Los momentos finales de la gira de 2017 de Depeche Mode han merecido un documental a la altura de la trayectoria de este grupo incombustible (en activo desde 1981). Y por ese motivo han confiado su dirección al holandés Anton Corbijn, un viejo conocido de la banda que ha contribuido a incrementar su leyenda gracias a unos cuantos videoclips (concretamente desde 1986, cuando dirigió el de A question of time). El documental se titula Depeche Mode: Spirits in the forest (2019), y ha sido liberado en las plataformas viejunas tras exhibirse hace un año en 2.400 salas de cine del planeta. Desde el primer visionado quedé hipnotizado, no sólo por la posibilidad de deleitarme ante una nueva interpretación de sus grandes éxitos ante sus rendidos fans (las imágenes corresponden a los dos conciertos de final de gira en Berlín, la capital mundial Depeche Mode, del 23 y 25 de julio de 2018), sino por el formato elegido: las canciones se intercalan con vivencias y reflexiones muy personales de seis fans de todo el mundo (Perpiñán, Bogotá, Bucarest, Los Angeles, Berlín, Ulan Bator), y que incluyen amnesia sobrevenida, lejanía forzosa de los hijos, florecimiento de la identidad sexual, descubrimiento de otro mundo más allá de los límites impuestos por el totalitarismo, lucidez y apoyo durante una descomposición familiar y, la más conmovedora para mí --porque se acerca bastante a mi forma de disfrutar de su música--: crecer como persona al lado de ellos, balizar mi vida con el lanzamiento de sus álbumes, (re)descubrir canciones a toro pasado, comprender finalmente sus letras, añadirles significados íntimos... Después de haber visto varias veces el documental no puedo evitar escribir esta crónica para dar rienda suelta a mis emociones.
Para empezar, Corbijn consigue ese inefable equilibro argumental entre lo universal y lo personal que sólo los británicos saben presentar sin resultar sonrojantes, moralizantes ni excesivamente sensibleros, un tono muy parecido al que logró perturbarme en Roger Waters The Wall (2014). Lo consigue por un simple recurso estándar de montaje, rodeando cada canción --casi siempre un fragmento, excepto en los grandes temas al final-- de un relato, de una revelación bien escogida y presentada. El resultado es una nueva prueba definitiva de cómo la música modifica las vidas humanas de forma impensada, tremenda, convirtiéndolas en algo diferente por el simple hecho de haberlas escuchado. Cada fragmento de vida compartido se ve potenciado por el extracto de los momentos cenitales de la canción que acaban de mencionar; y de paso es un sencillo y efectivo método para extraer --gracias a las imágenes y a la espectacular escenografía del directo-- una épica casi nueva a algunos de esos acordes miles de veces escuchados.
Es lógico que a los fans les dé igual, pero visto desde fuera, hay que admitir que el fenómeno Depeche Mode lleva congelado unos cuantos años. Sus álbumes más recientes no despiertan demasiado interés, pero sirven de excusa para poner en marcha su principal activo: una nueva gira que permitirá volver a verlos en directo. El segundo es que su dilatada carrera --repleta de éxitos incontestables durante al menos dos décadas-- les ha permitido convertirse en un fenómeno generacional (los hijos/as de sus fans han acabado accediendo a su propia versión de Depeche Mode, tal como se encarga de mostrar el documental). Sin embargo, como en todo fenómeno de tan largo recorrido, acaban surgiendo ciertos tics de grupo pastoso que conoce y exhibe una y otra vez aquello que anhela su público. No es algo sorprendente ni malo, simplemente es normal; sucede en todos los ámbitos (literatura, cine...); la incógnita es saber, en cada gira, cómo han logrado hacerlo divertido sin dejar de ser espectacular y que parezca nuevo (aunque no lo sea).
A pesar de lo que me gusta su música, Dave Gahan no es mi artista favorito sobre el escenario (aunque le reconozco tanto o más carisma que a Freddie Mercury), pero admito que sus patochadas y sus movimientos torpes encajan a la perfección con el nuevo prestigio y el significado que han adquirido sus letras y lo que espera su público. Quien en realidad me fascina es --como siempre-- el autor de prácticamente todas las canciones: Martin Gore, su presencia estática sobre el escenario, su rostro impenetrable, aportando su voz cuando el directo lo requiere, recordando a todos los que lo sepan que nada de todo eso sería posible sin su inspiración y su talento (paso por alto el inexplicado ninguneo del tercer miembro del grupo: Andrew Fletcher). Sus canciones fueron auténticos llenapistas en nuestra juventud, así que hoy, cuando vamos a verles con nuestros descendientes, la experiencia debe incrementar su significado, básicamente porque ya no bailamos como entonces...
Corbijn lo sabe y de ahí las entrevistas a los fans cuidadosamente elegidos: hace que se sientan importantes pidiéndoles su opinión, que compartan sus pensamientos (muy pocas veces nos lo piden), y luego intercala imágenes de ellos disfrutando del concierto. La identificación del público es inevitable al verles dejándose ir, sin importar que les vean ni que les graben. Es un recurso tremendamente sencillo y eficaz, por eso el plano del padre divorciado al borde de las lágrimas escuchando Precious nos conmueve, porque sabemos la historia que hay detrás (la ha compartido justo antes y siempre le recordará a esa época en que reconstruyó la relación con sus hijos). Y así con todas y cada una de las personas que asisten a todos los conciertos de la gira. ¿Quién sabe que infinidad de momentos y sentimientos provocan cada nota de cada canción de Depeche Mode? Podemos llegar a imaginarlo, pero conocerlos es algo que excede nuestra capacidad y nuestra existencia...
Soy muy previsible: mi canción favorita de Depeche Mode es Enjoy the silence, y normalmente es el clímax del recital, pero en Depeche Mode: Spirits in the forest Corbijn ha querido desplazar ligeramente el campo gravitacional de la emoción, centrándose en Personal Jesus (la confesión introductoria a la canción que hace la chica de Mongolia es, sencillamente, desarmante, delicada en extremo; no sólo por su sinceridad, sino por lo que da a entender que aún queda oculto, por las palabras que elige para hacerlo. A continuación, al escuchar la canción, el nivel de la emoción sube sin remedio), para culminar --como no podía ser de otra manera-- con Just can't get enough (compuesta por Vince Clarke, no por Martin Gore, en los inicios de la trayectoria del grupo y poco antes de abandonarlo. Cada vez que la interpretan Vince, esté donde esté, se lleva una pasta). Se trata del final perfecto: un exitazo incontestable que remite a los orígenes divertidos, superficiales e incontaminados de la banda cuyos acordes siguen sin pasar de moda. Sin embargo, el verdadero agujero negro que lo atrapa todo es Never let me down again.
Dejando de lado el hecho de que, a estas alturas, cualquier concierto de Depeche Mode es un espectáculo que funciona con la exactitud de un reloj atómico, resulta anecdótico que en el documental Never let me down again no se interprete completa, porque su fuerza reside en la perfomance de Dave, y en la habilidad del director para acentuarla con simplicidad y elegancia, liberando además la energía que desprenden unos pocos planos bien escogidos. Son tres planos separados en tiempo real por unos pocos segundos y cuya yuxtaposición me recuerda al montaje de los leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925): 1) cuando Dave sincroniza a todo el auditorio con un simple gesto respondido en un nanosegundo (el público lo espera), 2) cuando se para a contemplar lo que ha provocado y 3) cuando el propio Dave alucina extasiado con el espectáculo --las manos entrelazadas en la cabeza-- del público reproduciendo ese simple gesto suyo. No me canso de ver esta escena; siento envidia del torpe Dave, de su poder omnímodo, por vivir y provocar esos instantes privilegiados. La situación, no obstante, también me recuerda a V de vendetta (2005): la escenografía con las masas exaltadas, dirigidas por el líder, la reacción automática a estímulos... Resulta apabullante desde un punto de vista sensorial y anímico, pero da que pensar...
Cuando te atreves a descender hasta las vidas de las personas debes ser respetuoso y cuidadoso, hacerles sentir importantes, escucharles. Si lo consigues ellos te regalarán lo que consideran más preciado: sus vivencias, sus sentimientos más íntimos. Y ahí es donde muchas veces encontraremos la música, la de Depeche Mode o la de quien sea. Una vez conseguido, las reacciones ante semejante alud de sinceridad siempre serán auténticas, irremplazables. ¿Acaso no es cierto que, al salir de un concierto salimos convencidos de que han interpretado nuestra canción favorita para nosotros, sólo para nosotros?
Aunque no seas un fan de la banda británica, vale la pena ver Depeche Mode: Spirits in the forest por su cuidada presentación y su emotividad a flor de piel.
1 comentario:
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