miércoles, 13 de noviembre de 2019

Recuperar el lugar que creías buscar (Pequeñas mentiras para estar juntos)

Ya lo he escrito en este mismo blog unas cuantas veces: de pronto unos personajes traspasan su mera función en el relato y los espectadores queremos saber más de ellos. Cuando eso pasa cualquier excusa es buena para volverlos a encontrar en la pantalla, descubrir cómo les ha ido durante el tiempo en que sólo tuvimos un breve fragmento de sus existencias para imaginar y especular. Que unos seres de ficción rompan esta barrera no es habitual ni sencillo, no existe una fórmula o unos ingredientes con lo que se pueda asegurar el éxito. Es como la amistad: está influida por el azar más de lo que queremos creer o admitir. Y entonces, estrenan Pequeñas mentiras para estar juntos (2019), la segunda parte de Pequeñas mentiras sin importancia (2010) y mi ansiedad --y la de muchos otros espectadores-- se dispara. Ahí están de nuevo a todos juntos, dispuestos a hacernos pasar un buen rato, a recrear las reuniones de amigos, a vernos reflejados en ellos; pero también que sus vidas nos expliquen cómo podría ser la nuestra, facilitarnos una especie de diagnóstico generacional, una pauta, qué se yo... Nos caen bien y nos fiamos de ellos.

No es que la primera película pidiera a gritos una secuela, o el guión dejara entrever bien a las claras que la habría, ha sido más bien la apuesta segura por unos personajes que el público hizo suyos, identificándose en sus contradicciones y en unas cuantas situaciones mísero-domésticas. Y además mantiene el contrapunto humorístico, y temas vitales (la muerte, el egoísmo, los hijos, el amor...). En definitiva, un filme redondo que ahora Guillaume Canet --director y guionista de ambas-- se atreve a prolongar con mínimos cambios.



De entrada, el lugar donde transcurre la acción es el mismo, pero cambiando la estación del año (ahora es otoño) y la excusa argumental también (todos pasan juntos unos días de vacaciones para reencontrarse). Además, los conflictos son prolongaciones/variaciones de los que ya planteaba la primera parte: relaciones nuevas y las secuelas que han dejado las anteriores, la inmadurez que nos hace creer que aún son jóvenes, la insatisfacción permanente, la resistencia a acatar ciertos adocenamientos y rutinas, el temor a quedar sepultados bajo los peajes de la crianza de los hijos... Y por último ciertos detalles que son difíciles de captar sin haber visto la previa (sobre todo uno casi al final). Lo que sí ha cambiado es el registro del relato: ya no son los hombres y mujeres imperfectos y egoístas que acababan aceptándose y aceptando a los demás, sino arquetipos de la tragicomedia clásica: representantes de una generación que busca encontrar su sitio, casi en los estertores de la adultescencia; tener la certeza --ingenua, ilusa, imposible-- de haber encontrado el lugar que la vida les reservaba, el que imaginaron de jóvenes, el que creen haber conquistado.

Amores diferidos/anunciados, emoción incontenible por recuperar lo que se dejó escapar, balance vital, bienestar por no tener que encarar la vejez sin un amor. Todo en Pequeñas mentiras para estar juntos se conjura para tranquilizar nuestras conciencias: nuestros adorados personajes tendrán una buena vida (¿un sucedáneo de la que creemos merecer?). Canet ha querido dejar bien atado el porvenir de sus protagonistas: sus hijos no les odiarán y mantendrán el contacto, estarán rodeados de las personas que eligieron (más antes que ahora) y, en definitiva, serán felices a la reconfortante manera que establecen las reglas del género cinematográfico del que han salido. No estamos ante un filme aburrido, pero uno echa de menos la intensidad, la crítica sutil: no conmueven igual los nuevos hitos dramáticos que marcan el guión (recuperar el instinto dormido, superar traumas, descubrirse a base de momentos definitorios...) todo demasiado codificado por el género. No es una secuela redonda, pero como rendido fan de Pequeñas mentiras sin importancia estoy dispuesto a defender sus contadas virtudes.


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