Existe un criterio sencillo y tremendamente útil para orientarse acerca de qué pie cojean las películas que hablan del pasado, las que se subrogan el derecho a explicarnos las cosas tal como --según ellas-- sucedieron. No es obligatorio hacerlo, pero es mejor situar los hechos y el punto de vista para evitar que nos cuelen goles por culpa de una barrera mal colocada. Lo proponía Herbert Butterfield en The Whig interpretation of history (1931), y desde que lo descubrí por casualidad casi nunca me ha fallado. Ahí va: cuando un filme (o un libro, que es a lo que se refería el historiador inglés), ya sea de ficción o no, se dedica a ensalzar las revoluciones que han triunfado y sólo destaca determinados principios de progreso del pasado, es casi seguro que nos encontramos ante una reconstrucción de la historia que no es otra cosa que una ratificación, si no la glorificación, del presente que produce la película.
Ensalzar principios de progreso de pasado como si fueran el origen de una corriente que más adelante se normalizó o extendió pero que en el pasado fueron abortados, fracasados o incomprendidos, es la expresión característica y definitoria de las ideologías conservadoras. La ideología tradicionalista, la derecha rancia, incluso la más abierta a novedades, sólo reivindica y defiende aquello que la sociedad ha aceptado mayoritariamente, como si fuera la demostración definitiva de su confianza en los cambios, cuando lo cierto es que el conservadurismo siempre va por detrás. Lo que nunca hará es apostar --ya sea ironizando o defendiéndolos-- por principios de progreso del presente, no siempre aceptados o minoritarios, y que es lo que caracteriza a las ideologías progresistas.
Por ejemplo, El banquete de boda (1993) de Ang Lee es una película que, con la excusa de un ajuste de cuentas biográfico, no teme cuestionar algunos tópicos y prejuicios ochenteros sobre la homosexualidad cuando todavía no era algo ampliamente tolerado en Occidente, y mucho menos una opción normalizada desde el punto de vista legislativo; en ese sentido es un filme valiente que se alinea con un cambio de actitud en positivo. En cambio, Pride (2014) de Matthew Warchus es una comedia conservadora que explota cómicamente la lucha por los derechos de los homosexuales cuando no eran algo consolidado, y lo hace desde un presente que se beneficia de aquella conflictividad y por eso se permite defender aquello que entonces era revolucionario y ahora es algo normal. Pride es una película de humor amable y un tanto sensiblera, recomendable como inmersión pedagógica para audiencias jóvenes, pero para mi generación ochentera resultan evidentes sus manipulaciones, su complacencia en unos principios de progreso que entonces no se consideraban como tales en absoluto, y que ahora el conservadurismo político aprovecha para blanquearse y hacer suyos, obviando que hace treinta años se posicionaba totalmente en contra. Exactamente igual que con las reivindicaciones de los mineros británicos en huelga que aparecen en Pride.
La película narra un episodio real que tuvo lugar en 1984, durante la huelga de mineros contra la política de recortes de Thatcher, cuando una pequeña asociación de gays y lesbianas decidió recaudar fondos para los mineros y sus familias, al entender que sus reivindicaciones eran equivalentes a las suyas. Con lo que no contaron es con el rechazo machista de los mineros, que se negaron a aceptar el dinero y a tratar con ellos porque que los consideraban unos pervertidos. Aunque tampoco contaron con la solidaridad y el sentido práctico de sus esposas: fueron ellas y los gays quienes consiguieron movilizar a un colectivo encerrado en sus prejuicios y conseguir que miraran más allá del mero conflicto sindical. En los ochenta, los gays y las lesbianas eran un estereotipo, sobre todo cinematográfico, mientras que los mineros representaban la vanguardia de la lucha obrera en la más pura tradición marxista, dos colectivos de cuyo encuentro forzoso podían derivar --visto con la suficiente perspectiva-- situaciones divertidas.
Los británicos son unos maestros en la caracterización de personajes y en su capacidad para retratar itinerarios morales hacia la tolerancia y el compromiso en escenas bien construidas, y Pride no es una excepción. La complicidad del espectador se fundamenta sobre todo en que las actitudes de rechazo que presenta resultan hoy anacrónicas, pero también en esa tendencia universal del conservadurismo a mostrar colectivos marginados en los que las causas objetivas de su exclusión se redujeran a una falta de cariño y apoyo familiar: sin salir del ámbito cinematográfico, hoy casi convertida tópico, está el clásico retrato sentimental y humorístico que hace la derecha de la prostitución, obviando la crudeza de la explotación y la semiesclavitud, mostrando únicamente un (improbable) lado maternal latente y reprimido que aflora en situaciones inusuales, tiernas y, a veces, divertidas. En Pride sucede exactamente igual: las esposas de los mineros acaban conectando con los gays y las lesbianas a través de un cariño doméstico que se supone les niegan a éstos sus propias familias. Sus vínculos se limitan al contacto diario, a compartir sentimientos, también al descubrimiento del petardeo nocturno (la seña de identidad gay por excelencia), pero sin nada que insista en la necesidad de superar prejuicios e introducir cambios en su manera de pensar (seguro que esas mujeres tan amables rechazarían hoy y entonces el matrimonio o la adopción como derecho legal para los gays). Limitarse a la parte sentimental de un conflicto ético de consecuencias políticas, ya sea en clave de drama o de comedia, es un síntoma inequívoco de punto de vista carca y tradicionalista sobre la realidad y/o la ficción. Conviene aprender a detectarlos y vacunarse contra ellos.
El filme reivindica también el trabajo como activista de Mark Ashton (interpretado por Ben Schnetzer), que murió de SIDA apenas dos años después de haber culminado su lucha en apoyo a los mineros y lograr que el partido laborista hiciera suyas las reinvindicaciones de la comunidad homosexual. Pride idealiza un tanto su personalidad (y glamouriza bastante su aspecto a tenor de las fotos reales) y su voluntad inquebrantable, porque seguro que hubo dudas e incoherencias, pero el paso de los años ha convertido su figura en un icono pionero. Sin embargo sólo se le muestra reivindicando aquellos aspectos de la lucha que hoy son tolerados incluso por los más retrógrados y curiosamente no se menciona nada de su afiliación comunista. Por otro lado, a nosotros, a los cincuentones ochenteros que vivimos como él aquellos tiempos, la película nos enfrenta indirectamente contra nuestra falta de compromiso y pasividad. Ashton podría parecer entonces un lunático y hoy ver compensados sus esfuerzos (a pesar de no haberlos disfrutado y morir en una época en la que el SIDA era una enfermedad degenerativa y con muy mala prensa), pero es indudable que, a quienes estábamos allí y entonces para beber, ligar y divertirnos, se nos cuenta hoy entre las filas de los acomodaticios y no comprometidos por egoísmo y/o ignorancia. Da igual que ahora eduquemos a nuestros hijos en una nueva tolerancia, lo cierto es que no la hicimos nuestra cuando comenzaba a hacerse visible, únicamente la adoptamos cuando fue un clamor ajeno...
Finalmente, la película ofrece un balance indirecto de los progresos que ha hecho la comunidad gay en Occidente (por eso el argumento se centra en ellos) y el declive imparable de los mineros: los primeros alcanzan cada año nuevas fronteras legislativas, mientras que los segundos han acabado confinados en una especie de reserva protegida del mercado laboral. En el mundo actual, el sector del carbón es una actividad ruinosa y contaminante cuyo coste humano se subvenciona para evitar la conflictividad sindical que supondría un cese completo y por decreto (que es más o menos lo que quería iniciar Thatcher en los ochenta). No tengo nada en contra de los mineros, pero el tiempo y las nuevas fuentes de energía no les acompañan. A pesar de su efímera alianza en la Gran Bretaña de mediados de los ochenta, gays y mineros son hoy la cara y la cruz en cuanto a prestigio y popularidad social.
Pride me recordó en diferentes momentos a títulos como Footlose (1984), por la forma de apostar por la música como vehículo para acercar las personas; a El banquete de boda por la centralidad que acaban adquiriendo las mujeres en el conflicto; a Billy Elliot (2000) por el mismo prejuicio machista --además de compartir localización geográfica y temporal-- y finalmente a Good bye Lenin! (2003) por su trasfondo político, su humor coral y la comicidad ligera, sin carcajadas ni sarcasmos, apañándoselas para encontrar situaciones en las que explotar contrastes divertidos. Pride me ha interesado más por el revisionismo ochentero que por su eficacia como comedia contemporánea, pero eso no resta méritos a la originalidad de su propuesta argumental ni a su desarrollo cómico-dramático.
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