«Es la historia de un hombre y dos mujeres. Mientras busca a la primera encuentra a la segunda. Esta relación constituye el argumento de cada película. Al final vuelve a ver a la primera mujer. Y esta es la moral del cuento». Este tema, siguiendo las leyes del género, sufrirá cierto número de amplificaciones, de restricciones y de inversiones, aunque siga siendo fácilmente identificable». (Éric Rohmer: Seis cuentos morales, 1974)
Hasta que lei este párrafo no comprendí lo equivocada que había estado mi primera interpretación de los seis Cuentos morales (1963-1972) de Éric Rohmer, unas películas que vi por primera vez fuera de su ciclo comercial y artístico --a finales de los ochenta, en un maratoniano ciclo de la Filmoteca de Catalunya, cuando la sede estaba en la Travessera de Gràcia de Barcelona, en el que devoré de tres en tres sus películas-- y aun así consiguieron marcar mi libido y buena parte de mis preferencias cinematográficas. Resulta realmente sorprendente mi ceguera en este aspecto, puesto que volví a verlas más de una vez y no sentí que debía variar apenas su significado (en esta segunda revisión me limité a registrar algunos síntomas de la crisis masculina contemporánea y --el tiempo no perdona-- ciertas actitudes y diálogos que rozan lo ilícito y lo políticamente incorrecto).
Quizá di por sentado que, por encima de su propio objetivo como filmes, había un propósito implícito que solamente yo era capaz de captar y que consistía en recrear en la pantalla algunos de mis anhelos juveniles: veraneos solitarios, encuentros fortuitos con chicas interesantes, conversaciones sobre todo lo divino y lo profundo, suave flirteo, confusión de bienestares (el social y el sentimental)... Sea como fuere el hecho es que, durante décadas, fui incapaz de extraer la verdadera clave temática de seis películas que se presentaban explícitamente como variaciones sobre un mismo tema, y yo no supe ver nada más allá de la manifestación cinematográfica de una personalidad a la que entonces aspiraba en secreto: enamorarme conversando con jovencitas lánguidas, soñadoras y sensuales, auténticas culturetas a la contra de los usos y costumbres mayoritarios, sofisticadas --pedantes también-- debatiendo en playas y bares sobre moral, filosofía, ética y modales en franco retroceso... Sin indicios de ironía, sarcasmo ni frivolidad, pero dejando asomar de pronto --y eso es lo que las hacía más perturbadoras-- zonas oscuras en su personalidad (una creencia, un dolor, un desengaño). Era tan poderosa la encarnación de mi pauta de relación femenina que era imposible atender a las señales que anunciaban el desastre...
Toda esta declaración de ignorancia viene a cuento porque he visto Un monde sans femmes (2011) de Guillaume Brac y he sentido el mismo doble latigazo: topar de repente con una interesante mutación moderna del estilo rohmeriano; pero también encarar de nuevo la misma sensación de que se me está escapando algo, y que soy yo, nuevamente, quien antepone mi estado de sentimientos actual a las motivaciones y significados del filme.
Se trata de un mediometraje que presenta muchas similitudes con los relatos rohmerianos: ambiente estival, encuentros fortuitos, personajes que buscan reconstruirse durante las vacaciones, cortocircuito de deseos no sincronizados... Una madre y su hija alquilan un apartamento en la costa normanda: la madre (Patricia) es extrovertida y busca un rollito de verano a la antigua (por este orden: playa, salidas, discoteca, alcohol moderado, sexo sin compromiso), mientras que su hija --Juliette, una perturbadora Constance Rousseau-- se mantiene en un segundo y censurador segundo plano. Patricia traba amistad con Sylvain, su casero, un buen hombre por los cuatro costados, pero con un aspecto nada sensual y luego, justo cuando Sylvain está a punto de lanzarse, con Gilles, un policía local, el típico seductor (rudo y tosco pero más lanzado y de buen ver) que sin duda encaja mejor con el prototipo de rollo veraniego que tiene en mente Patricia.
El título de la película hace referencia al ambiente de esas poblaciones en las que viven hombres como Sylvain y Gilles: excepto en los meses estivales, apenas hay mujeres, y los hombres se las apañan para sobrevivir como pueden y, quizás, esperan florecer en verano (todo esto es mera especulación, porque la película sólo muestra la anécdota mínima de la competición entre ambos hombres por Patricia). La esperanza de encontrar un amor, la estabilidad, o simplemente pasar un rato agradable mientras nuestra apariencia aún sirva de gancho. Pero también está la actitud de Juliette: rechaza a los jóvenes de su edad, censura la actitud alocada de su madre y sólo parece sentirse a gusto en la soledad de sus lecturas. La película de Brac también plantea la curiosa inversión de roles de las generaciones en liza: la nuestra se niega a renunciar a los tópicos de la juventud ochentera/noventera, mientras que la de nuestros hijos ensaya nuevas fórmulas, vistos los fracasos de la de sus progenitores. O puede que --una vez más-- haga esta lectura porque sigo bajo el influjo de mi estado de sentimientos...
Admito que es posible que esta segunda interpretación sea involuntaria, que surja inevitable en los espectadores de mi generación, que somos juez, parte y problema en este asunto (los paralelismos con Rohmer que incorporo --biográficos o por simple bagaje cinematográfico-- contribuyen bastante), pero lo cierto es que Brac ha conseguido un filme sensible y para contarlo se ha tomado exactamente el tiempo que necesita, ajeno totalmente a las duraciones estandarizadas que suele imponer el mercado. Me recuerda bastante a Los exiliados románticos (2015) de Jonás Trueba y a La isla bonita (2015) de Fernando Colomo: duración, anécdota estival, perspectiva estilística, análisis generacional... Sin duda, dar la espalda a toda clase de convenciones es saludable para los cineastas en particular (en cualquier momento de su carrera) y para los espectadores inquietos en general (en cualquier momento de nuestras vidas).
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