No me gustaría que por el título de esta crónica quedara deslucido el gran trabajo del mexicano Rodrigo Prieto, que debuta en el largometraje después de haberse ocupado de la fotografía en algunas de las mejores películas del cine occidental de las últimas dos décadas (Scorsese, Stone, Almodóvar, Iñárritu, Gerwig). Pero es que siento debilidad por los guiones de Mateo Gil, los cuales, por desgracia, se han prodigado bastante poco más allá de la filmografía de Amenábar. Y aunque no ha consolidado su salto como guionista/director --Proyecto Lázaro (2016), Las leyes de la termodinámica (2018)-- sus argumentos poseen un aplomo y un toque de clasicismo que apenas ya nadie exhibe (al menos en España). Su adaptación de Pedro Páramo (2024), en cambio, demuestra que mantiene el pulso creativo.
Me parece imposible no quedar atrapado --igual que el protagonista que da título a la novela-- al leer la primera frase de Pedro Páramo (1955): «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...». Una sola frase basta para establecer el tono, un avance del relato, desvelar quién es el narrador y su relación con la historia; es la clásica composición que distinguió a la novela latinoamericana a mediados del siglo XX y que arrasó en todo el mundo, incluso en los países anglosajones, tan impermeables ellos a todo lo que no esté escrito en su idioma. A pesar de que la novela no es un relato lineal ni incremental al uso, como los que suelen triunfar en la literatura y el cine populares, son las altas dosis de experimentalismo vanguardista lo que acaban por diluir y eclipsar la anécdota inicial, transformándola en algo fragmentado, desordenado... El texto mantiene intacta su potencia y prestigio literarios, pero quizá esa sea una de las razones por las que ha sido uno de los grandes olvidados para dar el salto al cine.
Producida por Netflix y estrenada casi a la vez que su otra apuesta del año por el audiovisual en español (la serie para streaming más cara rodada en este idioma, Cien años de soledad), Pedro Páramo logra mantener un meritorio equilibrio entre la fragmentaria reconstrucción que hace Juan Preciado del pasado de su padre y el descubrimiento (a mitad de película) de cómo y por qué la puede llevar a cabo si todos quienes le conocieron están muertos. Es en esa segunda mitad donde Rodrigo y Gil introducen mayor linealidad narrativa para completar la historia, justo al revés que el original literario, en el que Rulfo intercala nuevas tramas secundarias sin apenas marcarlas en el relato, obligando al lector a volver atrás, arriesgándolo a perder el hilo (y el interés). Era algo habitual en aquella época: urdir un entramado de voces y relatos para expresar la imposibilidad de conocer el pasado y/o la naturaleza fragmentaria de nuestra identidad, y para ello nada mejor que narraciones abiertas, no necesariamente coherentes ni lineales como ésta. Sin embargo, el guión de Gil se esfuerza por extraer de ese palimpsesto literario que conforman los diferentes relatos uno que contenga la mayoría de las piezas necesarias dotar de significado completo (o al menos, suficiente) a la historia, sin sacrificar la figura del narrador (uno de los mejores recursos de la novela).
El resultado es un filme interesante que cumple los requisitos de Netflix como película narrativamente compleja que no deja de ser comercial, no traiciona el original literario y no desmerece el gran trabajo artístico y de adaptación de Prieto y Gil. Incluso puede que haya quien sienta curiosidad por acercarse a una de las mejores novelas de la literatura mexicana. Ojalá...