Matteo Garrone es un director que me gusta por ese estilo suyo que mezcla crudeza, humanismo y realidad social, por su habilidad para describir un mundo habituado al abuso, la injusticia y, en el caso de Dogman (2018), la insensibilidad a todo lo que no sea placer inmediato, lujo ostentoso o dinero fácil. Creo que vivir en Italia ha contribuido bastante a adiestrar (o fundamentar) el tratamiento cinematográfico acerca de las cosas que exhibe este hombre.
Dogman es una historia mínima, directa y descarnada que ha necesitado de ocho guionistas para desarrollar un argumento y sus diálogos, un importante trabajo colectivo para un filme que parece sencillo pero por detrás requiere una gran labor de creación; sin embargo sólo ha hecho falta un director como Garrone para darle la contundencia necesaria. Y aunque la trama contiene algunas dosis de violencia (física y sicológica), la mirada del director se fija sobre todo en los devastadores efectos que ésta ejerce sobre esa (extensa) porción de la humanidad caracterizada por su fragilidad, cobardía, debilidad, ternura e ingenuidad y que, por encima de todo, saca su orgullo y su dignidad cuando se ve inmersa en las peores situaciones.
La película cuenta la historia de Marcello, el dueño de una tienda de cuidados para perros en una ciudad empobrecida, marginal y costera (el paisaje urbano está fantásticamente elegido), un pobre divorciado que, a pesar de ser un amoroso padre, se gana la vida trapicheando con drogas; y de Simoncino, el matón del pueblo, un tipo recio y despreciable a más no poder que se aprovecha de todo y de todos, especialmente de Marcello y de su pusilanimidad e indulgencia. La situación de abuso entre ambos llega a tal extremo que Marcello se ve obligado a pagar un precio muy alto por encubrir un delito cometido por Simoncino. A pesar de esta injusticia todo el barrio malinterpreta todo lo sucedido y se pone en contra de Marcello, que en realidad no es más que una víctima. Marcello es un personaje que desprende lástima con la misma intensidad que un oleoducto reventado por una explosión, y a medida que se hunde en su propia vergüenza, Garrone se las apaña para ilustrar su personalidad en momentos delicados y patéticos a partes iguales.
Lo mejor de la película es que casi todas las situaciones en las que se ven envueltos ambos personajes poseen un correlato canino, una explicación en los mismos términos gregarios e instintivos del mundo animal: jerarquía, fuerza, crueldad, supervivencia, abuso... pero también --en la segunda parte del filme-- valor ante la desesperación, aprendizaje tras los errores... Dogman no es una historia de venganza ni de reivindicación de los débiles frente a los fuertes, lo sería si no incluyera ese final tan amargo y socarrón que elude toda posibilidad de interpretación moral y/u optimismo irreal. Probablemente a causa de esto sea una película notable, inteligente y vigorosa, capaz de mantener atento al espectador con un argumento mínimo, como de relato corto que roza lo vanguardista. Un título meritorio que confirma la habilidad de Garrone para describir esas tragedias cotidianas de las personas frágiles y sensibles que no tienen remedio, como la verdad...
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