martes, 12 de febrero de 2019

Alegato diluido (quizá) involuntariamente (Infiltrado en el KKKlan)

La década de los ochenta finalizó de forma abrupta en 1989: no sólo por la caída del muro, también gracias a Spike Lee --con su excelente Haz lo que debas (1989)--, que sentó las bases fílmicas de un discurso directo y altamente crítico acerca de la realidad de los negros en EE UU. Por fin una película de distribución planetaria que ponía en primer plano unos personajes que, hasta entonces, apenas habían asomado a la pantalla como secundarios en el cine de Hollywood; y también unos diálogos que eran alegatos evidentes y sinceros en contra de la desigualdad --legal y real-- y de la intolerable distorsión de un poder ejercido desde un marco mental blanco y anglosajón. A pesar de una denuncia tan verdadera como contundente (o quizá precisamente por eso), Lee aún no pertenece a la élite de su gremio, permanece en una antesala perpetua en la que sus filmes son nominados como signo inequívoco de valoración artística, pero todavía no un premio individual, el que verdaderamente le consagraría. Mientras tanto, Lee acumula en su filmografía contenidos de alto voltaje que a pocos dejan indiferentes, y en cada nuevo título, confirma la existencia de un estilo característico que el público acepta y valora: un punto de vista ácido y crítico que abarca a blancos y a negros. Por encima de la desigualdad, del racismo y de la violencia planea el humor paródico de Lee, una variante inteligente del negrata cachondo, el clásico personaje secundario que cuajó en el cine ochentero y todavía se resiste a desaparecer en según qué géneros y gracias a más de un actor/actriz de marcada vis cómica.

Sin embargo, con Infiltrado en el KKKlan (2018) esta característica de estilo podría haberse convertido en una carga: el objetivo general del filme sigue siendo el mismo que el de buena parte de su filmografía anterior (el contrarrelato en clave negra de momentos clave en la historia de EEUU), pero los momentos humorísticos se adueñan y diluyen la carga crítica que propone el argumento. Si Lee hubiera eliminado esos momentos no nos habría parecido auténticamente suyo (tan habituados estamos a que la diversión oxigene o haga de contrapeso a instantes duros y violentos). Eso y un guión que no acaba de definir con verismo a ninguno de sus protagonistas ni a presentar los diferentes momentos definitorios con la suficiente contundencia (siempre esperamos, y casi nunca nos equivocamos, el comentario gracioso, la reacción ridícula marca de la casa que arruina el conjunto).



Esta vez la historia se centra en el movimiento universitario negro de principios de los años setenta, en sus justas reivindicaciones por la igualdad real y sus debates sobre la necesidad de cambiar El Sistema, de lograr una liberación más allá de de la jurisprudencia y la legislación: un auténtico Black Power ejercido exclusivamente por negros, un Nuevo Sistema que no incorpore los flagrantes errores cometidos por los blancos. En cambio, el esquema dramático que lo sostiene es bastante convencional: protagonista dividido entre su lealtad profesional y sus sentimientos amorosos. Una serie de discursos y situaciones no demasiado bien hilvanada nos conducen a un clímax que anticipamos perfectamente gracias al mismo montaje alternado al que nos acostumbró Coppola, y en el que --por desgracia-- lo grotesco se impone a lo indignante.

Un epílogo a base de imágenes reconstruidas de sucesos reales --¿qué diferencia hay entre esto y las fake news?-- trata de conectar la rocambolesca historia que acabamos de presenciar con una lucha que no ha terminado, con la necesidad de posicionarse y resistir ante una amenaza de involución ideológica. Parece que la elección es admisible porque cuando se recurre a fechas y lugares concretos se elimina la posibilidad de autoparodia. No me queda claro que Spike Lee sea consciente de la fuerza de este recurso, ya que todo el metraje anterior está atrapado en esa contradicción que su propio estilo cinematográfico ha contribuido a propiciar. ¿Culpa suya o nuestra?


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