Inteligentemente inspirada en la novela de Stanislaw Lem Congreso de futurología (1971), sustituyendo la sátira negra acerca de un futuro obsesionado con la seguridad y las drogas por otra en la que el cine acaba literalmente convertido en una droga. En ambos casos se trata de forzar los límites de lo posible hasta conseguir que seamos incapaces de distinguir --gracias a un plausible desarrollo tecnológico-- entre realidad y ficción (animada en el caso de la película).
El congreso (2013) arranca con una premisa que es una posibilidad a un paso de convertirse en realidad: los grandes estudios de cine ofrecen a sus estrellas consagradas la oportunidad de escanear todos sus movimientos y expresiones para --a cambio de no actuar nunca más-- hacer con ellos infinidad de películas usando su imagen digital, que permanecerá eternamente joven gracias a la tecnología. No se trata sólo del sueño de cualquier gran estudio (un personaje que se mantiene inalterable en su aspecto, que no cobra ni se queja e interpreta cuantos guiones le ponen por delante) sino una tentación difícilmente desdeñable para los actores: poder perdurar más allá de su tiempo biológico, lucir perfectos en la pantalla, incluso librarse de la agotadora labor de promoción de cada estreno (puesto que hasta las entrevistas se generan digitalmente).
Es una idea que asomó tímidamente en los periódicos (sin intuir apenas sus consecuencias personales, legales y artísticas) tras el estreno de Cliente muerto no paga (1982), una comedia de Steve Martin --cuando era una figura prometedora que escogía muy bien sus intervenciones-- que hacía un ingenioso uso del plano/contraplano, permitiendo que Bogart, Grant, Gardner o Bergman participaran en el filme como un personaje más. Mediante fragmentos cuidadosamente seleccionados quedaban integrados en un entretenido homenaje al cine negro de los años cuarenta del siglo XX. A raíz de este experimento menor se llegó a insinuar que, en el futuro, el cine no necesitaría actores de carne y hueso. Puede que hoy en día haya más de un proyecto en marcha con un objetivo similar.
Sin embargo El congreso encara el tema de dos formas muy diferentes, con resultados muy distintos, casi antagónicos; dividiendo la historia en dos grandes bloques formales y de contenido. El primero --rodado en acción real-- plantea el debate sobre el escaneo de actores, centrado en Robin, una actriz de mediana edad con fama de problemática en el gremio, a la que ofrecen el contrato de su vida a cambio de abandonar la profesión para siempre. Su situación personal --declive artístico, la insistencia de su agente, un hijo con una extraña enfermedad degenerativa-- la llevan a aceptar. Pero cuando llega el momento de someterse al escaneo duda, está a punto de derrumbarse. Y ahí entra en juego su agente --un magnífico Harvey Keitel-- que se descuelga con un impresionante monólogo, provocando en Robin las reacciones dramáticas necesarias para la digitalización. Es un fragmento que descoloca por imprevisto, de una intensidad que me recordó inevitablemente al de Harry Dean Stanton que culminaba su búsqueda en París, Texas (1982). En cambio, en El congreso, al estar situado casi al principio, augura un drama intenso y prometedor.
Justo en ese punto se cierra el primer bloque y arranca el segundo, que quiebra con cualquier expectativa, llevando el argumento hasta un hipotético futuro donde asistiremos a las consecuencias humanas y económicas de un cine enteramente digital, ubicuo y sensorial durante años, algo que empezó como algo tan aparentemente inocuo como el escaneo de actores se ha convertido en un parque temático virtual, una especie de Second Life animada. Su director, el israelí Ari Folman, ha recurrido de nuevo a una técnica que conoce a la perfección, la animación real generada a partir del movimiento de los actores, que ya utilizó con brillantez en otro filme, para exorcizar uno de los más vergonzosos episodios de la historia de su país: Vals con Bashir (2008), nominada a los Oscar de aquel año. Pero a pesar de la espectacularidad y las posibilidades casi infinitas que brinda esta técnica, se diluye la intensidad que aportaban las interpretaciones de los actores humanos en la primera parte. La descripción de un mundo desbordante de formas, paisajes, sucesos fantásticos y/o surreales no basta para culminar un filme abortado, que despilfarra la contundencia dramática que apuntaba al comienzo, dejando apenas unas trazas de ingenio y originalidad.
A pesar de este desequilibrio, la película vuelve a llamar la atención sobre un cineasta original como Folman, y de paso allana el terreno (aunque sin demasiadas aportaciones originales) a un asunto que sin duda provocará debates bastante menos ingenuos que los que se publicaron en los lejanos ochenta.
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