones protagonizadas por hombres, y por mujeres cuyos personajes sólo cobran sentido en su relación con él. Pero también defensor a ultranza de la propiedad privada, del libre mercado y de las jerarquías de todo tipo (y no parece haber mucha gente interesada en denunciar los efectos colaterales que eso provoca)
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Dado que el objetivo declarado del cine es obtener respuestas favorables del público, es lógico que prometa finales felices, amores románticos y que, ante la inseguridad generalizada de la población en estas cuestiones, recurra a la exaltación desmesurada de los sentimientos como garantía infalible para acertar siempre. Apelar a un supuesto dispositivo que funciona independientemente de nuestra voluntad es la mejor manera de demostrar que el amor es un sentimiento que no pasa (ni debería pasar, según ellos) por el cerebro.

Y ahora las paradojas y las perplejidades:

a) ¿Cómo es posible que haya tantas personas que opten por renunciar a la voluntad y la decisión consciente en estos temas? ¿Realmente somos tan idiotas o nos han/hemos vuelto así?

b) La enorme dependencia de los relatos cinematográficos --especialmente los de mayor aceptación entre públicos mayoritarios-- de conceptos e ideologías, no ya políticamente incorrectas o potencialmente peligrosas, sino absurdas, pasadas de moda, gazmoñas y rancias del romance. No me sorprende la amplitud de efectos secundarios que observamos a nuestro alrededor.

c) Pere Gimferrer tenía razón cuando escribió que el cine permanece anclado en Charles Dickens, mientras que la literatura ya ha superado a Proust, Joyce, Houellebecq, Nothomb o Fernández Mallo. Un desfase de decenios que permite que en pantalla aceptemos auténticas chorradas que, puestas por escrito, nos resultarían inaceptables.

d) Las escasísimas posibilidades de cualquier ficción cinematográfica de soportar un análisis sociológico medianamente riguroso
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(continuará)


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lunes, 30 de noviembre de 2009

Cuaderno de notas de la sencillez y la intensidad (Yuki & Nina)

Yuki & Nina (2009) se anuncia como la sensación de la temporada gracias a la simplicidad de su historia y la forma elegida para ponerla en imágenes. Desde Kramer contra Kramer (1979) hemos asistido a infinitas separaciones, divorcios y desencuentros de pareja con menores interpuestos, y en todos ellos se exhiben --con más o menos fortuna, con más o menos énfasis-- diversos grados de sentimentalismo y verosimilitud. Mi teoría de la intensidad explica que hoy día Kramer contra Kramer parezca un filme machista y un drama burdo, basto, sin apenas matices. Ahora, con cientos de horas de cine acumuladas en la retina, se lleva un enfoque más elaborado de la narración, hecho con una sencillez cuidadosamente diseñada que haga creer que nos hallamos ante un trozo de realidad sin domesticar. Yuki & Nina se anuncia como un hallazgo feliz en este sentido; pero en mi opinión hace falta algo más que largos planos y exposición de sentimientos a flor de piel.



No basta el relato de un rodaje sin apenas medios, ni un guión escrito a medias por correo electrónico entre París y Tokio, ni supuestos descubrimientos de actrices infantiles, ni el plus de creatividad que puedan aportar actores metidos a directores... En otras palabras, los típicos detalles a destacar en cualquier filme independiente hecho con el objetivo descaradamente declarado de poner el acento en el lado humano de las cosas. A mí, en cambio, Yuki & Nina me parece que no pasa de ser la típica película rodada durante un verano, montada sin apenas manipulación para preservar el valor que contienen sus escenas, a las que se añaden sin más unas gotas de fantasía, sentimiento y universo infantil. El filme acumula mucho material sensible pero está sin perfilar, sin pulir, sin modular, sin dosificar; los directores -Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot-- se limitan a encadenar probables momentos intensos, pero sin construir previamente unos personajes ni presentarlos en escenas significativas. Entran al drama sin transición, exigiendo lo mismo del espectador, y eso se paga en forma de distanciamiento. Las supuestas virtudes de la sencillez, de la recreación documental de la ficción, de la cámara plantada frente a los acontecimientos, no bastan. Todo el conjunto parece más bien el cuaderno de notas de algo que parece el borrador de un guión que, en lugar de escribirse, ha sido filmado a medida que se concebía.

Sin una necesaria y renovada emoción, una historia mil veces vista es poco probable que conmueva. En Yuki & Nina asoman todas esas cosas que esperamos de un drama sensible y enternecedor, pero ninguna de ellas está lo suficientemente trabajada como para hacernos olvidar que estamos ante vidas ajenas convenientemente revestidas de narración.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El canon del humor masculino (El gran Lebowski)

No he conocido a ninguna mujer --eso no significa que lo descarte definitivamente-- a la que le guste El gran Lebowski de los hermanos Coen, y creo que es porque absolutamente todo en esta película está atravesado por una perspectiva ultramasculina de las cosas: los personajes femeninos (en realidad uno solo, interpretado por Julianne Moore), la caracterización de la amistad masculina, el patetismo surreal de los malos, la actitud despreocupada y absurda de su protagonista... Pero especialmente su sentido del humor, capaz de revelar un mundo hecho de detalles nimios y chorradas en el que tantos hombres nos sentimos cómodos. Y por si fuera poco, una ironía socarrona e inmisericorde con el trío protagonista que apunta más allá de lo mostrado. El gran Lebowski es una virguería mental que no facilita la conexión empática con el público mayoritario (ni siquiera con el que disfruta con filmes de tiradetes al estilo de Clerks), pero cuando alguien consigue traspasar esa frontera se convierte automáticamente en rendido fan. El problema es que declararse admirador irredento de El gran Lebowski le aparta a uno de la manada, le marca como un ser especial (no quiero decir raro) que se parte de risa en situaciones y con comentarios de lo más idiota.



Pero eso no es todo, El gran Lebowski --igual que Muerte entre las flores lo es de La llave de cristal (1931) de Dashiell Hammet-- es una variación deformada (en este caso hasta la parodia) de El sueño eterno (1939) de Raymond Chandler: un millonario en silla de ruedas, con una esposa ligera de cascos recurre a Jeffrey Lebowski (interpretado por Jeff Bridges) para pagar el rescate de un oscuro caso de secuestro. La mayoría de los personajes principales poseen algo más que simples semejanzas con coronel Sternwood, su hija Carmen y el mismísimo Philip Marlowe, del que Lebowski es un clarísimo contratipo. A pesar de lo estrambótico y absurdo de la sucesión de escenas y diálogos, el filme mantiene un orden firmemente anclado en la lógica de los acontecimientos y, al igual que en el estilo narrativo de Chandler, aunque todos los sucesos poseen un motivo verosímil y los objetivos y actos de los personajes resultan coherentes, en el fondo ambas cosas nunca se revelan por completo ni de forma inequívoca. Los giros y las sorpresas argumentales se suceden dentro de una lógica causal plausible, pero no está del todo claro cómo se ha resuelto el suceso que provoca el siguiente.

Jeffrey Lebowski --más conocido como «El Nota»-- y sus compañeros de equipo de bolos Walter --un zumbado ex-combatiente de Vietnam que se considera especialmente dotado para detectar injusticias y conspiraciones por todas partes, magistralmente interpretado por John Goodman-- y Donny (Steve Buscemi), se ven envueltos en la penosa entrega del rescate del falso secuestro de la mujer del otro Gran Lebowski (el millonario) por tres alemanes nihilistas; un rescate que también codician Maude (la hija del millonario) y el antiguo agente de la secuestrada (Ben Gazzara), un magnate del porno. Si a uno le dieran a leer una sinopsis de El gran Lebowski no entendería qué tiene de especial ni de divertido (ni siquiera como enredo estrambótico), porque su auténtico valor reside en la interpretación y la habilidad de los Coen para hacer entrañables unos tipos lunáticos. Sus diálogos, leídos sobre el papel, nos parecerían idioteces sin sentido, pero puestas en boca de los actores cambian por completo de significado. Por ejemplo, la escena en que aparece por vez primera el protagonista es magistral y, aunque carece de diálogo, resulta suficiente para proporcionarnos una idea exacta de su carácter y su estilo de vida: El Nota camina por un supermercado desierto a las tantas de la noche; va en ropa interior y bata de estar por casa, luce melena y barba descuidadas y sucias. De pronto, coge un cartón de leche y, tras asegurarse de que nadie le ve, lo abre y se lo bebe. Plano siguiente: la cajera lo mira estupefacta mientras El Nota, con el bigote lleno de gotitas blancas, extiende un cheque por ¡69 centavos! para pagar otro cartón de leche idéntico al que se acaba de beber. A eso se le llama economía y eficacia narrativas. Ha quedado claro que El Nota es un impresentable que vive en un cuelgue perenne.

Cuando un fan irredento de El gran Lebowski se cruza con otro fan irredento de El gran Lebowski, surge de inmediato una corriente de empatía: ambos se atropellan en la descripción de detalles desopilantes y absurdos a más no poder. Cuando yo soy uno de esos fans siempre menciono la escena en la que Lebowski denuncia a la policía el robo de su coche, el mismo en el que llevaba el dinero del rescate con el que planeaba quedarse. Uno de los policías le pregunta qué llevaba en el maletín que había en el vehículo: «papeles de trabajo», «¿Y a qué se dedica?», «actualmente estoy en paro». Todo ello mientras el teléfono celular --modelo del 98, así que más que móvil es portable-- no deja de sonar desde la escena anterior. Es el propietario del dinero que llama para saber por qué no se ha entregado el rescate y Lebowski sabe que descolgar equivale a la muerte. A continuación menciono el cameo inefable de un ultragay John Turturro y el ataque de histeria de John Goodman en casa del niño que supuestamente ha robado el rescate (y cuyo padre vive en un pulmón de acero en el comedor de casa): «¿Son estos tus putos deberes?». Y termino indefectiblemente con mi momento favorito: Lebowski y Walter van a la costa para depositar en el mar las cenizas de su amigo Donny, las cuales llevan en un bote de comida porque se han negado a pagar una urna en la funeraria. Walter se adelanta y -- en pleno ataque de trascendencia-- trata de pronunciar unas palabras intensas e inspiradoras. Tras una sarta de patochadas sin sentido, Walter abre el bote y, como el viento sopla tierra adentro, todas las cenizas acaban en su cara y en la de su amigo, situado justo detrás. Esa simple contingencia --que cualquiera con dos dedos de frente podría haber previsto-- transforma lo que amenazaba con convertirse en un momento emotivo en algo ridículo, grotesco y patético. El Nota ya no puede más, explota y le dice a su amigo algo que es casi una filosofía de la vida: «¡Todo lo que haces lo conviertes en una puta parodia!». Luego se abraza a él y juntos lloran la pérdida de Donny. Para mí se trata de un momento cenital comparable al final de Casablanca, la escena del avión en Con la muerte en los talones o el monólogo de Rutger Hauer en Blade runner; posee la dosis justa de intensidad dramática, pero mostrada con el estilo que emplearía una persona incapaz de expresar sus sentimientos, con un humor demoledoramente real que apenas levanta polvo del suelo pero que expresa mucho más de lo que significa. Todo en El gran Lebowski es una parodia, involuntaria a veces, retorcida otras, desternillante casi siempre, pero una parodia. El mérito indiscutible de los Coen es que parece casual, pillada por los pelos, en lugar de estar milimétricamente diseñada. Es como si pretendieran narrar una historia seria, en plan detective aficionado que se ve envuelto en una serie de sucesos inexplicables pero que aun así acaba resolviendo, y en su lugar nos encontramos a un imprevisible metepatas al que todo le sale al revés, dice las mayores inconveniencias, no percibe los indicios que le avisan del peligro, ni sabe ser pícaro ni espabilado, y por eso lo único que recibe son decepciones y hostias por todas partes.

Uno de los efectos más curiosos que ha provocado el filme es que hombres de todo el mundo han tomado a «El Nota» como ejemplo a seguir de actitud vital, gracias a su capacidad para rehuir el trabajo y las responsabilidades, sobrevivir sin un duro, hacer el vago todo el día, dedicarse exclusivamente a los bolos y de paso dejar embarazada a la única chica se le pone por delante. Para una buena parte de la humanidad masculina eso es un planazo en toda regla, así que no debe extrañarnos que por todo internet hayan florecido foros y grupos de admiradores, incluso una religión: el «dudeísmo», con su iglesia oficial y todo. Lebowski es un clásico cinematográfico, pero también una leyenda sociológica y una filosofía de la vida perfectamente compatible con el Comic-Con.



El humor de los hermanos Marx (antes de que Irving Thalberg los reciclara en algo más familiar y amable envolviendo sus sarcasmos de objetivos buenistas y plúmbeos números musicales) es probablemente uno de los escasos precedentes de humor altamente testosterónico, básicamente debido al carácter misántropo de su principal creador de gags, Groucho Marx, y también el de Buster Keaton, en cuyas películas las mujeres no quedan muy bien paradas. También el grupo Monty Phyton, compuesto por cinco hombres, inevitablemente destila un sentido del humor y de la existencia masculinos, así que no debe extrañar que en ninguno de sus filmes destaque ningún personaje femenino (a no ser que sea uno de ellos disfrazado). Aparte de estos tres casos de misoginia creativa, hoy día el humor masculino está cómodamente instalado en el género de universitarios garrulos en celo al estilo Porky's, Despedida de soltero, la trilogía American pie o Resacón en Las Vegas, aunque en estas dos últimas el humor sea mucho más transgenérico, signo de la corrección política imperante. Y poco más: quizá Pulp fiction sea uno de los pocos títulos equiparables al de los Coen por su capacidad de convertir algo esencialmente masculino en buen cine, con esa calculada mezcla de violencia desbocada que sin embargo provoca la risa. La diferencia es que con el filme de Tarantino existe un consenso mayor entre sexos acerca de sus bondades argumentales y estilísticas, y por eso sí que conozco mujeres que la adoran. Pero con El gran Lebowski no hay manera.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Mateo Gil leyó El cine según Hitchcock

Mateo Gil es coguionista, entre otros, de Tesis, Mar adentro y El método, todos ellos titulos cruciales del cine español más reciente. Colaborador habitual de Alejandro Amenábar, ambos forman un tándem creativo a la altura de los Berlanga-Azcona, Aguilar-Guridi o Albacete-Menkes, algo poco habitual en nuestra individualista-a-ultranza cinematografía. Hasta ahora sólo ha dirigido un largometraje --Nadie conoce a nadie (1999)--,un thriller comercial ambientado en la Semana Santa sevillana en el que resultan palpables las influencias del cine de Alfred Hitchcock: explotación dramática de localizaciones y eventos, recurso al suspense en estricto sentido, argumento basado en MacGuffin, tensión cuidadosamente dosificada, personajes esbozados y ajustados a su función en el relato... Puede que no sea un filme redondo, pero es innegable su perfección formal, un guión que merece ser desmenuzado en cualquier escuela de cine.


Última aparición pública de François Truffaut: debate en el programa Apostrophes comentando la obra de Alfred Hitchcock con Bernard Pivot y Roman Polanski (Abril de 1984).

Su estilo personal y su pulcritud expositiva --a pesar de la diferencia temporal, temática y de puntos de vista-- recuerdan inevitablemente al de Rafael Azcona, caracterizado por historias complejas y bien trabadas. Mateo Gil es, en mi opinión, el mejor guionista vivo del cine español y, por esa misma razón, el más desconocido e infravalorado. Lleva tiempo trabajando en una adaptación de Pedro Páramo, el complejo texto de Juan Rulfo, que sin duda supone todo un reto cinematográfico. Esperaremos impacientes.

Al contrario que la mayoría, que lo abandona cuando da el salto al largo, Mateo Gil regresa al cortometraje cuando tiene ideas que se adaptan mejor a este formato: a Luna (1996), coescrita con Amenábar y Nieves Herranz y Allanamiento de morada (1998), escrita y dirigida en solitario, le sucede ahora Dime que yo (2008). Un argumento brillante que arranca con un suceso --tan habitual como cotidiano-- al que Gil le da magistralmente la vuelta a base de diálogos milimétricos, divertidos, certeros, hasta convertirlo en una proposición universaloide de las relaciones urbanas contemporáneas. Dime que yo es todo lo que cabe esperar de un breve trozo de cine. Viva el cortometraje, la I+D de la narración cinematográfica.



François Truffaut opinaba que todo buen filme debía aunar una idea del mundo y otra sobre el cine (algo así como originalidad formal y transcedencia argumental). Hace tiempo que hemos comprendido que se trata de un criterio demasiado estricto para seleccionar buenas películas; sin embargo, precisamente por su rigor y su completitud, resulta extremadamente útil para etiquetar obras maestras. En el caso de Dime que yo hay que añadir --además de la contundencia argumental y dramática y el hallazgo del falso plano/contraplano-- una variable más: su brevedad. En una palabra: intensidad, el mineral más preciado de las artes narrativas, el cual ha conseguido desbancar a la inspiración, tan ensalzada por los artistas clásicos. Un desplazamiento al que sin duda han contribuido las posibilidades de difusión audiovisual en sitios como YouTube o Vimeo. Lo breve, si bueno, dos veces intenso.

Vale la pena ganar el tiempo que se tarda en verlo, y luego releer o descubrir el valioso libro-entrevista de Truffaut a Hitchcock --El cine según Hitchcock (1966)-- para comprender que en su interior palpita la idea del cine que asoma en innumerables obras maestras.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lastre mortal (El imaginario del doctor Parnassus)

El imaginario del doctor Parnassus (2009) es un filme atravesado de principio a fin por la muerte de Heath Ledger, que trastocó no sólo el rodaje sino que obligó a un replanteamiento del guión. Gilliam apeló al dramatismo y al corporativismo actoral y convenció a Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell para que le sustituyeran. El resultado final es la obra póstuma de un actor antes que un mediocre filme de su director. Qué lejos en el recuerdo Los héores del tiempo (1981), que disfruté convencido de que se trataba de una prolongación del espíritu Monty Phyton; la confirmación de un estilo capaz de recrear nuevos mundos por completo llegó con Brazil (1984), una versión muy libre del clásico de George Orwell que superaba a la estricta y aburrida adaptación oficial de Michael Radford. Alcanzó la atrofia analógico-visual con Las aventuras del barón Munchausen (1988) y la paranoia futurible con Doce monos (1995), lo último que había visto de él. Mientras tanto, The man who killed Don Quixote (anunciada para 2011), acumula dosis de malditismo y signos de genialidad a partes iguales: falta de financiación, abandono del proyecto por parte de Johnny Depp, paralelismo histórico con Orson Welles (que también fracasó en su intento de adaptación del texto cervantino) y estreno de Lost in La Mancha (2002), curioso making of de un filme inacabado e inexistente hasta la fecha. Ahora le toca el turno --con su guionista de referencia Charles McKeown-- a la paranoia digital, donde puede dar rienda suelta a su mayor ansia: recrear paisajes imposibles y desafiar las leyes del mundo físico, o lo que es lo mismo, hacer cine como si describiera sus propias ensoñaciones. Lo malo es que, con el poder de la tecnología digital en sus manos, Gilliam se olvida de casi todo lo demás.



La historia, claramente inspirada en el mito de Fausto, añade al tema de la inmortalidad un mundo imaginario recreado a base de croma durante siete semanas en Vancouver (justo la parte que no pudo rodar Ledger). Personajes estrambóticos --el mejor, de largo, Tom Waits como Lucifer--, ambientes relacionados con la farándula, vestuario y ambientación marca de la casa... Sin duda el exceso narrativo y artístico es el tema de Terry Gilliam. La idea central resulta atractiva: el doctor Parnassus obtuvo la inmortalidad hace mil años a cambio de entregar a su hija al diablo cuando cumpliera 16 años. El temido momento se acerca y, su padre, desesperado, consigue un nuevo acuerdo. Esta vez, a cambio de salvar a su hija, deberá entregarle cinco almas. Y es entonces cuando aparece el misterioso y seductor Tony... Esto último, lo más interesante, ocupa algo menos del tercio final del filme; y es que la entrada en materia se demora en exceso, sin duda debido al deseo de Gilliam de incluir --a modo de homenaje-- la mayoría de las escenas rodadas por Ledger (estoy seguro que unas cuantas no habrían llegado al montaje final en condiciones normales). Con la trama principal en marcha, el ritmo mejora, el interés aumenta, y la virguería visual hacen el resto. Los únicos que no despegan son los personajes. Y así, sin que uno sepa cómo, todo el filme se despeña hacia su previsible final.

A los imprevistos del rodaje hay que añadir la ausencia de encanto en una historia que parece rodada sin apenas reparar en su contenido, concebida únicamente para desbordar al espectador por el lado de la fantasía. Cuando el espectador comprende que este objetivo no se va a conseguir, se distrae pensando que El imaginario del doctor Parnassus se recordará como el filme póstumo de Ledger en lugar de un pretendido retorno espectacular de Terry Gilliam. Es mejor que así sea, por el bien de todos.

jueves, 22 de octubre de 2009

Las buenas ondas neoyorquinas o la máquina del tiempo (Si la cosa funciona)

Woody Allen ha vuelto a ambientar sus historias en Nueva York, ha vuelto a sus obsesiones y a sus protagonistas característicos, a las situaciones que conoce perfectamente y en las que inserta sin esfuerzo diez réplicas ocurrentes en menos de cinco minutos. Por ese lado, nada que objetar: Allen se encuentra en plena forma por lo que respecta a sus constantes artísticas. La probable razón es que Si la cosa funciona (2009) es un antiguo guión recuperado ahora, y supone algo así como enfrentarse a un Allen que quedó superado, no sé si por convicción propia (deseoso como parece estos últimos años de adaptar su cine a lo que él considera el gusto europeo) o por pura evolución creativa.



Si la cosa funciona nos devuelve ese pesimismo vital que culminó con Celebrity (1998), la idea obsesiva del mundo sin recompensa en el que a pesar de todo preferimos el bien al mal. Esta vez quien encarna al angustiado alter ego de Allen es Larry David, uno de los creadores de la mejor serie de humor de la historia de la televisión, Seinfeld (1990-1998), en la que plasmó su propia y amarga idea de la existencia en el antológico George Costanza, un ser egoísta y despreciable que exhibe sin complejos su lógica miserable y rastrera, no exenta de lucidez, sinceridad y sentido común. Quizá este punto --y la edad-- sea el único punto en el que Allen y David coincidan, y por eso el protagonista --Boris Yellnikoff, aparentemente un físico de partículas jubilado, misántropo y encantado de haberse conocido-- se parece tanto al divertido Woody atormentado de, por ejemplo, Hannah y sus hermanas (1986).

La historia, en cambio, contiene un punto de partida y un desarrollo que recuerdan mucho al de Poderosa Afrodita (1995): Boris acoge temporalmente a una jovencita atontada e inexperta que ha huido de su Nueva Orleans natal --Evan Rachel Wood es ya, oficialmente, mi fetiche del mes para lo que queda de año--, pero el trato diario y el síndrome de Pigmalión hacen que Boris se acostumbre a ella sin admitirlo. A partir de ahí, los protagonistas adquieren matices menos arquetípicos mientras los padres de la joven aportan el contrapunto cómico. Cada tanto, las puyas a la religión católica (qué diferente la reacción si fuera la musulmana) y al puritanismo proporcionan los momentos más cómicos, uno de los rasgos que ha caracterizado siempre a Woody. En todo el filme hay sólo dos momentos en los que el drama auténtico asoma por derecho propio y sin ironías interpuestas, pero los reconduce sin dar tiempo material al espectador de hacerse a la idea que puede haber otro punto de vista que no sea el de la diversión intrascendente. Da igual, sus fans la disfrutamos como siempre, admirando su capacidad de síntesis y su inteligencia sin variaciones, sabiendo que no habrá sorpresas ni imprevistos, excepto los que afecten estrictamente al argumento.

No quiero acabar sin calzar una (más) de mis teorías, esta vez sobre el sentido final de los filmes de Allen: en sus títulos clásicos --Annie Hall (1977), Manhattan (1979), La rosa púrpura de El Cairo (1985)-- el final infeliz es el detalle que ha permitido que se mantuvieran vigentes y atractivos más tiempo que si terminaran a lo Frank Capra. Pero a partir de Granujas de medio pelo (2000) sus argumentos concluyen invariablemente con una llamada al optimismo y a la esperanza en ese mismo universo vacío y aleatorio. ¿La razón? Estoy convencido de que la paternidad le hace ser consciente de su deber de ofrecer un legado positivo, no a sus espectadores, sino a sus hijas. Es una especie de prolongación coherente entre lo que defiende en la intimidad y lo que ellas acabarán comprendiendo que filmaba.

Y es cierto una vez más: Allen repite su modelo, con claros síntomas de agotamiento, pero sigue siendo capaz de hacer pasar un rato divertido, la diferencia es que ahora sabemos que el final será indefectiblemente positivo, no cargado de tristeza y de nostalgia, como en su época dorada (1977-1995). Puede que a muchos --incluso antiguos incondicionales de Allen-- no les guste ni esta ni ninguna otra de sus comedias-clon, pero a mí me compensa porque, al contrario que la religión, su cine sigue sin exigir el sacrificio de la inteligencia.

viernes, 16 de octubre de 2009

Herederos (aventajados) de Blade runner (Moon)

Moon (2009) de Duncan Jones, es una brillante paranoia lunar que se acaba de llevar con todo merecimiento el premio a la mejor película en el Festival de Sitges 2009. Es novedosa, original, inquietante, desmitificadora, entretenida y, lo que me parece más importante, recupera una tradición casi extinguida del sub-subgénero de la ciencia ficción basado filmes de un solo actor (o con repartos muy, muy reducidos) ambientados en lejanas, claustrofóbicas y solitarias naves más allá de Orión. Naves silenciosas (1972), las dos versiones de Solaris --la de Tarkovsky en 1972 y la de Soderbergh en 2002--, Saturno 3 (1980), Androide (1982); pero también títulos tan inclasificables como ¡Olvídate de mi! (2004), Primer (2004) y, especialmente, Cube (1997) de Vincenzo Natali, un filme deslumbrante, cuyo argumento --racional hasta la exasperación-- transmite a la perfección los perturbadores efectos mentales de una patochada sin pies ni cabeza diseñada bajo la apariencia de un plan maestro.

Duncan Jones es hijo de David Bowie, estudió en un exclusivo colegio escocés, se licenció en Filosofía y dejó a medias una tesis sobre el pensamiento en hombres y máquinas para estudiar en la London Film School. Después se interesó por la publicidad, consiguiendo un espectacular y polémico debut con el spot Fashion vs Style (2006) para la marca French Connection. A partir de ahí adquirió oficio y contactos en el sector audiovisual dirigiendo vídeos musicales de bajo presupuesto, y participando como cámara en el concierto-homenaje a su padre con motivo de su 50 cumpleaños en el Madison Square Garden. Con estas premisas, el salto al cine estaba más que cantado; sólo teniendo en cuenta su preparación y experiencia hay que admitir que se trata de un talento cultivado y bien aprovechado.



La película demuestra desde el minuto cero la capacidad de Jones para transmitir gran cantidad de información en poco tiempo y de forma atractiva: mediante un supuesto spot nos enteramos que, en un futuro cercano, una multinacional se ha lanzado a extraer Helio-3 en la cara oculta de la Luna. El H-3 es un isótopo no radiactivo del helio llamado a convertirse en el paradigma definitivo de energía limpia, natural y altamente eficaz. La ciencia actual ya ha descubierto sus capacidades, pero no cómo obtenerlo mediante una fusión nuclear controlada. Según cálculos de la NASA, un transbordador espacial lleno de H-3 podría suministrar la energía que consume EE UU en un año. Explicar todo esto en menos de un minuto tiene mérito y con tanta naturalidad; pero para eso sirve tener experiencia en publicidad. La cosa es que esta compañía envía a un único trabajador durante tres años para supervisar la extracción totalmente automatizada de este componente. Sam Bell es un trabajador al que le quedan apenas dos semanas para regresar a la Tierra, está deseando dejar una soledad más o menos sobrellevada y reunirse con su esposa e hija pequeña. Pero entonces...

Entonces, un suceso inesperado no sólo provoca interés y emoción al argumento, sino que deja en segundo plano ciertas cuestiones --totalmente verosímiles-- que sin duda debatiremos en los medios de aquí a poco tiempo. En este sentido Moon ahonda en los temas que abrió a nuestra generación ochentera Blade runner (1982) con los replicantes; en cambio, la narración barroca y heredera del cine negro del filme de Ridley Scott se transforma con Duncan Jones en un estilo directo, sencillo, alejado de todo efectismo dramático, sin apenas énfasis en los giros clave del argumento. La coherencia argumental hace que nada de todo eso haga falta para que los aficionados a esta clase de películas nos enganchemos.



Y por si con esto no bastara, Jones deja que su formación filosófica y su inacabada tesis se materialicen en Gerty, la computadora-robot que controla la estación (con la voz prestada de Kevin Spacey), un clarísimo contratipo positivo de HAL 9000: amable, dispuesta a saltarse ciertas normas, diseñada --como ella dice-- para ayudar (la escena del password es determinante), y atravesada casi por los mismos conflictos éticos que los humanos. Sus estados de ánimo se expresan mediante sencillos smileys que le otorgan un aire más doméstico, en las antípodas de la catedralicia y orwelliana que aparecía en 2001: una odisea del espacio.

Moon es un filme brillante --tanto entusiasmo me recuerda al que experimenté al ver Serenity (2005)--, especialmente para los aficionados al género, incluso puede que alguno más se enganche gracias a su complejo trasfondo ético y su bien dosificada tensión narrativa. Yo me sitúo en este último grupo porque me gustan las películas de robinsones en el espacio. Es curioso que, en el cine, la soledad estelar se convierta en un escenario propicio para la filosofía.

martes, 6 de octubre de 2009

Cine, español, subvenciones...

Estas tres palabras bastan para generar en España un animado debate en el que no faltarán grandilocuentes teorías ni rastreros argumentos ad hóminem. El penúltimo se está montando a costa de la serie de artículos que El País está publicando con motivo del desarrollo de la nueva Ley del Cine. Abrió el fuego Jaime Rosales el pasado 05/10/2009 y su texto ya ha provocado una encendida réplica por parte de Manuel Martín Cuenca. Eso sin contar con el manifiesto que, el pasado agosto, unos cuantos cineastas firmaron por considerar que la Ley 55/2007, del Cine perjudica un tipo de películas muy concretas y apuesta por un cine-espectáculo al estilo Hollywood con el que, según su parecer, no estamos preparados para competir en el mercado internacional.

La tentación es demasiado grande para resistirme a meter la cuchara. Empezaré con el texto de Rosales:

1. Fuera de sitio toda la argumentación sobre la politización del cine español (incluso sus ideas sobre lo que debe ser la manifestación pública de las propias convicciones políticas). Ni esa es la causa de la mala opinión generalizada del cine español ni se ejerce así el activismo político.

2. Totalmente de acuerdo con su defensa de los dos tipos de ayudas que prevé la ley: una para las películas que quieran jugar en las ligas mayores (filmes de más de 2 millones de euros de presupuesto a los que se les concederá de forma automática una subvención a partir de 75.000 espectadores) y otra para cineastas noveles, argumentos experimentales o cosas raras (serán otorgadas ayudas a la producción previa evaluación de un comité).

3. Una puntualización borde: cuando Rosales habla del «derecho abstracto a hacer cine» en realidad la expresión que está buscando es «opción de hacer cine». Hablar de derecho y de abstracciones complica su argumentación innecesariamente. Todos tenemos la opción de hacer cine, otra cosa es que queramos/podamos hacerlo.



Y ahora el de Martín Cuenca:

1. Totalmente de acuerdo con su crítica a Rosales y su punto de vista en el tema de la politización del cine español y la expresión pública del activismo político. Este aspecto de la polémica debe quedar liquidado porque no tiene nada que ver con el debate.

2. No comparto en absoluto sus ideas acerca de lo que deben ser las ayudas públicas al cine. No es suficiente argumentar que el cine es cultura antes que una industria, pensando que así se justifican todas las excepcionalidades legislativas, jurídicas, mercantiles, sociales y artísticas. Olvida que, por mucha cultura que suponga, el cine sobrevive gracias a una industria, y eso implica aceptar un mínimo de reglas desde el momento en que se opta por entrar en el mercado para producirla.

3. Me resulta indignante la argumentación que emplea para cuestionar las comisiones que decidirán las ayudas a los filmes de menos de dos millones de euros: según él, los criterios serán opacos, sujetos a modas y bajo sospecha de favoritismos. ¿Acaso todos esos riesgos no se dan en una productora privada a la hora de valorar un proyecto cinematográfico? ¿No se da cuenta de que siempre será necesario que alguien elija qué se subvenciona y qué no, ya sea dentro del ámbito público o del privado?

4. No entiendo por qué cuestiona el establecimiento --incluso la existencia misma-- de un límite presupuestario para diferenciar las películas y los tipos de ayudas a las que pueden optar, argumentando que eso provocará que se inflen presupuestos hasta llegar a la cantidad exigida. ¿Dónde está la presunción de responsabilidad de su propio sector?

5. Pero lo que me saca de quicio es esa arraigada idea que subyace en su justificación del punto 3: que las subvenciones públicas --por el mero hecho de serlo-- no deben estar basadas en criterios de ninguna clase, ni exigir mínimos, ni valorar calidades; sino limitarse a soltar la pasta sin preguntar hasta que se acabe el presupuesto. Quienes defienden esto, además de revelar un populismo completamente rancio y arcaico, revelan el pánico atroz que les produce la valoración pública de sus películas. Lo aceptan tras el estreno porque no tienen más remedio (es la única forma de obtener beneficios legítimos), pero no que otros les examinen antes de ponerse a rodar. Señor Martín Cuenca, en todos los sectores económicos, entidades y empresas --públicas y privadas--, también los estudiantes y los investigadores, ponen sobre la mesa sus proyectos para que terceras personas los comparen con otros y decidan cuál es el mejor. Esta labor, qué casualidad, casi siempre la llevan a cabo los que pagan: para obtener becas, subvenciones, adjudicarse concursos o, simplemente, vender productos o servicios. Lo hace todo el mundo, todo el mundo. ¿Por qué los cineastas no? ¿Porque ellos hacen «Cultura»? ¿Acaso la «Cultura» no cuesta dinero? Precisamente porque los recursos son limitados hay que establecer criterios, normas y límites.

Dedicarse a una actividad «cultural» o «artística» no te convierte en intocable, ni a ti, ni a tus creaciones. Además del criterio subjetivo e individual para preferir una película a otra, existen numerosos criterios socialmente intersubjetivos que hacen que determinados títulos resulten más importantes que otros, y además posean una considerable influencia dentro de su ámbito creativo. Desde un punto de vista intersubjetivo, no es comparable la importancia de Tesis (1996) de Alejandro Amenábar con ¡Que vienen los socialistas! (1982) de Mariano Ozores. Son dos películas rodadas en soporte celuloide, sí, pero ahí se acaban las coincidencias. Da la sensación de que muchos cineastas desean limitarse al nivel incomparable e inatacable de las preferencias subjetivas, en el «a mí me gusta y ya está» que rehuye toda argumentación racional. No sé qué resulta más ingenuo e infantil: si el pánico a la comparación o la creencia de que los poderes públicos deben conceder dinero a la cultura sin preguntar nada.

¡¡Barro, barro, que hay debate!!

domingo, 4 de octubre de 2009

Reivindicación de un cine reivindicativo: Tony Gatlif

Hoy quiero hablar de Tony Gatlif, el cineasta francoargelino que más y mejor ha retratado la cultura gitana en Europa. Su filmografía --como la de Ford, Allen o Almodóvar-- es prácticamente monotemática. Sus argumentos orbitan alrededor de la historia, la sociedad y las problemáticas realidades contemporáneas del mundo gitano. Pero Gatlif no es sólo el cineasta oficial de una etnia, con el tiempo ha adquirido un dominio muy personal de la narración cinematográfica, alcanzando unos niveles de sutileza en sus críticas y reivindicaciones que le sitúan más allá del mero cine de trasfondo etnográfico. Sus filmes han demostrado --a pesar de sus escasas variaciones argumentales-- una narración cada vez más transgresora y experimental, atractiva para todo tipo de público, no sólo para el pueblo gitano o los estudiosos de su cultura. Esta evolución culminó en Exils (2004), donde sin renunciar a sus obsesiones artísticas, demuestra que posee un estilo propio, el cual le valió el premio al mejor director en el Festival de Cannes de aquel año. El arranque del filme es una impresionante declaración de intenciones, tanto formales como musicales.



En el cine de Gatlif, la cultura gitana no es un tema esencialmente histórico ni etnográfico, sino un vehículo para alcanzar, de paso, sus objetivos artísticos y lanzar un mensaje sobre las bondades de la tolerancia, la integración social y la mejora de las condiciones de vida de los gitanos; y si conviene una denuncia colateral acerca de la situación de marginalidad, injusticia, desarraigo o amenaza de decadencia que padece su cultura. Tony Gatlif es también un músico que aprovecha el cine para dar a conocer el folclore musical gitano: en ese sentido no hay que considerarlo como un director militante al uso, sino un narrador fascinado por la música que adicionalmente se ocupa de denunciar injusticias o reivindicar cambios. Los filmes de Gatlif no se pueden considerar cine social sin más; por encima de ese objetivo se despliega un proyecto artístico vinculado a la música y una búsqueda muy personal de los orígenes de la cultura gitana.

Latcho drom (1992) --la aportación más importante al folclore musical gitano rodada nunca-- no es un filme histórico ni una original alternativa a la monografía escrita, sino que se articula como una ficción documental en la que realizamos el mismo viaje que llevó a los gitanos desde India a Europa hace más de quinientos años. Se trata de un homenaje a los linajes que se fueron desgajando del tronco común durante su trayecto por Asia Menor y Europa, narrado a través de los estilos musicales que les diferencian. Este viaje ocupa la totalidad del filme y presenta la riqueza y la importancia de la música para la cultura y la identidad gitanas (aparecen variedades musicales de India, Egipto, Turquía, Rumanía, Hungría, Eslovaquia, Francia y España), un elemento que contribuye a establecer su localización geográfica, pero también para reafirmar un sustrato musical común y determinados usos sociales. Latcho drom adopta el mismo tratamiento esteticista y cuidado empleado por Carlos Saura en Sevillanas (1992) y Flamenco (1995), combinando música con una clara exaltación cultural elitista. En su debut cinematográfico Gatlif ya ensayó un borrador de este esquema: Corre, gitano (1982), rodada en España, intercala, a partir de una mínima anécdota narrativa, una serie de números musicales (filmados en estudio) que puntúan la trama, sirviéndola de contrapunto o de complemento, un poco al estilo --salvando las distancias-- de Cabaret (1972) de Bob Fosse, donde ambos aspectos estaban mucho mejor entrelazados (aparte de que el guión era superior en complejidad). Latcho drom corrige, mejora y explota las posibilidades de este esquema apenas esbozado diez años antes, aparte de que el objetivo de la película es mucho más ambicioso: documentar un mito fundacional.

La música en Latcho drom es el vehículo a través del cual se expresa el dinamismo y la diversidad de la cultura gitana, un elemento común a pesar de la dispersión geográfica e histórica que ha padecido. Una música semejante al jazz, improvisada, fruto del momento y de la destreza de los intérpretes que intervienen en cada momento; eso provoca que sea fruto de un estado de ánimo, de un contexto, y que sea difícil clasificarla en géneros o aprenderla a través de estudios reglados (que es lo que se suele hacer en Occidente). Igual que la historia oral, su música sólo conoce el presente, y se transmite por absorción y repetición, por una voluntad individual de transmitir un patrimonio que se resiste a ser encasillado desde un criterio estrictamente académico. Las diferentes músicas que aparecen en el filme muestran que sirven para expresar sentimientos, para acompañar hitos sociales, para representar acontecimientos del pasado; no es simplemente una emanación estética, sino que todavía cumple (algo cada vez más inusual en nuestra cultura) una función ritual. Swing (2002) es la última entrega, hasta la fecha, de este proyecto artístico de Gatlif, aunque no tuvo la misma aceptación y repercusión de Latcho drom. Swing se ocupa del jazz manouche o gypsy jazz característico de los gitanos del sudeste de Francia, cuyo máximo exponente ha sido el guitarrista Django Reinhardt.

El segundo gran hallazgo de la filmografía de Gatlif es de tipo dramático-narrativo (el cual también ha dado lugar a una serie de filmes posteriores que componen una especie de segundo proyecto) y arranca con El extranjero loco (1997), un filme original, sutil y complejo. Su principal mérito consiste en la inversión de los papeles de minoría y mayoría, de forma que los prejuicios y las injusticias sean mejor percibidos desde el lado de la audiencia que está acostumbrada formar parte de la mayoría de acogida, a reclamar y esperar de las minorías un esfuerzo integrador sin tener en cuenta otras consideraciones. El filme narra la historia de Stéphane, un parisino que vaga por los caminos (es un nómada, la forma de vida que habitualmente se atribuye al pueblo gitano) en busca de Nora Luca, una cantante gitana que a su padre le gustaba mucho y de quien ha heredado una cinta de casete grabada por la que se siente fascinado. Stéphane es un gadjo (algo así como el equivalente al payo en lengua caló) acogido por Isador, un patriarca de un pequeño poblado rumano (que se convierte de este modo en el grupo mayoritario de acogida, y por tanto espera que se adapte a sus costumbres). Esta inversión dramática sirve para plantear aquellas situaciones y actitudes en las que los gitanos --como minoría-- se ven cuestionados por la sociedad mayoritaria: nada más llegar al pueblo, Stéphane no consigue que le atiendan en el bar, le exigen que enseñe su dinero antes de servirle; o cuando Isador se ve obligado a defenderle porque, tras instalarse en el campamento, algunos habitantes expresan en voz alta sus dudas acerca de ese «extranjero loco» (temen que sea un delincuente, un ladrón, un violador...).



El extranjero loco supone el máximo nivel de eficacia y sofisticación dramáticas alcanzado hasta ahora para mostrar, de una manera natural y adaptada a las convenciones narrativas del cine, las reacciones y el impacto que provocan las minorías en la sociedad de acogida (en este caso la etnia gitana, pero este mismo esquema se podría aplicar sin problemas a otros colectivos, como la emigración económica o las minorías religiosas). La escena final de la película es la mejor muestra de esta estrategia: Stéphane, indignado por la quema del poblado gitano que llevan a cabo los auténticos gadjos, destruye todas las casetes donde había ido grabando a diferentes músicos gitanos, para luego enterrar sus restos al borde del camino. Con ese gesto se completa su tránsito y su identificación con la cultura de acogida: ya no será un «extranjero loco» que necesita conocer a quienes admira a través de su música, a partir de ese momento --enamorado de Sabina, la gitana que le acompañará en su viaje-- se convierte en gitano él mismo. Su misión no consistirá más en recopilar como un simple erudito folclorista unas músicas marginales o minoritarias, sino contribuir a que no se pierdan, a formar parte activa de su supervivencia y su evolución (al fin y al cabo sus orígenes son diferentes). En una palabra: mestizaje, la máxima expresión de la convivencia intercultural.

Gatlif explota en Exils y Transylvania (2006), con sorprendente similitud (quizá tratando de profundizar, encontrar nuevos matices o, simplemente, repetir el éxito), el esquema planteado en El extranjero loco, señal de que era consciente de haber encontrado una estructura ideal para poner en imágenes sus ideas acerca del mundo gitano. La primera es un auténtico road movie, desde Francia hasta Argelia (tierra natal del director), pasando por España (de donde era originaria su madre), en el que los protagonistas van en busca de sus raíces o redescubren la parte nunca cuestionada, incluso desconocida, de su propia cultura (probablemente por motivos generacionales); todo ello con un estilo agresivo, atrevido (en ocasiones godardiano) y complementado por una banda sonora de lo más contracultural. La segunda narra el viaje (igual que el de Stéphane) de una mujer francesa en busca del músico gitano que la dejó embarazada, la excusa perfecta para acercarse a una cultura ajena que en su momento la dejó fascinada.

Trayectorias como la de Gatlif ponen en jaque el estilo del documental más clásico, obligándole a apostar por recursos más audaces y atractivos que enganchen al espectador, y de paso abandonar definitivamente su limitado objetivo de síntesis informativa (impuesto por la televisión). Los documentales sobre bichos --y, en general, el reportaje de actualidad-- están esclerotizados de tanto repetirse sin apenas cambios formales. Los nuevos formatos al estilo de los que propone la cadena francoalemana ARTE o los filmes de Michael Moore (al que ya le salen muchos imitadores), huyen de la típica narración conducida por expertos, puntuada por plúmbeas declaraciones de eruditos o testimonios directos, rellenada con imágenes de archivo y, de tanto en tanto, paisajes bellamente fotografiados. El nuevo documental --igual que la ficción juguetea en ocasiones con él-- incorpora sin complejos fragmentos reconstruidos o propone una investigación histórica inédita desde el punto de vista escrito. Gracias a filmografías como las de Gatlif es posible intuir una mayoría de edad en la ficción etnográfica y en el cine de reivindicación social.

martes, 29 de septiembre de 2009

El mito de la relación urbana (Qué les pasa a los hombres)

De entrada, si no fuera por la presencia en el reparto de Jennifer Aniston y Scarlett Johansson no habría reparado en Qué les pasa a los hombres (2009) --una comedia romántica que parece (como todas hoy día) cualquier cosa menos una comedia romántica--, pero el fetichismo cinematográfico es un poderoso catalizador a la hora de escoger en la cartelera, asi que... lo admito: caí en la trampa. Qué les pasa a los hombres es la enésima aportación al inagotable tema de las citas heterosexuales entre veinte/treintañeros urbanos de buena posición y mejor ver; la «novedad» es que se presenta bajo la apariencia de un ensayo sociológico que procura no perder de vista lo superficial del tema (los títulos de los capítulos lo dicen todo: si no te llama, si no se quiere casar, si no se acuesta contigo, si se acuesta con otra...).

La película adapta el libro He's Just Not That Into You: The No-Excuses Truth to Understanding Guys (2004) de Greg Behrendt y Liz Tuzillo, coguionistas de un buen número de episodios de las dos últimas temporadas de Sexo en Nueva York (1998-2004), en los que sin duda volcaron numerosas ideas del libro que escribían a medias. Por su parte, los guionistas Abby Kohn y Marc Silverstein afilaron anécdotas y recursos en Opposite sex (2000), una comedia de quinceañeros de corta existencia (apenas ocho episodios) que pasó sin pena ni gloria. Ya sea por unos o por otros, la cosa es que el formato del filme se apoya descaradamente en el falso documental de campo que popularizó SNY: al comienzo de cada bloque temático, unos desconocidos narran a la cámara sus experiencias y reflexiones sobre lo que estamos a punto de ver, incluyendo el mismo toque humorístico y desencantado de la famosa serie de TV. Así que a los fans de Carrie y sus chicas no les supondrá ningún problema adaptarse a la estructura y al tono de la historia.



El verdadero problema es que el conjunto resultante se parece más a una especie de informe Warren sobre las relaciones urbanas que a una comedia romántica al uso. Y no me refiero únicamente al estilo soso y carente de ritmo, sino a la excesiva duración (con la mitad de tiempo habría resultado entretenida), a la predecible banda sonora ochentera (¡se supone que han pasaso veinte años!), a la sobreabundancia de protagonistas femeninas (tres sería el número perfecto; cuatro parecería un calco demasiado obvio de SNY, así que se atreven con cinco). Y ya puestos a redondear el paralelismo con las conclusiones de la comisión Warren, resulta que también encontramos las mismas mentiras y lugares comunes sobre hombres y mujeres en busca de una pareja.

Y es que, a estas alturas, se puede afirmar que nos hallamos bastante cerca de un consenso sobre comportamientos, costumbres, manías y crueldades de ambos sexos en esto de comenzar idilios, de modo que los valientes que se empeñan en profundizar sobre este tema en la pantalla deberían ser más conscientes de que el tratamiento y los personajes marcan la diferencia y la impresión final del espectador; porque lo cierto es que los argumentos (quizá falte por descubrir alguna mutación genial, pero es dudoso que aparezca en esta década) están todos descubiertos.

La última pega es estrictamente personal: Aniston y Johansson no coinciden en ninguna escena, así que se va al traste mi deseo de verlas interactuar. Es una lástima porque no habrá muchas más oportunidades: la comedia blandengue es el único género que tienen en común.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Soledades demasiado sutiles (Mapa de los sonidos de Tokio)

Tengo una teoría sobre el cine de Isabel Coixet. Bascula entre dos ejes sorprendentemente estables: la soledad es uno y la intensidad formal y argumental el otro. Líneas rojas que asoman por sus filmes a poco que uno se aficione a ellos. Basta con ver el comienzo de Mapa de los sonidos de Tokio (2009) para comprobar que es cierto: es idéntico al de Mi vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005): mujeres al borde de la anomia más severa, limitadas a las rutinas que les impone la supervivencia (limpiar aulas universitarias, empacar flejes --o lo que quiera que fueran aquellas bobinas metálicas-- y trocear pescado). Mujeres mudas --más que silenciosas-- que ocultan un secreto, un dolor, una decepción, una convicción, una resignación. Se nota que las vidas al límite son el material preferido de Coixet para poner en marcha sus historias. A continuación, sitúa a esos seres humanos incompletos en un entorno radical que les obliga a enfrentarse con sus fantasmas, y a acabar vomitando (siempre mediante la palabra, aunque también con sonidos) los auténticos motivos que hicieron de sus vidas --hasta ese momento-- un triste ensayo de existencia.

Mapa de los sonidos de Tokio no se sale --en lo fundamental-- del guión radicalmente personal al que nos tiene acostumbrados el cine de Coixet, aunque supone una vuelta de tuerca en cuanto a complicación formal. Es como si las palabras no conmovieran lo suficiente, de manera que apuesta por la capacidad de los sonidos para transmitir sentimientos: un solitario ingeniero de sonido se enamora de una extraña mujer que trabaja en el mercado del pescado de Tokio. Su obsesión le lleva a grabar las conversaciones que mantiene con un español --propietario de una tienda de vinos-- cuya novia acaba de suicidarse. No cabe mayor distancia y desapego por aquello que se narra: apenas los sonidos captados (sin permiso) de existencias ajenas. Para colmo, Coixet decide rodar la historia en Tokio --una ciudad de 14 millones de habitantes donde la soledad es casi un mineral-- para conseguir el máximo efecto de extrañamiento: un continuo de neón, desamparos sobrevenidos y deseos sexuales desatados por azar.



Por desgracia para Coixet, aún se escucha la radiación de fondo provocada por Lost in translation (2003), con la misma combinación de entorno marciano y existencias despistadas (con la diferencia de que Sofia Coppola lo envolvía con la narración mucho más estructurada y convencional del cine estadounidense) y es inevitable establecer comparaciones: las dos protagonistas femeninas (Johansson y Kikuchi) desprenden morrrrrbo por todos sus poros, y los hombres que les dan la réplica son cuarentones triponcetes que se resisten a crecer o aceptar la verdad acerca de sus propios fracasos vitales. Quizá una cierta afinidad cultural y geográfica hagan que prefiera a Sergi López (mucho más verosímil hablando en japonés que en inglés) frente a un Bill Murray que es básicamente un arquetipo. Sin embargo, ambos siguen siendo unos seres que piden a gritos que alguien --excitante, no lo olvidemos-- les rescate.

Un esquema argumental tan sencillo y limitado, además de que se cala enseguida, posee numerosos riesgos: el primero es que finalice de una manera no sorprendente, sino más bien demasiado melancólica (una sorpresa final contribuiría a una impresión final mucho más favorable), aunque se vea compensado por algunos detalles ciertamente conmovedores, no importa que resulten incomprensibles: («Di mi nombre. Di mi nombre»). La verdad es que yo me había montado otro final (que sólo revelaré bajo petición y por correo) y esa fue mi segunda decepción. La tercera y última es que la escena donde Agus colaboró como extra no aparece en la versión final.

Lo importante es que hay muchas otras cosas de Isabel Coixet que me fascinan; quizá por eso sus películas me atraen tanto y consiguen que, mientras espero en la butaca a que terminen los avances, experimente un ansia de intensidad desconocido en mí. Estoy convencido de que la culpa es del profundísimo impacto que me produjo Mi vida sin mí, un filme que también debería ser declarado Patrimonio Cinematográfico de la Humanidad y estudiarse en la ESO como asignatura troncal. También destaco su notable calidad como escritora: me encanta cómo analiza sus rodajes y su capacidad para incluir una dosis suplementaria de intensidad mediante sus eclécticas reflexiones. ¿Quieres una muestra? Pues ahí va: Antony, un abrazo, o Para qué sirven las películas, un texto que ha dejado algo más que una huella en mis ideas sobre el cine (atención al primer párrafo). Finalmente, está esa imagen de pedante, pija, gafapasta, elitista o rara que arrastra en foros y entre espectadores que se niegan a ver sus películas pero no se cortan de ponerlas a bajar de un burro. ¿Por qué cae tan mal esta mujer? ¿No será porque rompe los esquemas en los que más de uno se encuentra tan cómodo?

Quiero terminar recomendando Mapa de los sonidos de Tokio a los que no han visto otras películas de Coixet, porque vale la pena regalarse un punto de vista diferente. A los que siguen su filmografía hace tiempo les advierto que no es tan, tan conmovedora, que insiste en ciertos elementos de estilo y argumento y que la lejanía y un cierto sentido de la transgresión no son suficientes para convencernos del todo. Ya sabemos que el mundo está lleno de gente solitaria y esta película no nos descubre nuevos matices; o puede que no exista suficiente delicadeza para retratarla. Confieso que estuvimos comentándola entre los compañeros del trabajo durante toda la comida, a pesar de que a ninguno nos había gustado del todo, y fue la excusa para una conversación que nos llevó más lejos de lo imaginado. Estoy seguro de que Isabel habría sonreído.

domingo, 13 de septiembre de 2009

San Martín Dillinger (Enemigos públicos)

Aviso antes de empezar: quienes han visto Cotton Club (1984), Los intocables de Eliot Ness (1987) y Muerte entre las flores (1990) tienen un problema para apreciar debidamente Enemigos públicos (2009). En cambio quienes se remitan únicamente a Corrupción en Miami (2006) encontrarán que con esta de ahora se ha producido una evolución en el estilo, una mejora en la calidad del guión y bla, bla, bla. Por último, quienes las hemos visto todas salimos con la sensación de que películas como esa ya estaban inventadas --me refiero a las transposiciones biográfico-románticas de personajes controvertidos-- y que en realidad Enemigos públicos sólo satisfará a quienes se conforman con poco. No basta un reparto de primera fila, ritmo endiablado, acción percutante y todo un catálogo de recursos técnicos y narrativos tan eficaces como infinitas veces vistos.



Lo siento por los fans de Michael Mann, pero durante buena parte del filme tuve la sensación de que --además de su excesivo metraje-- no hacía más que perder el tiempo con una película en la que todo era previsible. Y no me refiero al argumento (necesariamente basado en alguien cuya vida sabemos como acabó), sino al punto de vista, a los supuestos principios de progreso que pretende introducir Mann en la figura de John Dillinger, con esa cargante aura robinhoodiana (que apenas conmoverá a los más despistados), esos abrigos regalados y otras chorradas varias que intentan convertir su figura en un rebelde/mártir en lucha contra un sistema bancario inhumano. A lo que en realidad me refiero es a esa visión populista de la historia estadounidense que el cine de Hollywood explota con tan buen criterio (las recaudaciones hablan por sí solas). Hubiera resultado más transgresor presentar a Dillinger y su banda como lo que eran, a pesar de los intentos de Mann por compensarlo a base de numerosos momentos definitorios: una banda de cafres asesinos convencida de que debían tomar lo que la sociedad les debía (básicamente dinero para fundir). Toda esa verborrea sobre la intensidad de los momentos vividos, la fidelidad a unas convicciones establecidas diez minutos antes y una interminable cháchara sentimentaloide lo único que hacen es reforzar el mito popular sobre Dillinger. Lo chocante es que hubiera tratado de desmontarlo. Por desgracia, el aspecto más atractivo del argumento --el enfrentamiento entre Dillinger y el agente del FBI Melvin Purvis, encargado de darle caza-- imita sin apenas cambios el tono y el estilo del filme de Brian de Palma. Más de lo mismo también por ese lado.

No es que todo en Enemigos públicos sea malo, porque las interpretaciones son muy convincentes, y la planificación de las escenas de acción también; y Marion Cotillard está igual de mona que Diane Lane en Cotton Club, así que quienes busquen estrictamente este tipo de cosas y sean suspiradoras de Johnny Depp pues que no se la pierdan. Y no, no soy el típico esnob que carga contra todo lo que la mayoría de la gente piensa que es bueno, porque a mí también me encanta la violencia desbocada, y por eso adoro Muerte entre las flores, y aprecio Los intocables de Eliot Ness. Simplemente creo que el cine estadounidense produce mejores películas, incluido el propio Mann: El último mohicano (1992), Heat (1995) o El dilema (The insider) (1999). Enemigos públicos es una película que no aporta casi nada y eso es una desventaja cuando se está en disposición de establecer comparaciones.

Y gracias, Agus, por hacer que no me costara ni un euro.