Cuando me enteré de que Florian Henckel von Donnersmarck estrenaba película nueva y que estaba nominada al Oscar a la mejor película extranjera (y también a la fotografía) cambié inmediatamente de favorita. Lo hice porque recuerdo perfectamente el aplomo narrativo y la pulsión de verosimilitud que exudaba La vida de los otros (2006). Y es que Von Donnersmarck parece haber aceptado un reto al que nadie le ha pedido que se enfrente: recuperar para las generaciones actuales ciertos momentos cruciales de la historia reciente de Alemania, pero no por un prurito revisionista, reivindicativo o exégeta, sino con un objetivo de recuperación humana, de mostrar ciertas miserias de su propio pasado paranoico-político y sus dolorosas repercusiones en la vida de la gente. Su cine parece querer recordar a todos que la próspera sociedad que es hoy Alemania hunde sus cimientos en ciénagas apestosas que conviene conocer y aislar para evitar que se reproduzcan.
La sombra del pasado (2018) desliza a lo largo de sus tres horas de duración varios elementos para la reflexión; y aunque no están para nada relacionados, ni forman parte indispensable del argumento, si que cumplen su objetivo de alcanzar al espectador interesado. El primero vincula la magnífica escena inicial, en la que un oficial nazi hace de guía en la --ya mítica-- muestra de Arte Degenerado cuando recaló en Dresde en 1937, y que el protagonista visita con su tía cuando apenas es un niño. Esta escena ofrecía a los visitantes (y, por extensión, a los espectadores) una magnífica síntesis de la teoría nazi sobre el arte contemporáneo: lo despreciaban por su falta de patriotismo, por la imagen distorsionada y cruel de la realidad social y de las diferencias de clase que creían que proporcionaba (en lugar de exaltar a los soldados, la nación y los valores tradicionales). Para el nacionalsocialismo sólo cabían dos explicaciones a esta visión intolerable de la "realidad": o tenían un defecto físico que les hacía pintar lo que tomaban por real y su arte no era más que una consecuencia de su discapacidad (y entonces el Estado debía hacerse cargo de su "curación"); o lo hacían convencidos de que esa era la realidad, en cuyo caso había que obligarles a abandonar ese punto de vista.
Este planteamiento encontraría un inesperado correlato en la teoría del arte de la RDA, que se oponía --desde el lado contrario del espectro ideológico y como reacción a la exacerbada subjetividad de las vanguardias-- a la simple idea del Yo del artista (el título original del filme significa Obra sin autor), el cual está obligado a diluirse en la masa proletaria para someterse a la reproducción de la único realismo posible: el socialista. Igual que en el clásico esquema hegeliano tesis-antítesis-síntesis, una tercera escena muestra al protagonista (Kurt Barnert, interpretado por Tom Schilling) recién instalado en la RFA e intentando por todos los medios hacer brotar de nuevo el Yo reprimido por los profesores de la academia de la RDA, probando toda clase de técnicas, formatos y creaciones, a cual más extravagante. No se trata de un proceso de recuperación íntima ni un proyecto artístico, sino que está siguiendo las indicaciones de su mentor, que le aconseja que se distinga del resto a toda costa, y que además abandone la pintura porque es un arte muerto. El corolario surge casi inevitable: los nazis eran unos paletos que no comprendieron que el arte moderno era eso, un postureo extremo para despuntar en el mundo del arte, y donde lo único que cuenta es impresionar al espectador (forma y fondo son secundarios). En el arte contemporáneo --ni tampoco en las vanguardias de principios del XX-- no existe una clara prioridad política o ideológica, sino pura ansia de fama y fortuna, como comprende rápidamente Kurt en Occidente, y que el supuesto arte degenerado de los años treinta que condenaron los nazis no dejaba de ser el mismo intento desesperado por sobresalir de los jóvenes artistas de los sesenta. Por eso Kurt decide volver a la pintura cuando descubre que la elección de medios y materiales responde a una motivación profunda y muy personal, muchas veces traumática (como le sucede a su mentor en la academia). A partir de ese instante comprende que, aunque sea a contracorriente, el artista debe ahondar en las ideas que le obsesionan y explotar las técnicas que domina, sean o no moda, estén o no "agotadas". El mérito de von Donnersmarck es permitir que un espectador atento disponga estos materiales y pueda plantearse estas cuestiones, sin necesidad de enfatizar, resultar pedagógico ni cargante.
La segunda idea que desliza el filme es mucho más devastadora, y tiene una base tan real como olvidada e ignorada: cuando los soviéticos (y, en general, los ejércitos aliados) derrotaron a los nazis, hubo un breve tiempo (apenas unos días) en el que las dos ideologías que habían combatido a muerte durante la primera mitad del siglo XX se enfrentaron cara a cara como vencedor (el comunismo) y vencido (el nacionalsocialismo). Los militares y los jerarcas soviéticos comprendieron los beneficios políticos que supondría adoptar ciertos métodos y técnicas del espionaje y contraespionaje nazis, incluso incorporar a su sistema de salud a los mismos médicos que practicaron con total impunidad y crueldad la eugenesia. Debidamente oculta y silenciada, claramente hubo una apropiación de métodos (orientados esta vez a favor de una ideología opuesta, pero para los mismos fines terroríficos), un trasvase silencioso de criminales que salvaron su vida, eludieron condenas y mejoraron sus condiciones de vida a cambio de colaborar y/o cambiar de bando; todo ello narrado con naturalidad y contundencia, sin estridencias ni dramas impostados. El dolor y la injusticia en bruto. Por un momento, por los derroteros que toma el argumento, pensé que esta era la idea central del filme, muy en la línea crítica de La vida de los otros, pero no, todo queda en un apunte deslizado con toda la mala uva posible.
La tercera idea sí es el verdadero centro argumental de La sombra del pasado: que los acontecimientos y experiencias vitales constituyen el auténtico motor de nuestra creatividad, y que, una vez hemos descubierto o aceptado la necesidad de exteriorizarlo, pugnamos, casi por instinto --como le sucede a Kurt-- por encontrar el medio de expresión que las concreten en un objeto material fuera de nosotros mismos. En este caso es la pintura, un realismo casi fotográfico que se apropia de los conocimientos adquiridos durante su formación bajo la dictadura del realismo socialista y que enmienda con una técnica difuminada que no sólo diluye la imagen misma, sino el recuerdo doloroso, la propia noción de autoría, la que durante tanto tiempo ha reprimido. Es la obra sin autor a la que alude el título.
La sombra del pasado se parece más a un drama convencional que La vida de los otros por su estructura biográfica y generacional, pero mantiene la misma densidad narrativa, la valentía de encarar un pasado controvertido sin complejos ni atajos. Un filme que se las apaña para llevar a primer plano cuestiones poco habituales en el cine, minoritarias si se quiere, pero trascendentes. Material de debate de primera calidad para la charlita posterior, tanto que propongo una primera cuestión para comenzar la discusión: ¿son conscientes los artistas de lo que significa y/o representa su obra?
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