miércoles, 13 de marzo de 2024

¿Mirada pedagógica limpia de moralinas aleccionadoras? (How to have sex)

La verdad es que Molly Manning Walker sabe de lo que habla porque lo ha vivido; no como una experiencia traumática, sino como parte del paisaje de su juventud. Pertenece a la última hornada de la generación milenial que inventó la diversión extrema en localizaciones turísticas hiperespecializadas (Malta, Ibiza, Magaluf, Malia), la misma que luego los centenials han convertido en rito de paso y/o expresión de vida intermitente, elevándola prácticamente hasta las mismísimas puertas de la seña de identidad. Playas espectaculares y cálidas, hoteles ultrapermisivos y securizados, infinitos locales de consumo y diversión, ausencia total de horarios, acceso ilimitado a toda clase de estimulantes y narcotizantes, lucha contra el aburrimiento a través de retos y desafíos... Es el montaje socioeconómico más parecido a la detención del tiempo que hayamos construido en la Tierra. En corto y claro, como decía la canción: Que no pare la fiesta.

Por lo visto, la idea seminal de la película le llegó a su directora cuando contempló cómo una chica le hacía una felación a un desconocido en lo alto del escenario de una discoteca. Icono del desfase total al que muchos aspiran, síntoma de descontrol y decadencia social para otros. Le bastó esa imagen para salir de su burbuja del exceso fiestero, tomar distancia y comenzar a experimentar ese mismo entorno como una pura locura marciana, un mundo al revés de cómo se lo habían vendido. Quienes --por edad y gazmoñería artificialmente inducida-- hemos aspirado a divertirnos de esa manera pero no nos hemos atrevido y/o sabido hacerlo, es casi inevitable que censuremos tales excesos (aunque en el fondo, los envidiemos). Así que películas como How to have sex (2023) las vemos desplegarse como un aviso a navegantes; como mucho, en este caso, el relato de una conversa que ha comprendido que el placer sin contención, límite ni medida es una aspiración imposible. Y entonces, quizá como contrapeso (o porque no quiere parecer una aguafiestas al estilo viejuno), se centra en las consecuencias para quienes, inmersos en el desfase, acaban siendo víctimas de acoso, abuso y más cosas...


Sin embargo, Walker sabe que esa mirada de denuncia no es suficiente, que la de los viejunos es una deformación debido a su oportunidad perdida y ella --como buena milenial que es-- cree que debe aportar algo más, un conocimiento directo, un análisis más profundo del fenómeno; así que intenta abrir el foco y mostrar el paisaje completo. Porque en esos destinos de diversión hay de todo: aprovechad@s, ingenu@s, egoístas y, sobre todo, sobre todo, gente que mira para otro lado. Cada minuto y cada escena de How to have sex demuestra un afán por retratar el día a día de unos jóvenes que quieren experimentar con los límites pero, por encima de todo, exhibirlo en redes y explicarlo a su regreso. Y sí, hay miserias, cansancio, momentos de hastío, agobio, sueño, gente pesada, imprevistos, malas decisiones... aunque casi todo lo compensa una estimulante sensación de estar fuera de la zona de confort y construir un mundo nuevo y a su medida. Por eso la historia se desarrolla sin anticipar conflictos ni las reacciones apropiadas de cualquier libro de texto al uso, huyendo de admoniciones y moralinas. Walker defiende en todo momento una diversión incomprensible que sigue aportando más ventajas que inconvenientes, y que además es legítima y no destructora. Viene a decir que, por suerte, no todos los centenials están zumbados ni son unos kamikazes; al contrario, algunos quieren disfrutar sin restricciones, pero sin molestar ni destrozarse, sabiendo que volverán a lo acogedor conocido. Porque a esa edad empiezan a intuir que la vida es esfuerzo, trabajo, sacrificio, renuncia... y por eso unas dosis de desfase para sobrellevarla no viene mal de vez en cuando. La película no llega a incorporar todo esto como parte del relato, pero las acciones y diálogos de algunos personajes los sugieren claramente. Sin embargo, un tic propio del cine británico encuentro que rebaja un tanto la impresión global del filme: rodar un filme cuyo argumento casi obliga a mostrar abundantes conductas poco ejemplares, desnudez y/o sexo explícito, pero negarse (por el motivo que sea) a mostrarlo sin tapujos y resolver bastantes momentos de forma antinatural (a veces forzada), me parece que resta fuerza a esas mismas imágenes que buscan el impacto en las audiencias. Al margen de eso, How to have sex no es una película redonda, así que adoptar un estilo pureta no es un demérito determinante.

Es difícil no encasillar How to have sex entre las típicas películas que buscan dar un buen susto a progenitores con descendientes menores de edad. El tema y el tono narrativo hacen difícil escapar a esa tendencia: provocan un cierto revuelo, quizá un debate estructurado y realista, pero poco más (hasta el siguiente título). Sin embargo, lo que casi nadie echa en falta es una devastadora crítica al descarado y abusivo negocio que fomenta este microclima fiestero de consecuencias peligrosamente disfuncionales; nadie señala la doble moral y la depredación extractiva de agencias de viajes, touroperadores, empresarios del ocio... eso sin mencionar los posibles delitos contra la salud pública, los efectos en las poblaciones de destino o la degradación medioambiental... Todos ellos alimentan y mantienen vivo el espejismo de un ocio infinito y sin secuelas físicas ni sicológicas porque es un método brutal de amasar dinero. Y, por supuesto, la exhibición de los cuerpos las 24 horas, no como recurso para una sensualidad desbordante ni como antesala del sexo, sino porque es el uniforme de la fiesta (otra cosa que tampoco entenderemos nunca). En este sentido, la primera escena de la película es la materialización de esta contradicción irresoluble: para mi generación es una invitación a sumergirse en lo prohibido; para las protagonistas, en cambio, es simplemente una chicas que quieren divertirse, sin más. Con todo, lo que me gusta más de How to have sex es que defiende que la juventud no está acabada ni desnortada sin remedio; lo que pasa es que --como nos ha pasado a todos-- coquetea con unos límites que no conoce, pensando quizá que sabrá detectarlos y sortearlos a tiempo. Aunque eso sea precisamente lo que no puede hacer Tara, la protagonista de la película. A veces pasa...

jueves, 7 de marzo de 2024

¿La culminación de un proyecto cinematográfico (y de vida)? (Perfect days)

En Perfect days (2023) convergen muchos de los temas y puntos de vista del cine de Wim Wenders, los cuales hemos podido conocer a través de su filmografía. Ahora, a sus 79 años, con casi todo visto y rodado, nos ofrece una historia que es difícil no ver y entender como propuesta, aspiración y/o actitud vital. Para empezar, está su fascinación por la cultura japonesa, especialmente los espacios ultraurbanizados de Tokio, que ya sirvieron de escenario al curioso experimento documental que fue Tokio-Ga (1985); también su predilección por protagonistas afásicos, deliberadamente autoposicionados en las orillas de la sociabilidad --como Travis en Paris, Texas (1984) o Howard en Llamando a las puertas del cielo (2005)--; su tendencia casi connatural por los argumentos mínimos, rodados al estilo documental, sin apenas diálogos. Sin pretenderlo o no, también quizá con los pulcros, educados y ordenados protagonistas masculinos de las novelas de Murakami. La cosa es que Perfect days se parece mucho a un testamento cinematográfico, una invitación a adoptar una disposición ante la vida que nos aporte serenidad, evite conflictos y nos relacione con nuestros semejantes lo justo y necesario, sin renunciar a ayudar a los raros y a los desconocidos (un posicionamiento cercano a los postulados de la doctrina católica, que influenció bastante al joven Wenders y que se aprecia en bastantes de sus películas y protagonistas).


Hirayama es un hombre que trabaja limpiando los famosos y vistosos servicios públicos de Tokio, realizando su tarea con una pulcritud y una perfección envidiables, excesiva para un trabajo considerado menor (que evoca claramente a El último (1924) de F. W. Murnau). Apenas deja entrever su contrariedad antes las adversidades del día a día o los cambios de humor y de parecer de las personas con las que se cruza. Muy pocos imprevistos alteran su rutina diaria: su protocolo desde que se levanta hasta que sale de casa y coge el coche, su almuerzo siempre en el mismo parque, sus paseos en bicicleta, su escaso ocio social y sus noches dedicadas a la lectura hasta que cae rendido de sueño (en esa avidez lectora, constante y autodidacta, me veo absolutamente reflejado). Eso y la fascinación por los árboles, la luz y el cielo, que no deja de capturar en fotos que acumula en casa en cajas de metal. Aunque esto es prácticamente toda la película, no estoy arruinando la experiencia a quienes no la hayan visto, porque mientras la cámara sigue a Hirayama pasan cosas, muchas cosas. Nada excepcional, nada terrible (o casi), tan sólo sucesos y situaciones con los que todos nos hemos topado en algún momento de nuestras existencias.

No debe extrañar la buena acogida de público y de crítica con la que ha sido recibida Perfect days, puesto que Wenders se atreve con un anhelo que late detrás de todo nuestro estrés: insatisfacción permanente, pensamiento positivo obligatorio, mindfulness, consejos del buen vivir, escapadas no masificadas con encanto, discursos terapéuticos y demás ideologías del supuesto bienestar (de cuyas bondades muy pocos parecen beneficiarse, un claro indicador del estado de nervios y desorientación que hemos alcanzado). En cambio, cosas como lograr la tranquilidad de espíritu, aprender a conducirnos por la vida sin preocuparnos de su inevitable final y dejar de lado toda ambición material, todo eso son los días perfectos a los que alude el título, esos en los que Hirayama se arrebuja en su futón y comprende que no ha habido nada que le haya provocado dolor, tristeza o decepción. Al fin y al cabo, a estas alturas, ¿quién no desea algo así? Perfect days logra condensar, a pesar de su estilo (consecuente e inevitablemente pausado y detallista), lo que es sin duda una aspiración personal del propio cineasta, pero también un anhelo prácticamente universal de nuestra civilización, lo que explica su éxito entre bastantes no fans de Wenders. Quienes hemos seguido de cerca sus filmes, ya estábamos rendidos de antemano después de ver el avance...

domingo, 3 de marzo de 2024

Reivindicación de la dignidad desde lo más profundo de la inhumanidad (Yo capitán)

La sobreproducción de ficción, especialmente de series, está provocando curiosos efectos sobre las audiencias. Uno de ellos, el que más cerca queda de este blog, apuntó maneras con la generación milenial, pero ha acabado estallando en toda su perplejidad con los centenials: la ficción comercial, incluso el documental de divulgación, se ha convertido, por decisión popular (y también, por qué no decirlo, por abandono de toda contrastación), en la verdad canónica, en la solidificación de las verdades sobre el pasado (por muy abrasador y conflictivo que aún resulte). Ni monografías ni reportajes ni testimonios directos: la actualidad política, nuestras convicciones sentimentales, hasta una especie de alternativa moderna a la teoría del conocimiento al estilo de la filosofía clásica, todo eso se da por bueno cuando una serie o una película de suficiente éxito lo explica de forma dramatizada y con gente guapa. Todo lo demás son visiones parciales e interesadas. Suena increíble, marciano, conspiranoide; pero está pasando.

En este río revuelto, Yo capitán (2023) de Matteo Garrone --candidata por Italia a Película Internacional en los Oscar-- me parece un intento casi consciente de dar por buena esa legitimidad no buscada ni pedida del audiovisual para convertirse es esa verdad a la que las audiencias esperan y conceden crédito. Y estoy seguro de que no lo hace para imponer un punto de vista sobre la emigración, ni para arrasar en taquilla, sino para sacudir las adormecidas conciencias de esa generación que, en menos de lo que canta un gallo, estará al frente de gobiernos y toda clase de instituciones multilaterales. ¿No les gusta leer? ¿No se fían de los medios de comunicación pero sí de los influencers? Pues ahí va una película clara y directa sobre esas personas que se juegan la vida en su viaje hacia Europa. Con su puntito de humanidad, con su narración que no mira para otro lado, mostrando lo que hay sin necesidad de insistir en el drama. Garrone ha buscado para su película el estilo que al parecer debe adoptar hoy la comunicación para ser atendida (no digo siquiera recibida): una ficción que entre directamente en vena y extienda ante la mirada todo lo que hay detrás de una travesía por mar en la que hay que jugarse la vida. La noticia del desembarco o del naufragio es la noticia, pero ese es el desenlace de un viaje que dura meses y en la que hay de todo: desde lo más repugnante a lo más solidario y desinteresado. Eso es lo que cuenta Yo capitán.


No estoy frivolizando ni mucho menos el tono de la película, me limito a poner en contexto el intento de un cineasta por mostrar una realidad ignorada, por poner en primer plano el sufrimiento, las miserias y la violencia de un viaje desde Senegal a las costas italianas, protagonizado por dos muchachos a quienes deslumbra la vaga promesa de la abundancia occidental al alcance de la mano. Garrone no busca indagar en lo que hay detrás de todo el panorama que expone (mafias, corrupción, el desprecio absoluto por la vida), sino acompañar al protagonista en su asalto a las costas europeas. Sin paternalismos ni embates ideológicos; el mero testimonio de la cámara debe bastar para evidenciar lo bajo que puede caer la especie humana. Ni siquiera sucumbe a la tentación de lanzar una carga de profundidad política contra Meloni y compañía: no se ceba más que lo justo cuando toca mostrar cómo la Guardia Costera italiana se pone de perfil ante las desesperadas llamadas de auxilio de una nave sin recursos y en serio peligro de naufragio.

Yo, capitán fía su eficacia y su éxito a una narración pura y directa, sin momentos definitorios ni florituras narrativas o técnicas. Apostar por la estética o por un relato no cronológico sonaría a pedante, colonialista y condescendiente. A pesar de todas las precauciones y renuncias que se toma su director, me da que la sinceridad descriptiva de la película no bastará para lograr su objetivo y calar como verdad en unas audiencias escépticas por definición.

martes, 20 de febrero de 2024

Dilema entre un incuestionable principio de progreso y el distanciamiento como ficción (Creatura)

Es difícil que el segundo largometraje de Elena Martín deje indiferente a quienes lo vean: no solamente por su estilo directo y su descripción crítica de un mundo patriarcalizado, sino por la valentía al mostrar ciertas situaciones que los hombres de mi generación --y bastantes de las que han llegado después-- no sólo reconocemos de primera mano, sino que hemos comprendido su significado e implicaciones con décadas de retraso, y sólo gracias a una modificación desde fuera de nuestro marco mental de relaciones entre géneros (del que no hemos querido ni enterarnos que era profundamente injusto, desequilibrado y repleto de dobles raseros). En corto y claro: bastantes veces, durante buena parte de nuestra vida, nuestros actos, palabras y actitudes, han sido parte del problema. En mi caso, el cortometraje de la misma directora --Suc de sindría (2019)-- logró desplazar mi centro de gravedad conductual y ampliar el foco en temas como las tremendas secuelas de una violación, su complicada digestión para la víctima y sus seres cercanos, y los posibles abordajes desde el acompañamiento. Siento que Creatura (2023) enlaza y amplía el ámbito sociológico con esa obra anterior en lo que se refiere al desconocimiento general del punto de vista femenino sobre el mundo que exhibimos los hombres.

Y sin embargo, no es ese el vértice argumental de la película, sino más bien escarbar en el iceberg oculto de la afectividad y el deseo femeninos: emotividad, atracción, bloqueos (auto)impuestos y/o provocados normalmente por la parte masculina de la humanidad. Un objetivo ciertamente ambicioso y abstracto que la película concreta en la biografía de Mila, una mujer que rebusca en su adolescencia y en su niñez respuestas al estado actual de sus deseos contradictorios (a veces inexplicables hasta para ella misma). ¿Por qué de pronto no quiere follar con su pareja? ¿Por qué le cuesta un esfuerzo mantenerla a su lado? ¿Por qué brotan de pronto otros apetitos al margen de las convenciones sociales? ¿Y por qué todo ello parece estar relacionado con una reacción cutánea que padece desde niña? La película nos sirve para acompañar a Mila en esa inmersión (metafórica y literal, como comprenderemos más adelante) para saber quién es realmente, qué le sucede y dónde se localiza el origen de su desajuste.


Creatura no se presenta a sí misma como una teoría universal, ni siquiera como un manual recomendable para uso escolar; es simplemente la exposición de un caso individual, quizá un esquema sobre el que extender y encajar otros más complejos. Lo importante es que la historia funciona como un posicionamiento. El hecho de que la propia Elena Martín la protagonice refuerza esa idea, pero sobre todo su interpretación física y desacomplejada hace pensar que algo tiene de testimonio y catarsis personal. Entre estos dos extremos se mueve la historia de Mila: sugiriendo causas, peligros y fracasos que deberían servir para ella o para muchas otras mujeres, quienes podrían verse reflejadas en determinadas situaciones y tiempos. Es un esquema simple pero eficaz, muy signo de los tiempos ideológicos que corren, que tiene la virtud de no decantarse por el dramatismo sentimental, la abstracción simbólica, la reivindicación mítica o ese realismo mágico tan caro a esta generación de cineastas milenials.

El fragmento de la Mila adolescente --interpretada por una prometedora Clàudia Malagelada-- es el que contiene la denuncia más potente del filme: la contradicción irresoluble a la que se enfrentan todas las chicas, obligadas a disfrutar de su sexualidad sin complejos pero sin dejar de parecer buenas niñas, sin dar motivo a habladurías por su promiscuidad. Luego, las que se pliegan a las presiones de los chicos (pajas, mamadas, penetración) ya no se quitarán de encima la etiqueta de guarras o facilonas, esas a las que uno puede coaccionar hasta conseguir lo que quiere. Estas chicas han vivido (y viven aún) una esquizofrenia social absoluta entre el ambiente familiar y el de su grupo de edad, en la que, por si esto no fuera suficiente, el aterrizaje en los noventa del MSN Messenger vino a complicar las cosas bastante más.

En cambio, los hitos que completa Mila en su camino hacia el conocimiento de su situación resultan bastante reduccionistas desde el punto de vista narrativo (imagino que para que puedan ser mostrados mediante imágenes, sin diálogo, lo suficientemente alegóricas). Se deduce enseguida que la cosa no irá por el lado de los traumas violentos ni las enfermedades que acaban reconciliando a las partes en conflicto, pero queremos llegar al fondo y saber las causas materiales. Y entonces se abre el tercer hilo argumental (la infancia de Mila), donde se aporta una explicación, tan ingenua como inequívoca para la película, y resulta que los resultados llegan de forma rápida y rauda, sin apenas obstáculos o inconvenientes. A partir de esa revelación, devuelta la historia al presente, y tras una catarsis en la que Mila reconstruye su red de apoyo femenina (su madre básicamente), todas las piezas de su vida encajan en una sinfonía de bienestar. Y ya está, apenas queda tiempo para digerir el final, el más probable que se podía anticipar, el que sin duda reconfortará a las audiencias convencidas de antemano. Voy a ser tan rotundo como sincero en mi valoración final: Creatura me pareció antes que nada una reversión exagerada del drama hitchcockiano Marnie, la ladrona (1964), aderezada con una carga más potente y coherente de teoría freudiana, pero sin preocuparse demasiado por sus efectos sobre el relato.

viernes, 9 de febrero de 2024

Ninguna película como ésta será la última, nunca (20 días en Mariúpol)

Otro testimonio cinematográfico, otra persona que arriesga su vida para ser testigo de la muerte de aquellos cuyas vidas ya no importan, otra explosión de dolor arrojada sin destilar ni diluir sobre las audiencias, que verán la película y quedarán devastadas por sus imágenes, por asistir levemente incómodas a la desaparición silenciosa de inocentes. La muerte es un suceso tremendamente trascendente, y sin embargo no hay señales que la anuncien, ni viene rodeada de ningún tipo de fenómeno físico singular ni especial. Una existencia termina igual que las demás. No es algo único e irrepetible para cada ser humano, es un hecho biológico universal que nos hace indistinguibles unos de otros por mortales. En tiempos de paz quizá podamos revestir el momento de homenaje y de sentimientos; pero en las guerras es una perversa producción industrial: uno detrás de otro, sin reconocimiento, sin tiempo de reacción. Y los informativos que dan cuenta de ellas lo mismo: diez segundos, lo justo para que no duela, y a otra cosa. Sin embargo, la muerte anónima, captada por una cámara en plano sostenido, empleando el mismo encuadre que podría servir para una barbacoa de amigos, muestra a un recién nacido al que los médicos intentan recobrar para una vida que ya no existe. Entonces resulta que casi molesta, y deseamos apartar la mirada, pero no podemos. Luego vemos unos padres sentados en unas sillas, con las miradas bajas pero pendientes de un sonido que no llega, sin saber siquiera cómo prepararse para lo que les caerá encima cuando el médico pronuncie las palabras. 20 días en Mariúpol (2023), pero han sido y serán muchas más.

El periodista de Associated Press Mstyslav Chernov (el último corresponsal extranjero en abandonar el cerco de Mariúpol antes de la entrada de los rusos) ofrece en 20 días en Mariúpol una crónica tremendamente cruda por su simplicidad y su estilo directo. No hay intentos de reflexionar sobre el conflicto, ni entrevistas a personas al mando; es una mezcla de crónica diaria del aplastamiento de una ciudad y de todos sus habitantes y de la obsesión por conseguir cobertura para enviar lo grabado al mundo. No necesita planificar nada: la simple sucesión de los días es suficiente para armar una narración que se impone e inunda la pantalla. En medio, la prueba de que esas mismas imágenes son las que vimos por televisión o internet en aquellos primeros días de la guerra de Ucrania, donde Chernov y su cámara eran el único ojo con el que asomarnos a toda aquella destrucción. Es como si ese periodista, a quien el azar ha situado en medio de la exclusiva con la que sueña su oficio, necesitara convencerse de la bondad de su propósito: grabar el dolor, el horror, el desamparo, el abandono de una población. A veces el altruismo se manifiesta en condiciones extremas.


Ahora es la guerra de Ucrania, pero antes fue Beirut en Vals con Bashir (2008), Sarajevo en Good night Sarajevo (2014) o Alepo en Para Sama (2019), eso sin contar las crónicas revestidas de ficción que buscan componer un relato de causas y consecuencias, de verdugos y víctimas. Y lo peor es que ya podemos estar seguros de qué tratará el siguiente documental de este estilo: la ruina incalculable que está provocado Israel en Gaza (que costará décadas revertir si en algún momento la paz consigue abrirse paso). Para este país no hay sanciones económicas ni expulsión de competiciones deportivas, tan solo fariseos deseos de alto el fuego y poco más. El doble rasero de la política occidental más al descubierto que nunca.

La cosa es que 20 días en Mariúpol, por muy desagradable que pueda resultar, habría que enseñarla a todos los estudiantes de todos los bachilleratos de Europa y EE UU (aunque haya padres que pongan el grito en el cielo), y luego ofrecerles el contexto de un conflicto que dura más de medio siglo, pues no sirve de nada conmoverse sin saber qué historias hay detrás de tanto sufrimiento. Como dice el periodista David Beriain: el dolor es como un gas; por muy pequeño que sea, tiende a ocupar todo el espacio. Y entonces irrumpe el silencio, y hace falta mucho valor para seguir grabando.

Este texto exhibe la contradicción más absoluta: escribimos para decir que la escritura no puede dar cuenta del sufrimiento y la injusticia extremos. Y sin embargo, seguimos poniéndolo por escrito...

miércoles, 7 de febrero de 2024

La quiniela de los Oscar 2024 de Sesión discontinua

La edición 96 de los Oscar se presenta animada por polémicas varias, pero sobre todo por un buen nivel de competición: muchas y buenas películas que merecen la pena, de diversos géneros y formatos, con temas clásicos y arriesgados... Como es habitual, la Academia intenta abarcar todo el espectro con títulos, directores e intérpretes europeos, añade la sensación del año (sea de la nacionalidad que sea) y los éxitos populares que han arrasado en taquilla; la diferencia con otros años es que el cine europeo, la sensación del año y los taquillazos exhiben todos un gran nivel y habrá mucha competencia. Oppenheimer podría ser la ganadora de la noche, y el esperado reconocimiento para Nolan, un director que se ha labrado una gran reputación técnica y de rendimiento económico con una gran filmografía; mientras que, al otro lado del cuadrilátero, las nominaciones para el experimento más original y reivindicativo del feminismo --Barbie-- se han saltado dos categorías (una coincidencia tan escandalosa como reveladora): actriz protagonista y directora (es un hecho: Hollywood no traga a Greta Gerwig. Pues mira, mejor, así acrecienta su mito de cineasta de éxito y a la contra). La zona de interés, por su parte, se ha colado en cuatro categorías mayores: por la elección del tema, su eficaz tratamiento formal y el original literario en la que está basada. La contundente Sala de profesores puede ser la única que le haga sombra, o que La sociedad de la nieve de Bayona se lleve el gato al agua y se le reconozca definitivamente como uno de los directores españoles de mayor proyección internacional. La verdad es que este año el premio a película internacional es un repóker de altísimo nivel.

A quien yo tengo atragantado es a Lanthimos (de cuyo cine opino lo mismo que Isabel Coixet: se le pueden aplicar simultáneamente y sin contradicción los adjetivos de insoportable y fascinante), que en pocos años le ha sabido tomar la medida a la industria y hacerse un hueco y un prestigio que me suena más a moda que a consagración. La cosa es que Pobres criaturas ha logrado once candidaturas, y desde luego es uno de los títulos que más atrae a audiencias que no suelen decantarse por este cine iconoclasta y barroco. En cuanto a Los que se quedan de mi admirado Payne, espero y deseo que se lleve algo, especialmente Paul Giamatti, que ya se viene mereciendo un Oscar. También espero que American Fiction se haga con algún premio, así como el devastador documental 20 días en Mariúpol. Y, por supuesto, Robot dreams de Pablo Berger, que se ha colado entre los finalistas a mejor filme de animación tras haber triunfado en los premios del cine europeo, lo que significa que no es una sorpresa ni una casualidad.

Debo admitir que para esta edición me he preparado a fondo, no para acertar el máximo de categorías, como al parecer hace algun@, sino tachando de mi lista unos cuantos títulos nominados. Aunque no gane ni quede entre los mejor clasificados (de hecho, esa es mi pauta habitual), pues al menos me he llevado a la retina buenos momentos de cine. El resto, lo sabéis de sobra: comparte, vota, juega, reta, diviértete y sigue visitando este sitio del cine, en su sitio.

jueves, 1 de febrero de 2024

Espectáculo y diversión sin normas, límite, criterio ni consecuencias (Argylle)

El arranque de Argylle (2024) no puede ser más absurdo y ridículo, aunque luego descubramos que tiene una justificación argumental y narrativa. Aun así, la cosa es que, a medida que avanza, resulta que la historia no se separa demasiado del tono de parodia que dilapida de entrada. Lo que sí sabe de fijo cualquiera que vaya a verla es que el objetivo casi único de la película es dejar a las audiencias con la boca abierta a base de efectos increíbles, situaciones risibles por grotescas, generosas dosis de escepticismo cool y un buen puñado de lugares comunes propios de un género que su director --Matthew Vaughn-- conoce a la perfección. No por casualidad lo ha petado con sendos largometrajes protagonizados por unos personajes paródicos e hipertrofiados que no son más que una deformación freudiana del arquetipo envarado y patriarcal de James Bond: Austin Powers y Kingsman. De modo que aquí viene de nuevo Vaughn con ganas de dar un giro (leve, bastante leve) al tipo de filme que mejor se le da y que, a base de repeticiones y de variaciones, ha exprimido hasta dejarlo prácticamente seco.

La principal novedad es que esta vez Vaughn incorpora varios elementos de una trama romántica convencional dentro de un guión bastante más trabajado que sus anteriores filmes, repleto de giros más o menos previsibles dos minutos antes de que sucedan. Y para dilatar el efecto de estas bruscas revelaciones, cada escena se culmina con una formidable exhibición de acción a raudales y peleas coreografiadas digitalmente por los técnicos de Apple (coproductora de la película).


Y así va pasando la película, señora jueza: de sobresalto en sobresalto, proporcionando entretenimiento y fascinación a raudales. Una mención sobre el reparto antes de terminar: todos están rematadamente sosos y/o demuestran limitaciones interpretativas para una comedia alocada como esta. Todos excepto uno, al que yo desde luego no tenía en mi carpeta de actores con lado superficial y divertido: Sam Rockwell. Ofrece el recital de gestos, caras y tonos que exige su personaje, y lo hace sin caer en la parodia o la exageración. Es el único que, de verdad, consiguió que entrara en una película tan imposible y exagerada como Argylle.

lunes, 29 de enero de 2024

Estamparse contra la banalidad (Sala de profesores)

Candidata por Alemania a Película Internacional en los Oscar de este año, Sala de profesores (2023) es un filme que rebosa ganas de remover y provocar debate. ¿El tema? Por desgracia, llevamos discutiéndolo años en Occidente sin que veamos todavía la luz al final del túnel: ¿Protege la ley --sin que se den cuenta legisladores y expertos-- las actitudes y las opiniones de quienes cuestionan sin apenas conocimiento la tolerancia, la igualdad y la racionalidad? ¿Por qué el debate ideológico y cultural están amerados de sentimientos y su sola mención se considera definitiva y sagrada, sin réplica posible? ¿Por qué damos más credibilidad a los razonamientos basados únicamente en experiencias parciales y/o subjetivas y no en la estadística o las ciencias sociales? ¿Por qué no se pueden rebatir trivialidades disfrazadas de derechos fundamentales o de libre ejercicio de la libertad de expresión sin recibir un tsunami de descalificaciones por el mero intento de matizar, rebajar su contundencia, reconducir el tono intolerante o, simplemente, demostrar su falsedad?

El director --Ilker Çatak-- se ha esforzado en hacer una película agobiante, pero sobre todo abrumadora por el ritmo de los acontecimientos y las dudas y disyuntivas que proyectan sobre las audiencias. Empezando por el plano cercano con que persigue a los personajes, por el empeño o de no airear la historia más allá de un único espacio, el instituto donde transcurre la historia y donde trabaja Carla, una hija de emigrantes polacos que --seguramente por circunstancias biográficas y familiares-- todavía cree que todavía hay un núcleo ideológico (heredado de la Ilustración) que funciona como una guía útil para explicar el mundo a los estudiantes. Cansada de ver cómo el egoísmo, los prejuicios y la falta de equidad son la pauta, Carla --tras observar a una profesora sisar la calderilla del café comunitario y comprobar cómo se imparte justicia entre los estudiantes por un caso de hurtos-- decide hacer un experimento de justicia directa, pensando que una prueba audiovisual será definitiva y contundente (muy signo de los tiempos). El problema es que olvida cómo la obtiene. Y entonces se lía una buena y Carla se ve presionada por el claustro de profesores, la dirección, los alumnos, los padres de los alumnos y, por descontado, por la persona a la que señaló como culpable, que lo niega todo en un increíble ejercicio de hipocresía y victimización (muy signo de los tiempos también). La película relata, sin tiempos muertos, desvíos dramáticos ni efectismos comerciales al uso, el abismo de ataques y polémicas en las que se ven envuelta la protagonista por su inmaduro intento de resolver un problema y encima tratar de rebatir a sus críticos a base de coherencia y sensatez.


Desbordada por los acontecimientos, el instituto se vuelve un lugar hostil para ella; Carla es incapaz de lograr que sus críticos la escuchen o al menos acepten analizar el problema desde un contexto que no sea el de las declaraciones grandilocuentes y los eslóganes de posicionamiento automático. Ese es el principal mérito del filme: su habilidad para transmitir la impotencia que nos invade cuando nos estrellamos contra un muro de indiferencia, desprecio y displicencia; cuando experimentamos en persona las consecuencias reales de habernos metido en un problema del que no sabemos salir. Igual que otros muchos que hemos visto o esquivado desde la barrera gracias a nuestra inhibición o miradas hacia otro lado. Nadie está libre de pecado.

Sala de profesores es una especie de variante diabólica del principio de Heisenberg aplicado a las guerras culturales e ideológicas: en cuanto abres la boca o tecleas para participar, te ves atrapado en una jaula hecha de lugares comunes y pensamientos prestados y simplistas de los que te obcecas por encontrar la grieta lógica que los ponga en evidencia. No te das cuenta de que esa es la trampa: los demás han pasado a otra cosa (otra noticia, otro cotilleo) y te has quedado definitivamente atrás. A nadie le interesan los razonamientos lógicos, tan sólo la habilidad de provocar el máximo de visitas, menciones y reacciones en 280 caracteres.

En definitiva, un filme en el que cuesta entrar, porque apenas da tiempo a hacerse una composición de lugar al estilo tradicional, a focalizar simpatías y antipatías sobre los protagonistas. Va tan directa al grano que seguramente se dejará por el camino a buena parte de las audiencias que se interesen por él. Tendrá que ser más tarde, en una improbable segunda revisión, cuando se revelen los indudables méritos de esta película (que no ganará el premio al que aspira precisamente porque trata de eludir los sentimentalismo y tópicos para lograr su propósito.

sábado, 20 de enero de 2024

El realismo mágico o el cine como instrumento de transformación social (20.000 especies de abejas)

«Tiene poco sentido que esperemos una transformación verdadera de las relaciones de dominación basándonos en una simple conversión de los espíritus» (Laurent Jullier, 2006).

Licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad del País Vasco y con un máster en el ESCAC (la escuela superior de cine que está marcando el estilo del cine español con más repercusión mediática en los últimos diez años), Estibaliz Urresola sabe perfectamente qué teclas hay que tocar en una película para transmitir un mensaje, y además sabe muy bien cuál es el que ella quiere transmitir. Urresola representa a esa generación de jóvenes cineastas que se acercan a la ficción habiendo estudiado el medio cinematográfico y, por tanto, conocen su historia, recursos, estilos y, por descontado, cómo funcionan las audiencias. Y por si esto no fuera suficiente, antes de debutar en el largometraje, ya sabía lo que era ganar un Goya y atraer las miradas del mundillo cinematográfico gracias a su corto Cuerdas (2022). Así que el indiscutible revuelo que ha provocado 20.000 especies de abejas (2023) no ha debido de pillarle del todo desprevenida.

Comenzó a escribir el guión tras el impacto que le produjo el suicidio de Ekai Lersundi, un joven transgénero de 18 años que dejó un conmovedor mensaje explicando su sufrimiento, los motivos de su suicidio y sus deseos para un mundo mejor en el que, por desgracia, él ya no iba a estar. A partir de ahí, y con el material de primera mano que le proporcionaron unas cuantas entrevistas con familias y colectivos cercanos a Ekai, fue surgiendo la historia de Aitor/Cocó/Lucía que, durante un verano, a partir de pequeños detalles reveladores y un entorno familiar propicio, decide mostrar al mundo cómo se viene sintiendo interiormente desde hace tiempo (un papel que clava la joven actriz Sofía Otero, merecidísima ganadora del premio a la mejor interpretación protagonista en Berlín 2023). Urresola logra el pack completo: homenaje, denuncia, reivindicación, éxito de público y de crítica (sobre todo internacional) y alineamiento con determinados principios de progreso.

20.000 especies de abejas es, ante todo, una historia que busca convertirse en un mito contemporáneo, un relato que emerge después de haber sido combatido, censurado y/o ignorado por una sociedad patriarcal (la única legitimada desde la Edad del Bronce para sancionar mitologías). Y como buen relato impugnador, las mujeres son presentadas como depositarias de una sabiduría ancestral, auténtica, igualitaria, probablemente la única compatible con el discurso ideológico contemporáneo. Un posicionamiento político impecable en el que la película funciona a la vez como desagravio y como contrapeso al punto de vista masculino, ejercido hasta hace bien poco en régimen de monopolio. Y como en cualquier mito que aspire a serlo, cada hito de la historia posee una interpretación simbólica (normalmente en forma de carga crítica, reivindicación o de una perspectiva frente al viejo marco binario/patriarcal). Empezando por la precoz y firme autodeterminación de género de Aitor/Cocó/Lucía, al que su madre simplemente tolera su comportamiento como un exceso de sensibilidad (y que ella desde luego se enorgullece de fomentar y respetar). Una actitud y unas reacciones que quedan en el subtexto de la película como normativas, sin plantear posibles problemas colaterales, los cuales quedan eclipsados por la defensa de la precocidad y el respeto que merecen la decisión de la protagonista. Urresola se centra, por tanto, en los aspectos que tienen que ver con la naturalidad, la ausencia de dramas, el respeto y lo irrevocable de la decisión; y de paso (aunque esto ya me parece un añadido de la directora en línea con sus convicciones personales que, en cualquier caso, no devalúan la impresión final del conjunto) reivindica a las mujeres como valedoras/protectoras, en las antípodas de un mundo masculino ausente y/o que no se entera de nada (hasta el mismísimo final). Sin traumas, sin estereotipos impuestos.


En el sentido de esa aspiración/representación ideal, la película es perfecta. Y como narración está a la altura de ese objetivo: los espacios, los momentos clave, los modelos femeninos, el poso patriarcal que hay que subvertir/superar, las mujeres que transigieron por miedo y sumisión en el pasado, la tercera generación que, por fin, se atreve a alzar la voz. Y así hasta la escena final, cuando su madre comprende que sólo responderá al nombre que ella se ha autoasignado. Una ficción a la medida. Sin duda Urresola tiene un mejor conocimiento y experiencia en el tema que yo, y está convencida por principio de que películas como esta son las que pueden servir para fomentar y guiar cambios sociales de calado. Pues aun así, yo me quedo con el análisis que hacen José Errasti y Marino Pérez Álvarez en Nadie nace en un cuerpo equivocado, donde incorporan bastantes más variables y circunstancias a tener en cuenta (biológicas, médicas, sicológicas, éticas...). Donde funciona a la perfección 20.000 especies de abejas es entre las audiencias gracias al realismo mágico; en cambio, como instrumento al servicio de la transformación social, pues mire usted, yo descuento bastante IVA a los objetivos de la película.

La cosa es que no necesitamos sustituir unos mitos por otros, más bien encontrar un lugar y algunos usos comunes que nos permitan entendernos sin someternos ni imponernos. Pero tampoco ignorar el legado biológico que llevamos implantado de serie como especie evolucionada desde aquellos atardeceres en la sabana... No es fácil encontrar un equilibrio entre ambos posicionamientos. El vértice de la polémica entre defensores y detractores de la película se encuentra precisamente en el tono y el estilo que explican la historia, y también en el convencimiento de la directora de que son ambos elementos los que mejor pueden demostrar la premisa con la que trabaja (y, como ella, bastantes cineastas españoles de su generación): que el cine es, en última instancia, una herramienta de transformación social. Se trata de una actitud político-estética habitual --aunque no exclusiva-- entre estudiantes de Comunicación Audiovisual. Esta generación se distingue así claramente de sus predecesores en el oficio (y también de algunos coetáneos), bastante menos preocupados por las repercusiones sociales de sus películas, pero sí por el impacto directo (e indirecto) sobre el público. También les enfrenta con cierta crítica veterana (y algunos espectadores de largo recorrido, entre los que me incluyo) que considera excesiva su confianza en el medio cinematográfico --concretamente la ficción comercial-- para promover no sólo cambios sociales y legislativos (que es posible, quizá, tal vez, en un momento dado), incluso suscitar modificaciones gestálticas sobre ciertos asuntos. Me gusta mucho el cine, considero que tiene una gran influencia cultural, que nos hace mejores personas en ocasiones; pero no es, desde luego, un espejo en el que observar ciertos modelos de conducta. Un breve repaso a la historia del cine --de cualquier arte narrativo-- basta para abrir unas cuantas grietas en esta convicción principalmente aspiracional.

lunes, 15 de enero de 2024

Devaluado Millás (No mires a los ojos)

Félix Viscarret venía de dirigir cuatro episodios de Patria (2020) con gran aplomo y oficio, así que quiero pensar que lo que se le atragantó en No mires a los ojos (2022) fue un guión que no acabó de decidir si lo mantenía fiel al original literario (ciertamente difícil de adaptar) de mi admirado Juan José Millás, o intentaba crear una tensión --inexistente en el libro-- que hiciera más llevadera una historia que no acaba de desplegarse ni enganchar al espectador.

La novela de Millás --Desde las sombras (2016)-- tiene un argumento tan mínimo como absurdo (un hombre acaba escondido tras el armario en casa de unos desconocidos y decide acabar su existencia allí), pero que se sostiene gracias a un interesante hallazgo formal: una narración que bascula de forma imprevisible entre la realidad y otra realidad paralela que sólo existe en la cabeza del protagonista. Ese contraste entre ambos mundos, que mutan a conveniencia y para enredar la trama, hace que al menos el texto se sostenga hasta el final. La película, por su parte, arriesga algunos cambios: algunos audaces, otros extraños, unos pocos inconvenientes.

El primero es un acierto: ocultar deliberadamente la existencia de ambas realidades. El segundo acaba malogrado: la posibilidad de integrar con naturalidad la paranoia que insinúan los indicios de Damián (el protagonista) para los habitantes de la casa. El tercero revela falta de convicción narrativa: no atreverse a evitar mostrar el rostro de los habitantes de la casa durante toda la película (si no los ve Damián, el público tampoco. Hacerlo habría sido un desperdicio en el caso de Leonor Watling y una decisión del director que podría haber cambiado por completo el tono del filme). Sin embargo, el peor error que creo que comete el guión es sustituir la decisión consciente de Damián de diluir su vida por una insostenible y difícilmente empatizable atracción sexual (y que el filme confirma que era su objetivo en el último segundo). Demasiados factores en contra.


No mires a los ojos era una apuesta muy arriesgada como reto de adaptación literaria, también la oportunidad de hacer un filme más complejo --como la novela misma-- y menos indulgente para las audiencias. Unos aciertos iniciales prometedores no hacen pensar que la anécdota desembocará en el callejón sin salida en el que acaba inmersa. Pero también es cierto que de un libro poco empático y perturbador difícilmente podía salir un filme comercial, aunque sí más provocador.

jueves, 11 de enero de 2024

Apostar por tu propio talento (Los que se quedan)

Alexander Payne es un cineasta que se resiste a encasillarse en un estilo y en un género. Las audiencias, en cambio, tienen una fuerte tendencia a encasillar a los cineastas, de los que esperan que hagan infinitas reversiones de las películas que adoran. En esa tensión fundamental e irresoluble de la industria, Payne siempre ha intentado zafarse de toda acusación de repetición y, en los títulos que podemos considerar como representativos de su estilo, busca ambientes y personajes completamente diferentes, e incorpora algunos recursos técnicos que den la impresión de renovación total: Election (1999), Los descendientes (2011), Nebraska (2013). Incluso tiene algunos intentos --dos, para ser exactos: The passion of Martin (1991) y Una vida a lo grande (2017)-- de sacudirse de encima esa fama de sensiblero, de mirada demasiado íntima sobre las personas y las situaciones que retrata; pero no es sencillo, porque ninguno ha gustado demasiado. Por suerte, en Los que se quedan (2023), Payne ha apostado por esos mismos elementos sobre los que sus fans siempre hemos agradecido que insistiera.

Para empezar, la presencia de Paul Giamatti, interpretando un personaje que es una ampliación de los tics y manías del divorciado cabreado de Entre copas (2004) --el mayor éxito de Payne hasta ahora--, sólo que ahora es un solterón cascarrabias y desencantado de la vida (y dándole la réplica una magnífica composición de Da'Vine Joy Randolph). En segundo lugar, un guión de argumento esquemático, directo y bien planteado, que permite anticipar los diferentes hitos del drama y de la comedia (un internado en el que un profesor, un alumno y una trabajadora del colegio se quedan sin vacaciones de Navidad por muy diferentes motivos). Es fácil adivinar que el radical alejamiento/enfrentamiento de los tres experimentará grandes y profundos cambios en los días que pasarán juntos. En tercer lugar, la recuperación de esa narración pausada propia de Payne, presentando poco a poco a los protagonistas, que fluye gracias a su sentido del humor suave, a su forma de extraer sonrisas tristes en numerosas situaciones (previsibles o no). Y por último, una renuncia (o un cambio, ves a saber): apostar por David Hemingson como guionista en lugar de tirar de lo eficaz conocido (Jim Taylor).


La película no ofrece sorpresas, el desarrollo de la historia se cumple sin sobresaltos a partir de los indicios más que obvios que adelanta en cada escena. Quienes conocen el cine de Payne saben que al final habrá un desbordamiento de los sentimientos, una transformación vital; así que entonces (si eres muy impresionable) decides comenzar a blindarte ante la casi segura perspectiva de un impacto afectivo o, en caso de estar habituado, prepararte para anticipar esos momentos definitorios y no dejar que te pillen desprevenido. Pues bien, en mi caso (que era esto último), la cosa no funcionó: los momentos elegidos eran tan cotidianos que me volvieron a pillar sin la debida protección.

Por último, menciono un detalle curioso: la completa inmersión del filme en el tiempo de la historia (los años setenta en EE UU): no es solamente que la acción se ambiente en un momento del pasado, sino que desde el logo de la productora hasta los créditos iniciales, la fotografía y el montaje se adaptan a esa época, como si Payne quisiera dar la impresión de que estamos viendo una película rodada en el presente de la acción y con el punto de vista de aquel momento. Un elemento sutil que da la medida del cuidado y la dedicación de su director.

Los que se quedan supone el regreso de Payne al estilo que a sus admiradores nos gusta y para el que él mismo está dotado; una historia de seres humanos que son capaces de salir de su zona de confort, de su refugio de ira, dolor y/o cinismo, y lo hacen sin que tengan que convertirse en --o actuar como-- héroes o rarunos a la contra de todo y de todos. Una película que divierte y conmueve, que mezcla con habilidad la tristeza, la coherencia y la esperanza en un porvenir mejor. Un filme que se disfruta de principio a fin.

viernes, 22 de diciembre de 2023

Destilar la verdad y los hechos para obtener un relato (Anatomía de una caída)

Anatomía de una caída (2023) de la francesa Justine Triet sigue su fulgurante carrera comercial gracias a la gasolina de los numerosos premios que recibe (máximo galardón en Cannes, seis premios del Cine Europeo y van 36, de momento...), imponiéndose a las audiencias por su escrupulosa pulcritud en la exposición y desarrollo de un suceso mínimo pero impactante, y todo ello sin necesidad de contar con un guión de hierro forjado o, por lo menos, redondo; ni siquiera exhibiendo la contundencia narrativa que se esperaría de una historia como esta. Sin embargo, el filme resulta inapelable en la disposición del drama, luciendo en todo su esplendor en lo formal, en los diálogos y en ciertas situaciones perfectamente planificadas y expuestas. Con eso basta para quedar atrapado.

El suceso central deja claro en los cinco primeros minutos que la cosa irá de la típica película judicial en la que todo se juega a la última carta: saber si Sandra --acusada del asesinato de su marido y con un hijo ciego-- es culpable o no, si hubo un montaje imposible de detectar y nada ni nadie es lo que parece. Es un género al que nos tiene muy bien malacostumbrados el cine estadounidense (incluyendo toda clase de giros estrambóticos en el último cuarto). Pero no, Anatomía de una caída no va exactamente de eso, sino de cómo Triet es capaz de desplegar una autopsia cinematográfica de la caída a la que alude el título: no sólo desde el punto de vista científico-forense (que por supuesto acapara buena parte del interés, y que hace sentirse cómodas a las audiencias ante estas exposiciones ordenadas y previsibles), sino también del social y humano: Sandra es una conocida escritora y, a raíz del juicio, su obra se reinterpreta en una obscena búsqueda de indicios que anuncien su predisposición al asesinato. Pero lo peor en estos casos es siempre la exposición pública e insensible del mundo íntimo de la pareja, hecho normalmente de secretos, engaños, microvenganzas y miserias que se niegan siempre y en todo lugar, excepto en un estrado... Y luego está Daniel, el hijo de ambos: afectado desde niño por una severa pérdida de visión a causa de un accidente, deberá enterarse sin rodeos ni filtros de toda esa parte de la vida que todos padres ocultamos deliberadamente a nuestros hijos. Es en este punto donde la película se desvía del género estadounidense en el que creíamos estar inmersos, apostando todo al complicado juicio que trata de extraer una verdad que, además, sea un relato coherente en el que insertar los hechos probados por la lógica y/o la ciencia (las únicas que se supone que facultan para apuntalar una condena por asesinato).


A ese relato se dedica por entero la segunda parte de la película y, para ello, se ve obligada a quebrar la estricta cronología de la historia e introducir flashbacks. Pero, para no rebajar la contundencia de la crónica, Triet deja claro que no se trata de saltos al pasado fruto de una narración cuya planificación y dosificación no tenemos manera de conocer, sino de reconstrucciones de pruebas documentales que se presentan en la sala. Excepto el último, que incorpora una audaz manipulación técnica que dice mucho acerca del significado de la escena y del posicionamiento de la narradora respecto a la historia (teóricamente neutra hasta entonces). Es en estos fragmentos recreados donde se concentra la máxima tensión de la historia, así como en los intercambios entre las partes en el juicio, presentados mediante diálogos brillantes y unos protagonistas secos, distantes, cartesianos en sus manifestaciones, justo lo que se espera de una película así.

Reconozco que las críticas previas me habían provocado unas expectativas muy altas, y es verdad que, una vez vista, me han encantado el tono y el tempo escogidos para narrarla, logrando casi siempre un difícil equilibrio entre intensidad y tensión. Quizá los personajes y un desarrollo dramático prácticamente impuestos por el género y el tipo de historia hayan rebajado mi valoración global, pero merece que le dediquemos el tiempo que tarda en sacudirnos, despistarnos y conmovernos sin que apenas lo veamos venir...

jueves, 14 de diciembre de 2023

Dar con el punto exacto donde todo funciona (Wonka)

De entrada hay unos requisitos comerciales: audiencia prioritariamente infantil, pero también atractiva para los adultos acompañantes; canciones y números musicales; sentido del humor suave al estilo Pixar (tontito pero con una pizca de ironía, para no ofender a nadie y complacer a todas las edades); fantasía desbordada y, por tanto, profusión de efectos digitales explícitamente propiciados por el guión... En cuanto al guión, salvo los must have mencionados, pues no es imprescindible que haya un historia potente detrás (basta con recopilar aquí y allá elementos, personajes, situaciones y/o ambientes prestados de obras bien conocidas: Oliver Twist, Annie...). Lo que sí es altamente recomendable es que los protagonistas caigan bien (el principal acierto del filme). Al tratarse de un precuela, la película que el público tiene en mente como marco mental es, inevitablemente Charlie y la fábrica de chocolate (2005) de Tim Burton, pero podría ser también la adaptación de una versión anterior --Un mundo de fantasía (1971)-- o el propio original literario de Roald Dahl, publicado en 1964--, así que lo lógico sería esperar que la historia encajase todas o algunas piezas del relato con sus predecesoras temporales y/o sucesoras argumentales, por coherencia, por un simple juego diegético para crear saga cinematográfica. Pero no es así. Y es que Wonka (2023) no se siente obligada en absoluto a incorporar nada de la trágica infancia del maestro chocolatero imaginada por Burton, marcada por un terrorífico padre dentista ciertamente conectado con el que interpretó Laurence Olivier en Marathon man (1976). Nada de esto, ni siquiera cualquier atisbo de secuela por unos sucesos que ni se nombran pero podríamos imaginar integrados en el personaje de Wonka (brillantemente interpretado por Timothée Chalamet, que supera con nota los diferentes registros que exige la historia), asoma ni se deduce en ningún plano, situación o diálogo de la película de Paul King.


La cosa es que, desde el minuto uno, se nota que su director se ha sacudido de encima toda responsabilidad respecto al universo creado por Burton, y que lo que le preocupa es hacer una película brillante, divertida, deslumbrante, comercial, complaciente. El primer acierto: el propio Wonka, con la dosis justa de ingenuidad infantil, fina ironía y sensibilidad encantadora; y que Chalamet clava en todos los aspectos. A modo de comparsas, una galería de secundarios muy bien escogidos y perfilados que sirven de contrapunto en cada escena (los amigos de Wonka, los villanos ridículos pero desopilantes por caracterización y réplicas) y tenues referencias formales a otras películas (bastantes planos frontales me recordaban inevitablemente a Wes Anderson). Todo ello espolvoreado --ya que la película va de recetas chocolateras-- con unas cuantas canciones y números musicales sencillos pero vistosos, en la más pura tradición clásica, y unos pocos gags ciertamente originales. Pero sobre todo, sobre todo, el principal mérito de la película es el ritmo impecable: sin dramatismos ni monólogos descaradamente enfatizados, sin detalles que ralenticen la historia o desplieguen subramas inútiles. La narración, siempre directa al grano, brincando de un suceso a otro sin remilgos ni temor a dejar a nadie del público atrás. Y si aun así, alguien se pierde, pues que disfrute de los efectos digitales (una ciudad ideal recreada a partir de joyas arquitectónicas europeas), la música o del apetitoso chocolate que lo inunda todo.

En definitiva, un filme que no es redondo, pero que encandila --incluso a los escépticos como yo-- por su apreciable nivel en casi todos los aspectos. Quizá del éxito de esta estudiada fórmula comercial dependerá que haya o no una nueva precuela que deje la historia del ingenuo Wonka en el momento en el que la tomó Burton. De momento, vale la pena dejarse llevar por un cine escapista que no deja un regusto ñoño ante el exceso de azúcar ni un leve poso de amargor ante un espectáculo previsible a todas luces, porque el camino no se hace largo ni pesado.


sábado, 11 de noviembre de 2023

Balance de sombra y sueño (El chico y la garza)

Por segunda vez, Miyazaki ha ignorado sus propósitos declarados y ha vuelto a estrenar en salas un largometraje. Un adicto al trabajo como él es poco probable que deje de crear, así que tendremos suerte si todavía vemos algunos fragmentos de su inimitable arte en formatos menos trabajosos de producir. Lo que doy por casi seguro es que no veremos otro largometraje estrenado en cines (ójala me equivoque). A sus 82 años, El chico y la garza (2023) sí que tiene aires de despedida del largometraje, y la verdad es que, después de verla, creo que él mismo sabía que lo era.

Los temas de fondo que fluyen bajo el argumento resultan obvios: la tristeza ante la evidencia de que el tiempo que no se detendrá, la decadencia física, el desapego ante un mundo que ya se no reconoce porque han desaparecido los valores que guiaron una vida y una obra. Es fácil detectarlos todos en cuanto asoman en los momentos cruciales de la película, y entonces --al menos a mí, como rendido fan de Miyazaki-- me invade una melancolía tremenda ante la perspectiva de un planeta sin él. La cosa es que fui a ver la película con un espíritu de fin de ciclo plenamente consciente, dispuesto a disfrutar cada plano.

Normalmente Miyazaki parte de un original literario que le sirve de columna vertebral para el guión de la película, pero añadiendo siempre sus propios temas, hallazgos y obsesiones. No ha sido diferente con El chico y la garza: basada en un clásico juvenil de la infancia del director --¿Cómo vives? (1937) de Genzaburo Yoshino--, en la película apenas queda el esquema central de la relación de un chico de 15 años con su tío materno a través de un diario. A partir de esa premisa mínima, Miyazaki desarrolla su estilo de ficción característico (detalles sutiles, sensibilidad, puertas a mundos fantásticos, descubrimiento de saberes tradicionales y/o revelados). Pero esta vez hay más que en sus anteriores filmes: no solamente la exhibición desacomplejada de un profundo dominio de todas las técnicas de la animación artesanal, y también, por supuesto, su narración desparramada y fantástica imposible de anticipar; aquí lo nuevo es un prólogo de estilo expresionista para presentar el trauma de la muerte de la madre del protagonista, un recurso inédito en la filmografía del maestro japonés, abonado desde siempre a una línea clara de inspiración realista.



Por lo demás, El chico y la garza depara pocas sorpresas en lo cinematográfico: arranque lento, tomándose su tiempo para presentar al protagonista y su entorno (familiar, natural y sobrenatural), sin miedo a perder espectadores por el camino (ya estamos entregados de antemano), una historia que se extiende imparable como líquido sobre una superficie sintética, diseñada específicamente para dejar resbalar la acción, sin plan preconcebido, sin dosificación ante cada revelación parcial ni preocupación por las consecuencias sobre el relato. Miyazaki en estado puro. Para entonces, debido al comodín de fin de ciclo vital que nos atenaza como espectadores, ya pocas cosas nos sorprenden, así que hay tiempo para dedicarse a identificar los detalles monos y las referencias a títulos anteriores (hay bastantes).

Así que, por segunda vez (y a la espera de una tercera): hasta siempre señor Miyazaki, y gracias por todo.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

El último eslabón en una larga decadencia (El gato conoce al asesino)

No soy un experto en cine negro, aunque sí me considero un aficionado leal, debido a la influencia que ejerció en mis años de consolidación cinéfila (y seguramente sentimental también). No partía de cero, ya que me crié en un hogar repleto de literatura negra. A mi padre también le gustaba mucho ese tipo de películas, aunque solo fuera porque eran una derivación de su verdadera pasión: la novela policíaca y de misterio, de la que reunió una notable selección de autores y títulos. Como todo género, el cine negro conoció un ciclo de consolidación, esplendor y decadencia, y aunque sus motivaciones principales fueran el entretenimiento a base de personajes y situaciones al límite de lo legal (paradójicamente rodados por unos estudios y productoras bastante conservadores), hoy pocos niegan el componente social que latía tras sus tramas y argumentos. Para mí, lo más curioso es comprobar cómo su alargada sombra se extiende aún hoy en toda clase de filmes y cineastas por todo lo largo y ancho del planeta (incluso en filmografías muy alejadas culturalmente), pero no sólo de la generación que sucedió a los grandes pioneros y maestros, sino que dos generaciones después aún podemos constatar un deseo de experimentación sobre los estilos y recursos que sirvieron de seña de identidad al género negro. Todos los indicadores apuntan que este cine, terriblemente mutado desde sus primeros éxitos, pero aún perfectamente reconocible, goza de buena salud.

En los años setenta (a dos décadas de distancia de los años de máximo esplendor del género) los autores e intérpretes de sus títulos mayores estaban al final de su carrera, pero buena parte del público seguía deseando verlos trabajar. Por eso desde 1960 --año oficial del colapso del sistema de estudios-- se recuperaron obras, argumentos, actores y ambientaciones que permitieran mantener el espejismo de un cine creativa y biológicamente agotado, tratando de encajar sus historias en una sociedad completamente diferente, con nuevos rostros, manteniendo únicamente la columna vertebral de una investigación criminal. Fue un fenómeno que traspasó fronteras: en Francia destaca A pleno sol (1960), adaptando una historia de Patricia Highsmith, o la inclasificable y atemporal Lemmy contra Alphaville (1965) de Godard. En EE UU las nuevas estrellas y los gustos del público determinaron en gran parte el estilo y los argumentos, sin alejarse demasiado del nuevo género --el thriller-- recién inventado por Hitchcock (precisamente en 1960): Bullit (1968), con sus escenas de acción y persecuciones en coche para lucimiento de Steve McQueen; Detective (1968), una historia clásica a la medida de Frank Sinatra; Harper, investigador privado (1966), el intento más serio de reunir todos los elementos básicos del género (Ross Macdonald como autor adaptado, Paul Newman como estrella del momento y guión con todos los hitos habituales del trabajo detectivesco) o En el calor de la noche (1967), que se abre a nuevas localizaciones y temas (ambientación rural, el racismo...) y además se llevó cinco Oscar.

Sin embargo, en los setenta todas las grandes novelas tenían su versión en la gran pantalla y las estrellas de Hollywood no se sentían demasiado atraídas por el personaje del detective privado ambiguo y tiradete; quizá por eso se introdujeron grandes cambios: Las noches rojas de Harlem (1971) abrió el género a un protagonista afroamericano; Harry el sucio (1971) puso en primer plano la violencia y el tempo del western, Contra el imperio de la droga (1971) incrementó exponencialmente las dosis de acción de Bullit, Paul Newman volvió a meterse en la piel del detective Lee Harper en Con el agua al cuello (1975), esta vez rodeado de amigos y esposa. Pero el público se decantaba claramente hacia nuevos géneros, marcados por la acción, los efectos especiales, fenómenos paranormales, el terror y un incipiente escepticismo cool que treinta años después de aquello se ha convertido en el estilo dominante para caracterizar personajes y diálogos. Aun así, estos años alumbraron obras maestras indiscutibles como El padrino (1972) de Coppola o Chinatown (1974) de Polanski. Finalmente, el género se apagó con dos títulos menores que anunciaban su cierre definitivo, centrados --como no podía ser de otra manera-- en la investigación privada, sendos intentos fuera de tiempo por poner al día uno de sus personajes canónicos (Philip Marlowe): Un largo adiós (1973) con Elliot Gould y Adiós muñeca (1975) con Robert Mitchum. A partir de ahí, salvo contadas excepciones, todo lo que ha producido el cine han sido homenajes o variaciones con nuevos materiales.

Inexplicablemente, en mi mente ha pervivido un extraño recuerdo: era adolescente y una tarde fui a una sesión continua en un cine de mi barrio. Entré en la sala a oscuras en plena proyección mientras terminaba la película de relleno del programa doble (yo quería ver la que venía a continuación, cuyo título, curiosamente, he olvidado). Sin embargo, recuerdo perfectamente la escena que me tocó ver: a pesar tratarse del final y de mi corta edad, comprendí intuitivamente de qué iba la película, a qué género pertenecía y en qué momento de la historia se encontraba (cuando el detective reconstruye todo el caso y acaba con el culpable). Me sorprende hasta qué punto tenía ya interiorizados los recursos y tics del cine negro. Aquella película era El gato conoce al asesino (1977) de Robert Benton y, por culpa de esa anécdota, he decidido considerarla la última película del cine negro, la que cerraba definitivamente su etapa de decadencia. Su título original --The late show-- define perfectamente esa sensación que trato de explicar; no obstante, por esta vez, prefiero el título que se le impuso en el doblaje, porque remite perfectamente a los grandes títulos del pasado en los que se inspira.

Robert Benton ha sido un cineasta sin demasiada suerte: su exigua filmografía contiene algunos aciertos parciales, pero ningún título redondo, aunque sí un clásico popular incontestable: Kramer contra Kramer (1979), el filme que visibilizó el tema del divorcio ante las clases medias, hablando con sinceridad --y bastantes dosis de drama patriarcal barato, de ahí buena parte de su éxito-- de las miserias que impone el final del matrimonio (con hijos). Hoy, la sociedad y el cine lo han naturalizado, matizado, banalizado y/o ridiculizado lo suficiente como para resituarlo en el lugar que debe ocupar en la ficción, pero es verdad que Benton fue el que lo situó por primera vez en el centro de un guión comercial. Como artista, Benton ha sido mejor guionista que director y, aparte de Kramer contra Kramer, su mejor trabajo es sin duda el de la película que escribió y dirigió justo antes: El gato conoce al asesino.


La película se atreve con todos los requisitos del género: un guión enrevesado como los de Raymond Chandler, repleto de nombres que se suceden a toda velocidad (los cuales se supone que dan coherencia a la trama, aunque no podamos ni queramos cuadrar las pistas), con todas las escenas que suele incluir el desarrollo la investigación de un detective en las fronteras de la legalidad borrachín y medio jubilado (lealtad a un socio muerto, peleas, trucos del oficio, psicología social, chistes malos, cinismo de buen fondo...) y una galería de secundarios muy bien retratada que dan lo mejor de Benton. Pero también nuevos elementos: localizada en el Los Angeles de los setenta, con protagonistas ancianos --ni atractivos ni divertidos ni encantadores-- que se mueven en unos ambientes en desaparición (timadores de medio pelo, asesinos a sueldo, mafiosos de tercera...) y, por supuesto, la protagonista femenina (una loca de la vida que no sabe donde se mete y que se ve obligada a contratar un detective que le cae mal  y con el que acaba asociada para resolver su caso). Momentos chuscos, diálogos que reúnen a los diferentes bandos en liza y le obligan a actuar, recuerdos del pasado... No hay ninguna escena de la película que cualquier aficionado no pueda anticipar o situar dentro del esquema narrativo del género, pero aun así se disfruta porque es una buena recreación. Es cierto que le falta encanto, pero esa es precisamente su apuesta: ese tipo de cine agoniza porque ya no resulta estimulante ni, probablemente, creíble en términos clásicos. Puede que Benton quisiera revitalizar este tipo de historias, o pasárselo bien sin más rodándola, pero la cosa es que con El gato conoce al asesino se cerró un ciclo con una rareza que con los años incrementa su valor porque está --ya lo estaba en el momento de su estreno-- repleta de nostalgia.

En los tiempos que corren el cine negro no admite homenajes que apelen al clasicismo, y si no, ahí está el tremendo fracaso de Marlowe (2022); sin embargo, sigue admitiendo muchas variantes (formales y de contenido), incluso sobrevive parasitando otros géneros, viejos y nuevos, a los que aporta aplomo e interés. Además, las audiencias reconocen con facilidad la fuente en la que se inspiran y/o un claro homenaje sin necesidad de más énfasis del necesario. Incluso surgen de tanto en tanto pequeñas joyas que cautivan por su habilidad para hacer algo nuevo y divertido con viejos materiales. Y si no, ahí está la prometedora Drive-away dolls (2023) de Ethan Coen, que sólo con el avance demuestra que la mejor manera de rodar cine negro hoy día es sacudirse la presión de hacer una película que pueda cargar con semejante etiqueta.


Se sigue escribiendo y rodando cine negro: cosas raras, intentos fallidos de resucitarlo, trasplantes geniales --Blade runner (1982), L.A. Confidential (1997), Huérfanos de Brooklyn (2019)-- en otros moldes, pero no hemos de olvidar que son productos de segunda generación: versiones, reconstrucciones, parodias, reinterpretaciones, variaciones, extensiones... Ninguna película que se atreva con este género podrá ya lucir la misma denominación de origen de una época de esplendor que comenzó en los años cuarenta, dio sus mejores frutos en los cincuenta, conoció una larga decadencia en los sesenta y se disolvió habiéndolo dicho casi todo en 1977, justo después del estreno de El gato conoce al asesino. Justo a tiempo de entregar el testigo al cine ochentero: ese mismo año se estrenaba La guerra de las galaxias.

martes, 10 de octubre de 2023

Asco, miedo y vergüenza (Comportarse como adultos)

Los indicadores macroeconómicos pueden matar a la gente. No directamente, pero sí como consecuencia de decisiones de gobiernos e instituciones, que los modifican a peor con medidas fuera de la realidad. Esos gobiernos e instituciones son responsables indirectos del empobrecimiento, la desigualdad, la desesperación, la pobreza, incluso la muerte por falta de acceso a una sanidad pública, gratuita y universal. Suena a panfleto, es verdad, pero es algo que han experimentado dolorosamente varios países europeos en los últimos tiempos, aunque quizá el caso que provocó mayor indignación y escándalo por su magnitud fue el de Grecia en 2015, agravado por el enrocamiento de las elites políticas en su cerrada defensa del gran capital privado, pero sobre todo por la insensibilidad y la inhumanidad que demostraron durante meses en sus deliberaciones al más alto nivel. Ya me despaché a gusto a propósito de la lamentable política exterior europea en los últimos cien años cuando escribí sobre Vals con Bashir (2008); ahora toca añadir otro eslabón en esta cadena de la indignidad a costa de la política económica por culpa del tercer rescate griego y la crónica que de él hace Comportarse como adultos (2019) de Costa-Gavras, basada en el libro del mismo título publicado en 2017 por uno de sus protagonistas, el ministro griego de finanzas Yanis Varoufakis.

En enero de 2015 ganó las elecciones Alexis Tsipras, líder de la coalición izquierdista SYRIZA, sustituyendo a un gobierno socialista que tuvo el valor de reconocer públicamente que durante años Grecia había falseado los datos de su deuda a la UE, provocando un escándalo mayúsculo. La principal consecuencia fue que empeoró aún más la situación económica que estalló tras la crisis sistémica de 2008, viéndose forzada a aceptar dos rescates financieros que impusieron medidas draconianas a su economía (con el objetivo último, decían, de salvarlos para el euro). Dos rescates (2010 y 2011) con dinero de bancos privados --franceses y alemanes sobre todo-- debido a que la UE no disponía entonces de ninguna cláusula que permitiera rescatar con sus fondos propios a países miembros. Para cuando SYRIZA se hizo cargo del gobierno, ya estaba en marcha un tercer rescate, aún más monumental y repleto de requisitos --el Memorándum de Entendimiento (MoU)-- que impactaban directamente en las condiciones de vida de la población, además de hacer inviable el pago de la deuda porque se cargaba del todo las fuentes de generación de riqueza de su economía. En ese contexto, la película relata los meses que Tsipras y Varoufakis pasaron tratando de renegociar las cláusulas del MoU, intentando convencer a Bruselas, el BCE y el FMI (la famosa troika, encastillada en que las deudas se debían pagar sí o sí, excepto si los afectados eran ellos mismos y/o el euro) de que ese tratado significaba condenar a todo el país, durante años, a una pobreza injusta.


Comportarse como adultos es un filme narrado con aplomo, sin tiempos muertos ni florituras ni tramas añadidas, rodado en un estilo documental que hace que las audiencias no pierdan de vista en ningún momento los detalles del argumento y los principales actores queden retratados en sus posicionamientos. Diálogos eficaces, creíbles, sin sensiblerías que ablanden a los interlocutores o propicien reacciones populistas por culpa de ciertos enfrentamientos tensos (básicamente con los alemanes y el BCE). Como es lógico, Varoufakis --que apenas duró cinco meses en el cargo, cuando la troika consiguió eliminarlo de toda negociación-- es el personaje central de la historia, quien va acumulando simpatías y solidaridad en sus constantes e infructuosos intentos por modificar la postura inamovible de los países acreedores.

No es una casualidad que el griego Costa-Gravas haya dirigido esta película, que sin duda busca convertirse en una durísima reacción popular ante la escandalosa hipocresía de la Unión Europea en la crisis griega. Su incontrovertible experiencia en el cine político se adapta con profesionalidad el tema central, a los elementos que aportan más verismo e información. El resto llega solo: indignación ante una enervante mezcla de tecnocracia y asepsia que no es otra cosa que puro egoísmo y ceguera ante una realidad social. En corto y claro: no estamos en manos de buenos gobernantes.

Y sin embargo el tiempo parece haber dado la razón a los intransigentes de la troika, blanqueando en parte la gravedad de las posturas que sostuvo en 2015: la economía griega remontó contra todo pronóstico e hizo viable un pago sostenido de la deuda, que prácticamente quedó liquidada en 2022. Para ello, Grecia tuvo que pasar por el aro y avenirse a las inhumanas condiciones de devolución. Aun así, a pesar de la recuperación, los costes humanos siguen pasando factura al país (el PIB griego continúa hoy muy por debajo de los niveles previos a 2008; ese diferencial es el precio que la gente se ha visto obligada a pagar para que los bancos no tengan que perder ni un céntimo de lo prestado). Tal como han ido las cosas, esos mismos intransigentes creen que su actitud inmovilista (los pactos se deben cumplir a toda costa) y la apuesta por la austeridad (el dogma económico que sumió a Europa en la recesión) eran correctas; que ellos tenían razón: podía acometerse la recuperación y conseguir que los acreedores cobraran la totalidad del dinero. Pero también ha habido otro coste, el de unas terribles consecuencias sociales y humanas --en esto, Varoufakis llevaba razón desde el principio, y el tiempo no se la ha quitado-- por culpa del inmenso chantaje infligido para que unos bancos --privados, no lo olvidemos-- recuperaran lo prestado a costa de lo que sea y de quien sea.