domingo, 23 de febrero de 2025

El arte de la adaptación, según Mateo Gil (Pedro Páramo)

No me gustaría que por el título de esta crónica quedara deslucido el gran trabajo del mexicano Rodrigo Prieto, que debuta en el largometraje después de haberse ocupado de la fotografía en algunas de las mejores películas del cine occidental de las últimas dos décadas (Scorsese, Stone, Almodóvar, Iñárritu, Gerwig). Pero es que siento debilidad por los guiones de Mateo Gil, los cuales, por desgracia, se han prodigado bastante poco más allá de la filmografía de Amenábar. Y aunque no ha consolidado su salto como guionista/director --Proyecto Lázaro (2016), Las leyes de la termodinámica (2018)-- sus argumentos poseen un aplomo y un toque de clasicismo que apenas ya nadie exhibe (al menos en España). Su adaptación de Pedro Páramo (2024), en cambio, demuestra que mantiene el pulso creativo.

Me parece imposible no quedar atrapado --igual que el protagonista que da título a la novela-- al leer la primera frase de Pedro Páramo (1955): «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...». Una sola frase basta para establecer el tono, un avance del relato, desvelar quién es el narrador y su relación con la historia; es la clásica composición que distinguió a la novela latinoamericana a mediados del siglo XX y que arrasó en todo el mundo, incluso en los países anglosajones, tan impermeables ellos a todo lo que no esté escrito en su idioma. A pesar de que la novela no es un relato lineal ni incremental al uso, como los que suelen triunfar en la literatura y el cine populares, son las altas dosis de experimentalismo vanguardista lo que acaban por diluir y eclipsar la anécdota inicial, transformándola en algo fragmentado, desordenado... El texto mantiene intacta su potencia y prestigio literarios, pero quizá esa sea una de las razones por las que ha sido uno de los grandes olvidados para dar el salto al cine.


Producida por Netflix y estrenada casi a la vez que su otra apuesta del año por el audiovisual en español (la serie para streaming más cara rodada en este idioma, Cien años de soledad), Pedro Páramo logra mantener un meritorio equilibrio entre la fragmentaria reconstrucción que hace Juan Preciado del pasado de su padre y el descubrimiento (a mitad de película) de cómo y por qué la puede llevar a cabo si todos quienes le conocieron están muertos. Es en esa segunda mitad donde Rodrigo y Gil introducen mayor linealidad narrativa para completar la historia, justo al revés que el original literario, en el que Rulfo intercala nuevas tramas secundarias sin apenas marcarlas en el relato, obligando al lector a volver atrás, arriesgándolo a perder el hilo (y el interés). Era algo habitual en aquella época: urdir un entramado de voces y relatos para expresar la imposibilidad de conocer el pasado y/o la naturaleza fragmentaria de nuestra identidad, y para ello nada mejor que narraciones abiertas, no necesariamente coherentes ni lineales como ésta. Sin embargo, el guión de Gil se esfuerza por extraer de ese palimpsesto literario que conforman los diferentes relatos uno que contenga la mayoría de las piezas necesarias dotar de significado completo (o al menos, suficiente) a la historia, sin sacrificar la figura del narrador (uno de los mejores recursos de la novela).

El resultado es un filme interesante que cumple los requisitos de Netflix como película narrativamente compleja que no deja de ser comercial, no traiciona el original literario y no desmerece el gran trabajo artístico y de adaptación de Prieto y Gil. Incluso puede que haya quien sienta curiosidad por acercarse a una de las mejores novelas de la literatura mexicana. Ojalá...

sábado, 15 de febrero de 2025

La quiniela de los Oscar 2025 de Sesión discontinua

Hace más o menos un año estaba escribiendo una entrada casi calcada a esta: el mismo tema, estilo, tono... lo único que cambia (cada año lo hace) son los títulos y los nombres propios de los nominados. Hace un año Los asesinos de la luna parecía la cumbre de la reivindicación antirracial, hoy Nickel Boys nos hace sentir que el nuevo techo está aún más arriba. Y Pobres criaturas se consideraba un prodigio visual que marcaría una época, pero The brutalist ha hecho que la olvidemos como si nada. Un año abarca muchas películas, y la frenética sucesión de estrenos hace difícil que un título deje su impronta más allá de marzo.

Si no fuera por la polémica por los mensajes de Karla Sofía Gascón, quizá las apuestas de la 97 edición especularían sobre si Emilia Pérez se convertiría en un nuevo Parásitos. Espero que nos sea así, porque mi deseo es que sea Anora la que se lleve las principales categorías. Sin embargo, un contexto político que mira en exceso por el retrovisor no ayuda y lo más probable es que sea un producto local, con un formato ferozmente clásico como el de The brutalist, el que arrase, incluso la aún más conservadora Cónclave. Y ese mismo sesgo haga que No other land cotice a la baja y, en cambio, La semilla de la higuera sagrada tenga el camino más despejado. La cosa es que, si esto es febrero, aquí está la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua, con su lista completa de nominados, para que cada cual, documentándose al máximo o sin importar lo que marca, revele sus gustos, preferencias, intuición o, simplemente, su buena suerte. ¡¡Nos leemos en Sesión discontinua!!:



jueves, 13 de febrero de 2025

Elogio nostálgico de cierta locura triste (Un dolor real)

Para su segundo largometraje como director, Jesse Eisenberg --conocido entre las audiencias por su interpretación de Mark Zuckerberg en La red social (2010)-- ha apostado por un formato atractivo y sobradamente conocido, capaz de atraer a quienes todavía se interesan por ese cine humanista y tangencialmente crítico que aspira a premios internacionales. Un dolor real (2024) es un relato que gusta por su combinación de ironía triste, heterodoxia vital y unos cuantos amagos de momentos definitorios (que no se suelen concretar por imperativo del relato, no por incapacidad narrativa). En la película encontramos un poco de todo: la eterna pugna entre el convencionalismo y el anhelo de ser auténtico, reivindicación de la juventud y de los sueños arrinconados y un irrefrenable ansia de recapitulación, de encontrar un hilo que sirva como relato vital y, de paso, dé sentido a un presente que cada vez más se nos antoja ajeno e irreconocible.

David y Benji son primos hermanos, inseparables durante su adolescencia, hasta que la vida acabó llevándolos por caminos opuestos: David es inteligente pero poco dado a experimentar y salirse fuera del sistema, mientras que Benji es inconformista, impulsivo, tremendamente intuitivo y acaba de pasar por una etapa marcada por el desequilibrio mental (cuyos detalles nunca conoceremos). La perspectiva de reencontrarse en un viaje a la Polonia natal de su abuela es una oportunidad casi obligada de reconectar y resincronizar sus vidas, de bucear en su legado familiar en busca de indicios, curiosidades, anécdotas, instantes fundacionales, cualquier cosa a la que agarrarse como explicación o resignificación... El clásico esquema del viaje físico y el itinerario moral paralelo, un esquema narrativo y dramático tan viejo como el cine que no ha perdido nada de atractivo ni eficacia.


Y lo cierto es que Eisenberg logra un raro equilibrio entre la constante amenaza de desparrame ridículo de la historia, imprevistos brotes de sentimentalismo y fogonazos de sinceridad apenas admitida/esbozada: desde la socialización acelerada y forzosa de los protagonistas --con el pequeño grupo con el que visitan la Polonia judía-- hasta las dificultades para canalizar la emotividad sin quedar como un raro o un lunático. En esta labor Benji se revela como un auténtico maestro (y probablemente le garantice a Kieran Culkin el Oscar a mejor secundario masculino): aunque casi siempre se pase de frenada o sea imposible saber de qué está hablando, sus excentricidades acaban rompiendo el muro defensivo que llevamos de serie ante los desconocidos. David, en cambio, se avergüenza de su comportamiento, se siente obligado a disculparse y a ofrecer constantes explicaciones, pero poco a poco comprende que en su vida no ha hecho otra cosa que disculparse, hacer lo que le piden los demás y dejar en segundo plano sus proyectos personales. Y que Benji, aunque actúa a lo bestia, sin método ni medida, al menos busca desesperadamente el contacto humano, sentir que al menos lo ha intentado y que de sus fracasos podría surgir algo positivo (reconectar con su primo David, hablar sin adornos ni medias palabras sobre su pasado y sus sentimientos por primera vez en mucho tiempo...).

En esta clase de filmes, la elección de las situaciones y la dosificación de humor y drama son la clave: los momentos chuscos deben dejar paso a los trascendentales con naturalidad, de manera que al final imponga a las audiencias un estado de sentimientos muy concreto: asistir a la declaración significativa, la confesión, la reconciliación, la verdad revelada... En Un dolor real ese instante comienza durante la visita al campo de concentración de Majdanek (donde su abuela estuvo prisionera), en una escena resuelta con elegancia y en respetuoso silencio. A partir de ahí, las confidencias de madrugada entre David y Benji compartiendo un porro harán el resto. Hasta culminar en la escena frente a la casa donde vivió su abuela y se supone que todo lo visto y dicho deben desembocar en algo reconfortante y gratificante. Y Eisenberg la resuelve exactamente como a mí me gusta: interrumpiendo bruscamente la intensidad que la situación anuncia por todas partes, impidiéndoles disfrutar de algo profundo e intenso. E impidiendo también que el espectador obtenga lo que lleva deseando desde hace rato porque recibe toda clase de señales anticipatorias. Adoro las películas que hacen esto.

Un dolor real es un filme que huye de los clichés sobre la trascendencia a la que nos tiene habituados ese cine que confunde la militancia con el compromiso sentimental. No estamos ante un argumento incremental, sino ante una sucesión de días que se desparraman con resultados inciertos: a veces tristes, otros no tanto... También es una película que plantea una cuestión incómoda: no tratamos bien a quienes tropiezan en nuestras familias; lo normal es que les dejemos de lado, autoconvenciéndonos de que les estamos dando espacio para resolver sus problemas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, necesitan exactamente lo contrario. Luego, cuando regresan a nuestras vidas, encajamos nuestro comportamiento en un relato que no nos deje demasiado mal y fingimos que todo acabó bien y por tanto no hay reproches ni rencores; hasta puede que tiremos de tópicos inspirados en alguna película. Esa película podrá ser Un dolor real.