Basada en un ensayo inacabado de James Baldwin --Recuerda esta casa (1979), en realidad apenas un texto de treinta páginas-- I am not your negro (2016) de Raoul Peck ha visto como su discurso (que podría parecer demasiado teórico o trasnochado a algún biempensate desinformado) encuentra nueva fuerza y actualidad por culpa del brutal asesinato de George Floyd. Ni teorización excesiva, ni paranoia, ni exageración ni nada que se le parezca servirá para diluir los contundentes argumentos, no sólo de este filme, sino de la comunidad negra y de su frente más visible: el movimiento Black Lives Matter. Porque EE UU debe afrontar una revisión urgente y a fondo del marco mental que les define como nación y como grupo social: de entrada, aceptar el mestizaje y el multiculturalismo como elementos constitutivos y estructurales de su sociedad y sus instituciones; a continuación, asumir de una vez por todas que las ideologías que se oponen a ambas doctrinas son el resultado de leyes racistas cuyo objetivo era naturalizar y sostener una economía basada en el esclavismo. Y por último, que no es poco, reconocer que el famosísimo sueño americano hunde sus raíces en todas esas injusticias. A la amenaza de China en la disputa por la hegemonía económica mundial, la ignorancia y la necedad de sus dirigentes políticos actuales y su absurda chifladura de autoproclamarse como la policía de la democracia en el mundo civilizado, los estadounidenses asisten --entre incrédulos y bobalicones-- a la enésima muerte de un negro a manos de la policía, fruto de una violencia que no es sólo física, sino que se alimenta de auténticas chorradas y paranoias tan viejas y ridículas como peligrosas. El asesinato de Floyd y la reacción planetaria que ha provocado es otro síntoma inequívoco de la imparable decadencia de un país cuya hegemonía económica y cultural parecía no tener límites ni fin.
El documental de Peck traza un recorrido cronológico por la evolución bio-ideológica de Baldwin (su viaje a Europa, un desplazamiento que le permitió ver su país desde fuera) y su relación con los tres líderes del movimiento por los derechos de la comunidad afroestadounidense Malcolm X, Martin Luther King y Medgar Evers: sus opiniones sobre su discurso y las medidas que defendían, pero también el impacto de sus respectivos asesinatos en su pensamiento. Todo esto es lo que sintetiza I am not your negro con un lenguaje duro, directo, llamando a las cosas por su nombre. Peck/Baldwin no se esfuerzan tanto en reunir evidencias audiovisuales sobre las injusticias del pasado, ni siquiera en confrontarlas con las del presente para demostrar que poseen exactamente el mismo cariz violento y supremacista; sino en recuperar declaraciones o fragmentos escritos en los que reflexionan más allá de la segregación legal y cotidiana, los problemas con el derecho al voto o la educación superior. Más bien profundizan en las raíces del desprecio de los blancos hacia los negros, quizá un temor atávico inexplicado. Baldwin se adentra entonces en el inconsciente colectivo estadounidense, en sus frustraciones y anhelos secretos, en busca del origen del prejuicio. Sin llegar a ninguna conclusión definitiva, cree encontrarlo en la persistencia de 400 años de sistema esclavista (con todos sus privilegios y ventajas económicas), en la negativa de amplios segmentos de la sociedad a renunciar a ellos, a aceptar que exista verdadera competencia en igualdad de condiciones. El origen de esa violencia, viene a decir, es la rabia del perdedor que se resiste a admitir su derrota, producida hace ya más de un siglo...
Con un factor añadido: que los líderes del movimiento por los derechos civiles fueron muy conscientes desde el principio de que el auténtico problema de base en EE UU era de raíz cultural, asociado a una pauta de obtención de beneficios materiales. En cambio, sus bases, muchas veces estaban ansiosas por verificar en sus vidas los cambios legales, la reversión de las desigualdades que padecían y sus reacciones ante acontecimientos concretos. Al menos así se desprende de la selección de fragmentos que hace la película: Malcolm, Martin y Medgar no hablan tanto de las afrentas y sucesos vergonzosos a los ancho del país, sino que reflexionan sobre la mentalidad obtusa, supremacista y violenta que mueve a sus atacantes (entre los que se contaban sus futuros asesinos). No es cuestión de dilucidar si cuatro siglos de sistema esclavista dieron lugar a una ideología racista o si ésta ya existía mucho antes y se adaptó a las necesidades de una minoría blanca estadounidense; su objetivo era conseguir que esos mismos blancos --beneficiados durante generaciones por la lotería genética y la herencia patrimonial-- admitieran que los motivos últimos de su violencia contra los negros tenían que ver con el mantenimiento de unos privilegios (más allá de esta evidencia se abre el inmenso estercolero de la literatura supremacista, insostenible e inasequible a todo análisis crítico). Y por si fuera poco, una vez logrado que lo admitieran, habría que hacer los cambios institucionales y sociales que garantizaran que no habría marcha atrás. Tela...
I am not your negro pone en imágenes lo que podría haber sido el libro de Baldwin, aportando un contexto a los asesinatos de los tres líderes más importantes del movimiento por los derechos civiles; pero contando con la ventaja y la experiencia del tiempo transcurrido, proporcionando nuevas realidades que reafirman los diagnósticos hechos hace décadas, fruto de un sentido común aplastante por lo demás. La imagen más impactante --tomada hace ya más de treinta años-- es esa en que se ve a un montón de policías blancos reduciendo a un negro en la acera, asfixiándole con la rodilla en su cuello. El filme de Peck revela --en estos días más que nunca-- que han transcurrido más de tres décadas y EE UU apenas ha modificado la forma de explicarse a sí misma y de aceptar su obsesión aniquiladora hacia los afroestadounidenses.
Ahora hablemos de la corrección política. Es innegable que el auge y el triunfo de las luchas a favor de la igualdad de derechos para toda clase de colectivos y grupos sociales han provocado un --¿imprevisto? ¿impensable?-- efecto colateral en las sociedades resultantes: un permanente e inacabado revisionismo de las evidencias y rastros materiales, biográficos, culturales y artísticos de las injusticias supuestamente abolidas. Como proyecto social es inatacable, de hecho es un requisito imprescindible de la ciencia social, en concreto de los historiadores/as; como también es un importante motor de cambio de las costumbres que siguen perpetuando discriminaciones (fiestas, tradiciones, expresiones...); incluso alcanza a convertirse en una especie de urbanismo pedagógico (nombres de calles, distinciones, estatuas...). Precisamente esto último se percibe en las batallas campales por derribar o mantener --según el grupo-- estatuas de antiguos prohombres en cuyo pasado hay actos que no pasan el filtro de los valores contemporáneos.
Por desgracia, es muy fácil pervertir un proyecto así: la criba constante de elementos biográficos en toda clase de personajes públicos hace inviable fiarse de lo que sabemos de ellos (en cualquier momento se puede descubrir un dato nuevo que obligue a reescribir lo que dábamos por seguro). Por eso lo lógico sería quedarse con los logros y beneficios concretos de cada persona y renunciar a obtener una vida ejemplar que sirva de modelo a valores políticos, pedagógicos, científicos y/o artísticos. Y no sólo por el riesgo de descubrir un detalle que los haga despreciables (machismo, corrupción, racismo...) sino porque los cambios de cada época provocarán que estas vidas, aun sin nueva información, entren en contradicción con los valores vigentes. Es una batalla que las instituciones públicas y privadas todavía no saben que han perdido, dado el énfasis constante que exhiben aupando y destronando modelos biográficos de conducta
El arte tampoco se libra de este Parkinson social que es el revisionismo. La inmensa mayoría de los que lo practican olvidan que el arte, como mucho, se puede explicar para la generación que lo produce; para las que vienen después todo es especulación, esnobismo, erudición y pedantería. El problema es el mismo que para las biografías: es imposible que ninguna obra --ninguna, de ninguna clase-- supere a través del tiempo todos los filtros de corrección política que nos obsesionamos por aplicarle. Hay grupos políticos y lobbys de toda clase volcados en esta labor tan ingente como inútil, como si el hecho de decretar su obsolescencia moral o ética las despojara de todo valor y barriera de un plumazo la influencia que han ejercido. No se puede ser más miope al eliminar de un catálogo de filmes Lo que el viento se llevó (1939) por racista; porque en veinte años le sucederá lo mismo al cine de Tarantino... ¿Y entonces qué? ¿Sus logros formales y de estilo tampoco contarán? ¿Ya no se deberán mencionar sus filmes en escuelas y universidades? Es ridículo pensar que determinadas obras --tras obtener el certificado de corrección política-- puedan servir de ejemplo a las generaciones futuras. Se suele olvidar que el arte no produce libros de texto (objetos por cierto en permanente revisión por culpa de esta obsesión), sino expresiones humanas repletas de contradicciones, coyunturas y hallazgos casuales. Al fin y al cabo, «el futuro es una mejor guía para el presente que el pasado» (Ballard dixit), exactamente lo contrario de lo que hace esta patulea de políticos, funcionarios, expertos y gurús: intentar hallar una línea continua y limpia de incoherencias que vaya desde sus valores transitorios del presente hasta lo que ellos consideran los orígenes de su comunidad, cultura, grupo de interés o lo que sea... Nada más y nada menos que el mito fundacional de cualquier ideología manipuladora, como la que sigue moviendo a los blancos supremacistas estadounidenses (descendientes de migrantes europeos que hoy no serían admitidos en el país, no lo olvidemos).
Y es que el drama de EE UU con su pasado, tal como lo describe I am not your negro, no es exclusivo de este país: lo tiene también España con la conquista de América y las matanzas de indígenas; lo tiene Alemania con el nazismo; lo tienen Francia y Gran Bretaña con su actitud egoísta y miserable hacia las naciones oprimidas de Europa en 1914 y luego en 1939 (eso sin contar con su pasado imperialista repleto de vergüenzas y aniquilaciones); lo tiene Turquía con los armenios; lo tiene Rusia con la paranoia de la pureza ideológica heredada de la antigua URSS; lo tiene Israel con esa hiriente paradoja que le ha llevado de ser víctima a opresor; lo tiene Japón, y China, y Sudáfrica... La lista es larga.
Sin embargo, algo habrá que hacer para superar estos traumas, tendrá que llegar un momento en que los Estados decidan enfrentar la mirada y proclamen en voz alta las injusticias y vergüenzas cometidas en sus nombres, pero no para arreglarlo definitivamente ni para olvidar o evaporar las secuelas que aún padecemos, sino para que el pasado deje de ser más importante que el futuro. Ese es el legado de Baldwin, Malcolm X, Luther King, Evers y, por qué no, de George Floyd...
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