La frase del título hace referencia a esa otra («El socialismo realmente existente») que se puso de moda en los noventa entre políticos y ensayistas, y que servía para designar el sistema político de la antigua República Democrática Alemana hasta 1989 (año de la caída del Muro), para distinguirlo explícitamente de ese otro, el de los partidos socialistas y comunistas occidentales, que --en lo básico-- hablaban de una ideología de izquierdas meramente teórica, nunca puesta del todo en práctica ni definida en toda su extensión por sus principales líderes. Tras el hundimiento de los estados prosoviéticos, resultó que el verdadero socialismo, el único que había llegado a convertirse en sistema político, era el de la RDA; como consecuencia, desde 1992 (el año de la unificación de Alemania) se aceptó mayoritariamente que aquel socialismo teórico (el diseñado en sus orígenes por Marx, Engels, Lenin y compañía) del que se decían herederos ideológicos algunos partidos de izquierda occidentales, no tenía nada que ver con la paranoia orwelliana en la que había degenerado un sistema político que se consumió en su propio miedo a la deserción, la delación y la disidencia. El que crea que exagero o quiera saber más detalles sin salir de la ficción cinematográfica que eche un vistazo a La vida de los otros (2006).
Bárbara (2012) de Christian Petzold --filme finalista al Oscar a la mejor Película Extranjera de este año por Alemania-- es un retrato sencillo y tremendo acerca de las vidas que amputó (tanto en lo externo, debido a la penuria económica, por las nefastas consecuencias de la aplicación de un modo de producción centralizado completamente lunático, reinterpretado libre e inconscientemente una política económica que Marx nunca llegó a poner por escrito) un régimen político dictatorial obsesionado por la vigilancia y la pureza ideológica de todos --absolutamente todos-- sus habitantes.
Barbara es una médica destinada desde la capital a un hospital de provincias como castigo por haber solicitado permiso para abandonar el país (mantiene una relación con un alemán del oeste). En su nuevo destino se propone cumplir estrictamente sus tareas y limitar radicalmente las relaciones personales con sus compañeros de trabajo, especialmente con su jefe --André-- que además parece ser la persona designada por El Partido para su vigilancia, así como de transmitir toda clase de información sobre su vida cotidiana a la Volkspolizei.
La película relata la existencia diaria de Barbara: los registros constantes (incluido su propio cuerpo) en busca de evidencias que demuestren su intención de escapar ilegalmente, la condena de una vida anodina y vacía en la que todo está prohibido y además todo lo que está prohibido se puede disfrutar apenas a unos quilómetros de distancia. Aun así, Barbara sigue siendo una profesional de la medicina, y no puede evitar querer hacer bien su trabajo. El filme narra todas estas contradicciones con un estilo directo, natural, ciñéndose a la sucesión de los días y los acontecimientos, mostrando cómo la protagonista resbala sobre ellos a la espera de su oportunidad. No hay giros imprevistos, ni impactos súbitos, ni intención de ocultar lo que será un final previsible pero coherente; por no haber, ni siquiera hay intención de caer en la tentación de recurrir al drama facilón: cuando Barbara descubre que el comisario que la vigila está muy enferma y es André quien la trata, y ni siquiera eso sirve para ablandar su obsesión por encontrar pruebas para denunciarla. El hecho de no explotar dramáticamente esta escena, pero sí de presentarla con todo detalle ante el espectador, es un buen indicador para calibrar la distancia y la frialdad del estilo narrativo, pero sobre todo para hacerse una idea de la clase de sociedad podrida que era la RDA.
Ritmo lento, personajes bien construidos, sentimientos encauzados en los momentos clave (sin ceder a la exageración), austeridad en los espacios y en el montaje, fotografía cuidada, obsesión por la planificación escénica... Bárbara me ha devuelto la tranquilidad: finalmente he disfrutado de un filme narrado con parsimonia, hecho de silencios, sobrentendidos, tomas largas y sin apenas movimiento capaz de mantener todo mi interés. Temía haber perdido la capacidad de valorar esos otros estilos cinematográficos no directamente basados en la narratividad más clásica o comercial. No todo lo lento, silencioso y contemplativo respecto a objetos y actores con un tema lejanamente reivindicativo y humanista significa que sea cine del bueno. Hace falta un guión, y también una historia amena que contar, y personajes que por lo menos en algún aspecto nos caigan simpáticos o nos atraigan. Gracias al filme de Petzold me reafirmo en mi idea de que encadenar escenas raras, con personajes apenas esbozados, simplemente lo justo para encajar en el argumento, sin vínculos con, al menos, una realidad cercana y/o deducible por el espectador, resulta un fraude. El que crea que exagero o quiera saber más detalles sin salir de la ficción cinematográfica que eche un vistazo a algunos de estos títulos y a mis respectivas crónicas: Alps, Holy Motors, Drive, Le Havre, Melancolía...
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