
Resulta anecdótico el drama acerca de la irreversible decadencia física de los seres queridos y los cortocircuitos emocionales que esto provoca en los hijos --en este caso dos: Wendy y Jon, la primera empeñada en escribir obras de teatro subversivas y definitivas, el otro un experto en Brecht que da clases en la universidad de Bufalo--, los cuales hace tiempo que se han abandonado a sus neuróticas y solitarias vidas. De pronto ambos deben hacerse cargo de un padre senil al que suponían feliz en una deprimente (por idílica) ciudad residencial para la tercera edad.
Más anecdótico aún resulta que me haya tocado vivir hace apenas un año la misma triste peripecia que narra el filme, razón por la cual --a pesar de lo conmovedor que es-- lo contemplé desde una distancia que me hizo inmune a sus momentos más emotivos. Sin este último detalle probablemente mi impresión final habría sido otra.
Por eso digo que la aportación de Tamara Jenkins a La familia Savages es, con mucho, el punto de vista femenino en un tema ampliamente tratado por el cine, algo parecido a lo que sucedía con la maternidad en La camarera (2007). La familia Savages transcurre en el mismo universo de los grandes clásicos de Allen, pero sin amputar el día a día del "management doméstico" (es el segundo post seguido en el que cuelo esta expresión), lo contrario de lo que suelen hacer los hombres porque no les resulta atractivo como material dramático. Jenkins da ese paso más allá característico de las mujeres, tan apegadas a la realidad y tan dotadas de sentido práctico, para ocuparse del lado oscuro de los dramas familiares al estilo Tennessee Williams: la decadencia física, el cuidado de los mayores, los desvelos, las frustraciones, el balance vital de los cuarenta, las reacciones de los hermanos que no están a la altura de las circunstancias, nuestras convicciones convertidas de repente en esnobismo. Ahí van unos detalles marca de la casa: Wendy recuerda a su hermano que compre un abrigo para su padre porque no tiene ninguno y en Bufalo está nevando; cuando por fin acepta que su padre deberá esperar la muerte en el único asilo cutre que pueden pagar, ella compra un montón de objetos que hagan acogedor su cubículo mínimo, incluyendo una lámpara de diseño que acabará en su casa cuando él muera; la necesidad de reorganizar su propia vida (lo que equivale a decir sus relaciones con los hombres). Su hermano, en cambio, prefiere que la chica con la que vive desde hace años se vuelva a Polonia porque él se niega a casarse para que obtenga el visado; su fría resignación es la actitud que mejor concuerda con su egoísmo y su ley del mínimo esfuerzo. Al final, sin embargo, regresa al moderado optimismo impuesto por el maestro Allen: los malos momentos se superan con creatividad, de manera que el bloqueo emocional y creativo termina gracias al revulsivo de los acontecimientos recientes, y suponen de paso la esperanza de unas vidas enderezadas a tiempo.
Mi impresión final: un filme triste que nunca apetece ver pero que tarde o temprano, en las circunstancias más insospechadas, acabará por alterarnos.