Existen dos momentos privilegiados para la ficción: uno es la primera juventud, la que coincide con la independización familiar y los primeros escarceos amorosos; el otro es el tiempo que se abre más allá del final (precipitado) de la etapa laboral (cada vez más dilatada, por cierto). En el primer caso tanto da el ambiente social y el poder adquisitivo de los protagonistas, porque la juventud despierta interés y morbo por definición; en el segundo sí importa, porque dependiendo del contexto en el que se desenvuelva la historia puede convertirse en el cine social más incómodo o la complaciente crónica de seres maduros y adinerados con algunas paradojas vitales. Pintar o hacer el amor (2005) de los hermanos Larrieu cae sin duda en este último saco.
La película presenta una historia cotidiana narrada en tono veraz y con aspiraciones de sinceridad, mostrando cómo algunos placeres sexuales también se hallan al alcance de una burguesía bienpensante y provinciana; pero sin perder de vista en ningún momento los valores fundamentales de una sociedad que exige orden en las relaciones entre hombres y mujeres. En otras palabras (mis palabras): la parte más pacata y acomodaticia de la generación del mayo francés, ferviente defensora de la fidelidad conyugal, descubre sin proponérselo que la libertad sexual es posible siempre y cuando se practique con personas sensibles y con estudios superiores. Únicamente si todo esto se cumple será posible una película como Pintar o hacer el amor
A nadie sorprende una revisión cinematográfica de la generación de ahora cede el poder en la que un aumento del poder adquisitivo y del nivel de vida coincide con un descenso equivalente del nivel de compromiso; no es eso. Aquí se trata de compatibilizar unas prácticas negadas o fuertemente cuestionadas por la moral mayoritaria. Los tratados marxistas de la segunda mitad del siglo XX sostenían que el sexo no era más que otro terreno en el que intervenían las reglas de poder que perpetuaban la desigualdad en lo económico y lo social; y por tanto tratar de quebrantarlas, modificarlas o subvertirlas mediante roles (y posturas) no convencionales representaba un síntoma inequívoco de progreso revolucionario. Conseguido esto, el único obstáculo que impediría la desinhibición total en material sexual sería la cultura o la religión. Pintar o hacer el amor no pretende desmontar este mito, aunque tampoco trata de poner en imágenes una realidad paralela en la que el sexo sin trabas sea una costumbre socialmente aceptable, libre de culpa y de pecado. Es más, después de leer Las partículas elementales me pregunto si, en caso de existir, una sociedad así sería tan refinada y amable como la que muestra la película de los Larrieu, en lugar del mundo egoísta y despreciable del libro de Houellebecq.
La crítica habla de la película como si se tratara de la típica comedia refrescante y francesa que viene a revelarnos cierta cuadratura del círculo de nuestras costumbres. Después de leer la entrevista a los directores me parece más bien un cine romántico un tanto superado, o al menos excesivamente idealizado.
1 comentario:
Houellebecq es el mejor, sí señor... aunque este zumado. la peli no la he visto pero despues de leer esto ya no lo hare..
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