No me gustaría que por el título de esta crónica quedara deslucido el gran trabajo del mexicano Rodrigo Prieto, que debuta en el largometraje después de haberse ocupado de la fotografía en algunas de las mejores películas del cine occidental de las últimas dos décadas (Scorsese, Stone, Almodóvar, Iñárritu, Gerwig). Pero es que siento debilidad por los guiones de Mateo Gil, los cuales, por desgracia, se han prodigado bastante poco más allá de la filmografía de Amenábar. Y aunque no ha consolidado su salto como guionista/director --Proyecto Lázaro (2016), Las leyes de la termodinámica (2018)-- sus argumentos poseen un aplomo y un toque de clasicismo que apenas ya nadie exhibe (al menos en España). Su adaptación de Pedro Páramo (2024), en cambio, demuestra que mantiene el pulso creativo.
Me parece imposible no quedar atrapado --igual que el protagonista que da título a la novela-- al leer la primera frase de Pedro Páramo (1955): «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...». Una sola frase basta para establecer el tono, un avance del relato, desvelar quién es el narrador y su relación con la historia; es la clásica composición que distinguió a la novela latinoamericana a mediados del siglo XX y que arrasó en todo el mundo, incluso en los países anglosajones, tan impermeables ellos a todo lo que no esté escrito en su idioma. A pesar de que la novela no es un relato lineal ni incremental al uso, como los que suelen triunfar en la literatura y el cine populares, son las altas dosis de experimentalismo vanguardista lo que acaban por diluir y eclipsar la anécdota inicial, transformándola en algo fragmentado, desordenado... El texto mantiene intacta su potencia y prestigio literarios, pero quizá esa sea una de las razones por las que ha sido uno de los grandes olvidados para dar el salto al cine.
Producida por Netflix y estrenada casi a la vez que su otra apuesta del año por el audiovisual en español (la serie para streaming más cara rodada en este idioma, Cien años de soledad), Pedro Páramo logra mantener un meritorio equilibrio entre la fragmentaria reconstrucción que hace Juan Preciado del pasado de su padre y el descubrimiento (a mitad de película) de cómo y por qué la puede llevar a cabo si todos quienes le conocieron están muertos. Es en esa segunda mitad donde Rodrigo y Gil introducen mayor linealidad narrativa para completar la historia, justo al revés que el original literario, en el que Rulfo intercala nuevas tramas secundarias sin apenas marcarlas en el relato, obligando al lector a volver atrás, arriesgándolo a perder el hilo (y el interés). Era algo habitual en aquella época: urdir un entramado de voces y relatos para expresar la imposibilidad de conocer el pasado y/o la naturaleza fragmentaria de nuestra identidad, y para ello nada mejor que narraciones abiertas, no necesariamente coherentes ni lineales como ésta. Sin embargo, el guión de Gil se esfuerza por extraer de ese palimpsesto literario que conforman los diferentes relatos uno que contenga la mayoría de las piezas necesarias dotar de significado completo (o al menos, suficiente) a la historia, sin sacrificar la figura del narrador (uno de los mejores recursos de la novela).
El resultado es un filme interesante que cumple los requisitos de Netflix como película narrativamente compleja que no deja de ser comercial, no traiciona el original literario y no desmerece el gran trabajo artístico y de adaptación de Prieto y Gil. Incluso puede que haya quien sienta curiosidad por acercarse a una de las mejores novelas de la literatura mexicana. Ojalá...
Hace más o menos un año estaba escribiendo una entrada casi calcada a esta: el mismo tema, estilo, tono... lo único que cambia (cada año lo hace) son los títulos y los nombres propios de los nominados. Hace un año Los asesinos de la luna parecía la cumbre de la reivindicación antirracial, hoy Nickel Boys nos hace sentir que el nuevo techo está aún más arriba. Y Pobres criaturas se consideraba un prodigio visual que marcaría una época, pero The brutalist ha hecho que la olvidemos como si nada. Un año abarca muchas películas, y la frenética sucesión de estrenos hace difícil que un título deje su impronta más allá de marzo.
Si no fuera por la polémica por los mensajes de Karla Sofía Gascón, quizá las apuestas de la 97 edición especularían sobre si Emilia Pérez se convertiría en un nuevo Parásitos. Espero que nos sea así, porque mi deseo es que sea Anora la que se lleve las principales categorías. Sin embargo, un contexto político que mira en exceso por el retrovisor no ayuda y lo más probable es que sea un producto local, con un formato ferozmente clásico como el de The brutalist, el que arrase, incluso la aún más conservadora Cónclave. Y ese mismo sesgo haga que No other land cotice a la baja y, en cambio, La semilla de la higuera sagrada tenga el camino más despejado.
La cosa es que, si esto es febrero, aquí está la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua, con su lista completa de nominados, para que cada cual, documentándose al máximo o sin importar lo que marca, revele sus gustos, preferencias, intuición o, simplemente, su buena suerte. ¡¡Nos leemos en Sesión discontinua!!:
Para su segundo largometraje como director, Jesse Eisenberg --conocido entre las audiencias por su interpretación de Mark Zuckerberg en La red social (2010)-- ha apostado por un formato atractivo y sobradamente conocido, capaz de atraer a quienes todavía se interesan por ese cine humanista y tangencialmente crítico que aspira a premios internacionales. Un dolor real (2024) es un relato que gusta por su combinación de ironía triste, heterodoxia vital y unos cuantos amagos de momentos definitorios (que no se suelen concretar por imperativo del relato, no por incapacidad narrativa). En la película encontramos un poco de todo: la eterna pugna entre el convencionalismo y el anhelo de ser auténtico, reivindicación de la juventud y de los sueños arrinconados y un irrefrenable ansia de recapitulación, de encontrar un hilo que sirva como relato vital y, de paso, dé sentido a un presente que cada vez más se nos antoja ajeno e irreconocible.
David y Benji son primos hermanos, inseparables durante su adolescencia, hasta que la vida acabó llevándolos por caminos opuestos: David es inteligente pero poco dado a experimentar y salirse fuera del sistema, mientras que Benji es inconformista, impulsivo, tremendamente intuitivo y acaba de pasar por una etapa marcada por el desequilibrio mental (cuyos detalles nunca conoceremos). La perspectiva de reencontrarse en un viaje a la Polonia natal de su abuela es una oportunidad casi obligada de reconectar y resincronizar sus vidas, de bucear en su legado familiar en busca de indicios, curiosidades, anécdotas, instantes fundacionales, cualquier cosa a la que agarrarse como explicación o resignificación... El clásico esquema del viaje físico y el itinerario moral paralelo, un esquema narrativo y dramático tan viejo como el cine que no ha perdido nada de atractivo ni eficacia.
Y lo cierto es que Eisenberg logra un raro equilibrio entre la constante amenaza de desparrame ridículo de la historia, imprevistos brotes de sentimentalismo y fogonazos de sinceridad apenas admitida/esbozada: desde la socialización acelerada y forzosa de los protagonistas --con el pequeño grupo con el que visitan la Polonia judía-- hasta las dificultades para canalizar la emotividad sin quedar como un raro o un lunático. En esta labor Benji se revela como un auténtico maestro (y probablemente le garantice a Kieran Culkin el Oscar a mejor secundario masculino): aunque casi siempre se pase de frenada o sea imposible saber de qué está hablando, sus excentricidades acaban rompiendo el muro defensivo que llevamos de serie ante los desconocidos. David, en cambio, se avergüenza de su comportamiento, se siente obligado a disculparse y a ofrecer constantes explicaciones, pero poco a poco comprende que en su vida no ha hecho otra cosa que disculparse, hacer lo que le piden los demás y dejar en segundo plano sus proyectos personales. Y que Benji, aunque actúa a lo bestia, sin método ni medida, al menos busca desesperadamente el contacto humano, sentir que al menos lo ha intentado y que de sus fracasos podría surgir algo positivo (reconectar con su primo David, hablar sin adornos ni medias palabras sobre su pasado y sus sentimientos por primera vez en mucho tiempo...).
En esta clase de filmes, la elección de las situaciones y la dosificación de humor y drama son la clave: los momentos chuscos deben dejar paso a los trascendentales con naturalidad, de manera que al final imponga a las audiencias un estado de sentimientos muy concreto: asistir a la declaración significativa, la confesión, la reconciliación, la verdad revelada... En Un dolor real ese instante comienza durante la visita al campo de concentración de Majdanek (donde su abuela estuvo prisionera), en una escena resuelta con elegancia y en respetuoso silencio. A partir de ahí, las confidencias de madrugada entre David y Benji compartiendo un porro harán el resto. Hasta culminar en la escena frente a la casa donde vivió su abuela y se supone que todo lo visto y dicho deben desembocar en algo reconfortante y gratificante. Y Eisenberg la resuelve exactamente como a mí me gusta: interrumpiendo bruscamente la intensidad que la situación anuncia por todas partes, impidiéndoles disfrutar de algo profundo e intenso. E impidiendo también que el espectador obtenga lo que lleva deseando desde hace rato porque recibe toda clase de señales anticipatorias. Adoro las películas que hacen esto.
Un dolor real es un filme que huye de los clichés sobre la trascendencia a la que nos tiene habituados ese cine que confunde la militancia con el compromiso sentimental. No estamos ante un argumento incremental, sino ante una sucesión de días que se desparraman con resultados inciertos: a veces tristes, otros no tanto... También es una película que plantea una cuestión incómoda: no tratamos bien a quienes tropiezan en nuestras familias; lo normal es que les dejemos de lado, autoconvenciéndonos de que les estamos dando espacio para resolver sus problemas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, necesitan exactamente lo contrario. Luego, cuando regresan a nuestras vidas, encajamos nuestro comportamiento en un relato que no nos deje demasiado mal y fingimos que todo acabó bien y por tanto no hay reproches ni rencores; hasta puede que tiremos de tópicos inspirados en alguna película. Esa película podrá ser Un dolor real.
¿Por qué, en las revoluciones, siempre acaban aupándose como líderes los individuos y facciones más radicales y crueles? Podría considerarse una ley de la historia por la de veces que ha sucedido, cuando en realidad es una pauta propia de una especie gregaria como la nuestra. Cuando en una fase de decadencia o de transición en la que compiten grupos parcialmente enfrentados y aliados, siempre acaba imponiéndose el que se atrinchera tras los principios más ortodoxos y sagrados de la tradición que comparte con el resto de grupos. El temor a enfrentarse a los fundamentos acaba por descolgar o someter a los rivales en la carrera hacia el poder. Es después, una vez instalados en poder, cuando los radicalizados que vencieron gracias a su exhibición de pureza ideológica (cada vez más alejada de la realidad y sin apenas contenido práctico), comprenden que la única manera de mantener la autoridad y contener a la oposición es pautar en extremo toda actividad cotidiana (educación, cultura, ocio, religión), incluso el ámbito familia bajo amenaza de graves sanciones, recurriendo a la violencia si es necesario. Y es que el desgaste de un poder discrecional, al servicio de la misma elite que lo ejerce, y la mala administración, acaban por poner al descubierto su nula capacidad de negociar, ceder y llegar a consensos. Es entonces cuando el miedo se convierte en la única estrategia de supervivencia, arrecian las persecuciones, los cargos y las condenas se basan cada vez más en intereses políticos y personales. La culminación de este proceso es la vigilancia incesante, las purgas, el terror, la eliminación del rival. Ha sido así desde antes de la Revolución Francesa, con Robespierre y su camarilla de jacobinos como ejemplo canónico de este tipo de etapas tan breve como convulsas y violentas. En Afganistán están ya en la fase del terror; en Nicaragua y El Salvador, a punto de llegar a ella. En Irán, como en Corea del Norte, a diferencia de los anteriores, el pánico a la disidencia, el terror y la delación se han hecho fuertes en sus instituciones. Cuando los regímenes de este último tipo consiguen perpetuarse en el poder, sólo un colapso devastador y sangriento como el que les aupó es capaz de sacarlo de ahí.
La semilla de la higuera sagrada (2024) de Mohammad Rasoulof se rodó deprisa porque su director se encontraba bajo amenaza de detención, y aunque no lo hubiera estado habría acabado igual por culpa del tema incómodo e incandescente de su película: la ola de protestas en Irán tras la tortura y muerte de la joven Mahsa Amini a manos de la Policía de la Moral por llevar el velo mal puesto. Es difícil imaginar un motivo más absurdo e injustificable. La película narra las diferentes reacciones de una familia ante la amenaza de ruptura de la tradición que suponen las protestas de las mujeres más jóvenes. El padre es un recién nombrado investigador judicial que acaba chocando con el posicionamiento de sus dos hijas --estudiantes en el instituto y en la universidad-- mientras la madre intenta mediar entre ambos bandos y realiza su propio itinerario moral. Y aunque la figura paterna parece inicialmente parte de la crítica del filme (se resiste a firmar sentencias de muerte sin haber estudiado cada caso), en la segunda mitad revela su auténtica naturaleza despótica, peón indispensable en un poder sustentado en el patriarcalismo y sancionado por una tradición religiosa que se utiliza descaradamente para mantener unos privilegios aderezados de doble moral.
El filme hace una crónica diaria del inicio de las revueltas y de la exagerada respuesta del poder, y la culmina con imágenes de la represión subidas a las redes sociales, sustituyendo a las escenas que Rasoulof no podía siquiera plantearse rodar (como tampoco pudo asistir a buena parte del rodaje en exteriores, para evitar ser reconocido y provocar problemas con las autoridades). Es después, en la segunda parte, con el conflicto enquistado a partir de un incidente menor no relacionado directamente con las protestas, cuando desarrolla la tesis principal del filme, aquello que considera el germen --esa semilla a la que alude el título y cuyo comportamiento en la naturaleza es idéntico a la forma de actuar de los revolucionarios-- y el sostén de un régimen que impide a las personas hacer su vida y aplasta cualquier forma de disidencia o crítica. El resultado es una sociedad que se pudre por dentro, como la familia protagonista, por culpa de la intolerancia y la negativa a aceptar otra realidad que no sea la oficial. Hay países --los mencionados más arriba-- que ya están inmersos en esa fase previa de anomia y de disolución de todo vínculo social; EE UU parece haber iniciado ese mismo camino con los tecnobros que le hacen de palmeros a Trump) y unos cuantos más parecen creer que así les irá mejor. En esta lamentable clasificación, Haití es quizá el país más involucionado del planeta.
Pero la película no acaba de culminar ni su crónica de las revueltas ni su idea sobre los verdaderos culpables del triunfo del régimen (las clases medias gazmoñas e ingenuas que todavía creen en la pureza): la historia se desparrama hasta el final demorando ese suceso secundario sin retomar el hilo inicial o tratar de ampliar el foco, ni siquiera una recapitulación esperanzadora. Su intención nunca fue retratar directamente los entresijos del poder político de la revolución iraní (rodar esa habría sido un riesgo y una dificultad extremos), pero sí un poder masculino ejercido sobre y desde todos los ámbitos que no teme volverse violento en caso necesario. La semilla de la higuera sagrada podría haber sido un intenso filme político, pero su accidentado rodaje y la represión política han determinado el resultado final. Bastante han hecho dadas las circunstancias.
Está claro que Sean Baker sabe dar con el tono y la anécdota adecuados para calar en pantalla a los desheredados, los ingenuos y a toda esa patulea de nuevos ricos que produce sin descanso un tardocapitalismo sin leyes que lo frenen. Sus tres últimos largometrajes --The Florida Project (2017), Red Rocket (2021) y este de ahora-- contienen la dosis justa de humor socarrón y drama honesto que no permiten que la historia y los personajes se conviertan en una bufonada. En realidad, hay momentos en que sí que lo parecen, pero siempre, después de llevarles hasta el límite, un giro de los acontecimientos los devuelve a su realidad, hecha a parte iguales de patetismo y autenticidad.
Ani es una escort que se casa con Ivan, un adolescente ruso que vive en Coney Island y que se funde sin criterio ni límite la pasta que ganan sus padres en Rusia. Se casa a la semana de conocerle porque su historia es la materialización del sueño por el que suelen suspirar las de su gremio: dejar el trabajo por amor para sumergirse en una vida de lujo y derroche mantenido. Sin saberlo, se mete de lleno en un mundo de cleptócratas que se mueven al margen de la ley --o la utilizan a su antojo bajo coacción-- para quienes enamorarse sinceramente no es una opción, puesto que el clan familiar sólo existe para perpetuar sus fuentes de ingreso (legales, ilegales y/o alegales). Así que cuando descubren la estupidez que ha cometido su hijo, reaccionan exageradamente y se dedican a lo único que saben hacer: usar el dinero para borrar todo rastro de ese matrimonio y expulsar a Ani de sus vidas. De pronto la ingenua protagonista se ve rodeada de tipos ridículos que no esperan, que necesitan satisfacer sus deseos y órdenes inmediatamente, que se dejan llevar por sus impulsos y, sin embargo, acaban enredados en conversaciones y situaciones disparatadas. Las escenas dan risa, lástima, pero también destilan una lucidez no exenta de realismo.
Por momentos, Anora parece una alocada screwball comedy ochentera del estilo ¡Jo, qué noche! (1985); más adelante, amaga con derivar en un recital de violencia ridícula al estilo hermanos Coen. Pero no, no hay nada de eso; su tempo lento y las largas escenas de diálogo impiden que se pierda de vista la triste existencia de Ani (y la de Ivan, por supuesto). De modo que la búsqueda del novio desaparecido y la incertidumbre del desenlace, sin dejar de ser una patochada ridícula, sirve a Baker para dejar claro que la peripecia de Ani puede que no sea algo inédito en el mundo real, más bien al contrario. Y que lo único que Ani sacará de ella es una dolorosa decepción por culpa de su ingenua creencia en un amor imprevisto y desinteresado. Y de paso, conocer el ambiente corrupto e indeseable en el que se mueven sus clientes, esos cuyas vidas apenas comparte brevemente en el club.
Baker mantiene con Anora su nivel habitual de ironía y drama ácido sin concesiones a las audiencias, por lo general más acostumbradas a un estilo más didáctico y de final reconfortante. Pero se nota que sus guiones y su estilo iconoclasta no acaban de convencer a la gran industria, aunque sí a los festivales y a la crítica. No importa, nos deja su trilogía de los perdedores inconformistas como testimonio de una sociedad a punto de rendirse por completo al poder del dinero.
A principios de los ochenta escribí un relato en el que especulaba sobre lo que iba a ser el cine en apenas una década: modelo de negocio, dispositivo técnico y, por supuesto, mutaciones narrativas. Aparte de atreverme a situar los cambios en apenas una década (así todo parecía inminente y yo quedaba como un certero visionario), la verdad es que, al releerlo ahora, después de ver Emilia Pérez (2024), me doy cuenta de lo despistadas que iban mis profecías. Excepto en una cosa, un detalle menor que añadí para dar más vistosidad al final: que los géneros tradicionales acabarían entremezclándose sin control. Se juntarían temas impensables con estilos narrativos tradicionalmente asociados a géneros clásicos que suelen incluir un tipo bastante concreto de argumento (el cine negro, el musical o la ciencia ficción). La innovación (y el atractivo para las audiencias) consistiría precisamente en esa arriesgada combinación, en explicar historias en un formato pensado para otras y ver qué sale; como románticos musicales situados en futuros muy, muy lejanos, o dramas ambientados en el siglo XVIII y con una banda sonora de versiones heavy. Richard Donner dio un arriesgado paso en esta dirección con Lady halcón (1985), que fue un fracaso como película, por lo que el curioso contrapunto de la banda sonora de Andrew Powell al estilo Alan Parsons pasó bastante desapercibido. Tuvieron que pasar más de dos décadas (el doble que en mi «profético» texto) hasta que una fórmula muy parecida produjera un verdadero impacto con Maria Antonieta (2006) de Sofia Coppola, esta vez con música pop-discotequera.
Cinco años antes se había estrenado Moulin Rouge (2001), que renovó por completo la diégesis típica del género musical, y la dejó lista para combinar toda clase de historias con números, espectacularmente coreografiados y cantados, espacial y temporalmente desconectados de la trama. Su director, Baz Luhrmann, en realidad, lo que hizo fue invertir definitivamente la relación de pesos que hasta entonces se repartían los números musicales y la trama argumental, en beneficio de los primeros. Este esquema lo inventó Bob Fosse en Cabaret (1972), estableciendo un cambio formal sin vuelta atrás respecto al musical clásico de la época dorada de Hollywood. Luhrmann fue más allá de una mera intercalación de números musicales que (contra)puntúan la trama, convirtiéndolos es una ensoñación, una expresión de estados de conciencia o deseos que, aunque influyen y/o se conectan con el argumento principal, se intercalan en el espacio y el tiempo de la historia con coherencia. Lo que hizo fue añadir grandes dosis de espectacularidad visual y efectos especiales, pero sobre todo acertó al construir las canciones a base de fragmentos de éxitos ochenteros y noventeros, convirtiendo la película en el clásico popular que es todavía. Como muchos innovadores formales, Luhrmann quedó estancado en él, reversionándolo en cada nueva película, a cual más aburrida. Pero la idea ha fructificado en otros cineastas, que la están convirtiendo en un microgénero de gran proyección comercial, probablemente en una seña de identidad generacional. Un hilo rojo clarísimo conecta Annette (2021) de Leos Carax, Pobres criaturas (2023), la penúltima de Lanthimos, con Emilia Pérez de Jacques Audiard. Son tres títulos impecables desde el punto de vista del diseño de producción y la espectacularidad visual, pero que flojean estrepitosamente del lado del guión y por el sucedáneo de realidad infantiloide y absurda que proponen. Aun así, estas graves carencias no impiden que obtengan un increíble éxito de público y de crítica fácilmente encandilable.
Si la trama dramática de Emilia Pérez fuera más contundente, incluso política, estaríamos hablando de una película influyente, un hito en cuanto a hallazgos formales y de estilo. Sin embargo, todo lo eclipsa la valiente reivindicación de la transición de género que incorpora, la visibilidad humana y social de lo trans, y además por la carga de profundidad contra el sector cinematográfico y su tradicional discriminación de los actores y actrices trans. La notable y premiada interpretación de Karla Sofía Gascón ha abierto una brecha que no se va a poder cerrar, y ya se ha colado por ella Trinidad González, la primera protagonista del colectivo en un culebrón televisivo latinoamericano.
El núcleo sentimental y reivindicativo del filme resulta inatacable a pesar de estar representado por un caso extremo, casi inverosímil, dejando deliberadamente de lado unos cuantos matices sicológicos y sociales (seguramente para no restar fuerza a la emotividad de la situación). Que sí, que la exageración es la mejor manera de visibilizar las injusticias y la fuerza de los deseos, pero no necesariamente a costa de reducir el guión a la mínima expresión. Y es que una transición de género que se oculta al entorno más cercano, por muy narcotraficante que seas, va en contra de todo sentido común. Es precisamente lo contrario de lo que reivindica el colectivo: renacer a la sociedad desde el orgullo, el reconocimiento y el derecho a la igualdad. Esto es así en la película porque lo importante es mostrar cómo la transición modifica radicalmente a la nueva persona, sirviendo de metáfora perfecta de un completo renacer. De hecho, el personaje no se transforma en alguien diferente, es que, por fin, puede asomar su verdadera naturaleza ahogada (en este caso) por un temible delincuente y su modo de vida. Y la cirugía --igualmente extrema-- es la mejor forma de marcar ese final y ese nuevo comienzo. Eso sí, se lleva todo el dinero que ha conseguido amasar con su actividad delictiva (porque le va a dar un buen uso esta vez). No se puede ser más ingenuo en el planteamiento.
Si luego resulta que asoman ciertos comportamientos y tics de su deadname, no se trata de crueldad o venganza, sino porque lucha por lo que mas quiere (recuperar a sus hijos). Es un esquema argumental impecable, y si parece simplón es secundario, porque las motivaciones y las convicciones que lo guían son auténticas y bienintencionadas. El añadido final de los números musicales --ciertamente vistosos, perfectamente entrelazados con los fragmentos de realidad-- proporcionan el ingrediente primordial de la película: destilar esa realidad incrementada por sentimientos en estado puro, expresada a través de música y coreografías brillantes. Es exactamente lo que le faltaría a nuestra triste realidad; y el cine nos lo ofrece como si se tratara de un filme revolucionario, impugnador, reivindicativo, social... envuelto en escapismo, sufrimiento inmerecido y abusivo. En una palabra: exagerado.
Quizá por esa capacidad de distorsionar la realidad y hacer de ella algo idealizado y agradable, el musical --tanto en teatro como en cine-- está experimentando un absoluto boom creativo. Quizá por esa misma razón se eligen para convertirlas en musicales novelas mastodónticas o plúmbeas de reconocido prestigio y anécdota contundente como Los pilares de la tierra o El médico. En lo que se refiere al cine, lo mejor de esta evolución estilística es que se musicalizan argumentos que renuncian al glamour y/o al romance heterosexual clásico. El veterano Audiard, que lo prueba todo una vez en cada película, se ha lanzado a contar una historia hecha de excesos de guión y de producción. Y Emilia Pérez (2024) es una apuesta arriesgada que inevitablemente llama la atención de crítica y audiencia; sin embargo, esa mezcla inefable de historias y formatos es apenas su única virtud, porque el resto no se sostiene ni va mucho más allá del culebrón...
El fascismo no conoce fronteras, culturas ni individuos. El fascismo se manifiesta --en diversos grados e intensidades-- en todos los países, grupos y personas. En su versión más inofensiva, puede funcionar como una simple guía de la vida cotidiana (no te gusta cierta gente, no te gusta un determinado tipo de cultura, preferirías que hubiera leyes más cercanas a tu pensamiento), pero en su vertiente más peligrosa puede resultar letal. Cuando se convierte en un código compartido por muchos individuos se produce esa revolución cognitiva que hemos perfeccionado gracias al lenguaje, y entonces se transforma en una realidad intersubjetiva, hecha de creencias y sentimientos, a la que otorgamos una realidad material por la que algunos incluso están dispuestos a matar: dios, capitalismo, nación, supremacía (Araridixit). Son ideas que buscan imponerse como el fundamento moral de una comunidad social y a la que deben plegarse sin alternativa también quienes pertenecen al grupo y no están de acuerdo. En realidad, la ideología que los motiva no deja estar parcheada a base de leyendas, mitos, tradiciones o relatos inventados, heredados y/o aceptados acríticamente (a veces por principio de autoridad).
Esta deriva suele incluir una peligrosa convicción autoproclamada de comunidad elegida, amenazada y/o discriminada, la única legitimada y capaz de ostentar simultáneamente el poder, la moral, el ordenamiento de la sexualidad y toda clase de jerarquías, incluso de estructurar la vida privada de las personas. En corto y claro: es perfectamente posible hablar de fascistas judíos, exactamente los mismos que se han atrincherado --para no tener que rendir cuentas ante ninguna institución humana-- en el gobierno del estado de Israel. Gente que busca forzar el consenso no sólo sobre su relato, sino de deshacerse de todo --y de todos-- lo que haya por en medio hasta lograr su inefable propósito. Y quienes se llevan la peor parte en este proyecto visionario son los palestinos. Un pueblo sin derechos a ojos de esos gobernantes, que debería marcharse (a pesar de llevar allí más tiempo) para que puedan colonizarlas los israelíes. Y el resto del mundo no es que no pueda ni deba estorbar sus planes, es que no puede ni abrir la boca para oponer argumentos, porque eso nos convierte automáticamente en antisemitas. No hay manera de arrancarles de este relato, ni siquiera de lograr que lo maticen por puro cálculo práctico o humanitario. Hace más de medio siglo que es así, aunque no con tanta intensidad; pero ahora los brutales atentados de Hamás del 07/10/2024 les han convencido de que ha llegado su hora, que les asiste toda la razón y que su sueño está a punto de materializarse. Atrincherados en este pastiche de creencias y sentimientos sin apenas conexión con lo real se han lanzado a tumba abierta contra Gaza y cualquier otra amenaza probable o designada por ellos. Puro y duro fanatismo.
Este es --para las audiencias convencidas de antemano-- el contexto político en el que hay que situar No other land (2024), un filme apañado de cualquier forma, montado en bruto, sin tiempo para reflexionar ni analizar críticamente el presente y el pasado. Porque el rodaje en sí mismo era una prueba de supervivencia para sus autores, les iba la vida en ello, y porque sus imágenes nos arrojan en pleno rostro la evidencia de nuestra inacción de espectadores. Nos consideramos solidarios, con un fuerte compromiso verbal y declarativo con Palestina, sí; pero siempre desde nuestra distancia y seguridad (y en ese nuestra me incluyo, junto a todo Occidente y a unos cuantos potenciales aliados árabes). Nos compadecemos de Gaza pero no forzamos una acción de nuestros gobiernos, no nos manifestamos, no bloqueamos nada, no buscamos la expulsión de Israel de foros ni competiciones (como se hizo con Rusia nada más invadir Ucrania), y no dejamos de ver como aliados a quienes se siguen negando a intervenir o a ejercer su influencia...
No other land se basta y se sobra como crónica devastadora del deshaucio del pueblo de Masafer Yatta (Cisjordania) al más puro estilo mafioso por parte del ejército israelí: un goteo incesante de derribos de viviendas, expulsiones nunca declaradas ni admitidas oficialmente (siempre escudándose tras excusas legalistas), detenciones indiscriminadas y trato inhumano. Poco más puede ofrecer el cine sobre la ocupación israelí de Gaza; pero lo más importante es que se atreve a plantar la cámara y filmar a los enemigos. Y por si esto no fuera suficiente, hay políticos, medios y audiencias que se han molestado porque sus directores --Basel Adra y Yuval Abraham-- sean un palestino y un judío (en Israel hay grupos y colectivos que se oponen a su gobierno), dos amigos que se atreven a presentar su película y a exponer su punto de vista. Quienes les critican son grupos de interés que, en sus crónicas, se llevan las manos a la cabeza ante semejante muestra de adoctrinamiento fuera de lugar, y sin embargo pasan de puntillas ante la realidad incontestable y difícilmente impugnable que presenta el filme. Y aunque la película finalice con la resignación ante una debacle inminente para los palestinos, la gran esperanza son personas como Yuval y Basel, la encarnación de una posibilidad, la realidad de una convivencia posible más allá de un conflicto atrapado en una espiral de venganza y fanatismo que no lleva a ninguna parte.
Puede que filmes como No other land no consigan movilizar más allá de una solidaridad bienintencionada, pero reafirman unas convicciones que, más tarde o más temprano, cuando se abra paso la realidad de una injusticia flagrante, convertirán este presente en algo marciano. Y a nosotros en zombies.
La sustancia (2024) despierta un interés similar al que en su día me suscitó Cerdita (2022): un filme que se posiciona como visión crítica y políticamente salvaje del patriarcado, pero lo hace no desde un formato sesudo, experimental y/o culturetas, sino desde un género tradicionalmente asociado al entretenimiento popular. Igual que en la película de Carlota Pereda, la de Coralie Fargeat enseguida esfuma cualquier atisbo de implicación socio-política «respetable». Estamos ante una película desvergonzada en la que lo único importante es arrojar al público todo lo desagradable y miserable que envuelve a las mujeres que apuestan su belleza física para encajar en la mirada masculina (y, de paso, hacerse con un trozo del pastel que a ellos les reporta).
El esquema argumental que sostiene La sustancia es clavado al que estableció Stevenson en el clásico literario El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886): un descubrimiento científico revolucionario de consecuencias devastadoras debido al abuso. Por ese lado, las audiencias pueden acomodarse tranquilamente, ya que es sencillo anticipar cada vuelta de tuerca en el descenso a los infiernos de las protagonistas (Demi Moore y Margaret Qualley). Cada una de ellas representa la bendición y la maldición que implica la lotería genética de la belleza, y las reacciones que despierta en los hombres --con y sin poder, pero especialmente peligroso en los primeros--, presentados de forma fantásticamente exagerada, deformada y ridícula.
En cuanto el relato queda limitado a la cruel batalla entre las dos versiones de la protagonista, te das cuenta de que el discurso crítico, impugnador y deformante (que llevamos puesto como expectativa y que los primeros minutos de película no contradicen) es una excusa, un mero recurso para acaparar la atención. Todo lo llena esa obsesión competitiva de la mujeres --la misma que utiliza el patriarcado para infravalorarlas-- y la necesidad de monopolizar la atención masculina para posicionarse profesional y económicamente. Quizá Fargeat pensó que usar ambos argumentos en una historia que no deja títere con cabeza (hombres incluidos) no le iba a pasar peaje. Es posible que así sea, pero desde luego diluye cualquier atisbo de crítica contundente. A partir de ese momento, el efectismo visual es la norma: cada plano es puramente funcional respecto al relato, cuidadosamente diseñado, espectacular, brillante. Es obvio el homenaje a Kubrick: el cuarto de baño, el uso de grandes angulares, los pasillos infinitos --hasta el dibujo de la alfombra remite al El resplandor (1980), con catarata de sangre incluida-- hasta llegar al desparrame sin control ni sentido de un apoteosis completo y exageradamente gore (incluyendo una banda sonora asociada inevitablemente a otro título del maestro neoyorquino).
El cuerpo y su degeneración es la auténtica obsesión de la historia: ultraprimeros planos de piel arrugada, suturas, pinchazos, evisceraciones, excesos alimentarios, la amenaza de una vejez intolerable para esas mujeres que no son nada sin la mirada de los demás. En definitiva, un filme hiperbólico en todos los aspectos; un guión que busca triunfar gracias a esa tradición de cine gamberro que se viene imponiendo como sucedáneo de mirada crítica al mundo.
De entrada, admitir que Casa en flames (2024) de Dani de la Orden es un filme que llama la atención por su valentía: se atreve con una escenificación catártico-familiar muy del estilo Tennessee Williams (cuyas obras, en su momento, proporcionaron grandes momentos al teatro y al cine), tratando de ampliarlo para las nuevas audiencias (sin renunciar tampoco a las veteranas). Y de paso abrirla a las nuevas estructuras contemporáneas del parentesco, por qué no. A su favor, el casi completo desconocimiento de todos estos recursos y formas del drama exagerado por parte de las generaciones jóvenes.
La película intenta sostenerse en un difícil equilibrio entre lo que desea anticipar fugazmente (y resultar así verosímil) y las revelaciones inesperadas para mantener el interés en la clásica historia de pocos personajes y prácticamente localización única. El resultado es un drama incremental que se ve venir por bastantes lados y que acaba pasándose de frenada. Y aun así, te mantiene en vilo gracias a las notables interpretaciones del reparto --especialmente Emma Vilarasau, Clara Segura y Maria Rodríguez Soto-- y al equilibrio de un guión construido a base de momentos definitorios, incidentes de comedia sexual francesa y escenas de esas que son tan cómodas de ver y clasificar --sobremesas, excursiones, veladas en lugares públicos-- y que van perfilando un desenlace-mascletà.
La cosa es que el guión de Eduard Sola --autor de dos series de objetivos y públicos básicamente opuestos: El cuerpo en llamas (2023) y Querer (2024)-- no acaba de dar con la tecla que aglutine todos estos ingredientes, ni consigue que olvidemos que estamos ante una historia que se ajusta a un esquema dramático de sobras conocido. Así hasta su esperado y poco sorprendente final, deformante hasta lo enfermizo. El anhelo de proporcionar a toda costa un drama alegórico y contundente a la vieja usanza arrasa con toda verosimilitud y contundencia.
Para las audiencias catalanas, el filme posee el morbo adicional de perseverar en las miserias de una burguesía en extinción/disolución; en el resto de España, ha gustado mucho esa autocrítica bien interpretada y presentada en un argumento lineal y bien señalizado. También destaco la naturalidad con la que muestra el bilingüismo realmente existente en estas tierras, ese que ignoran deliberadamente quienes se niegan a visitarlas por prejuicio o interés ideológico, y que sorprende agradablemente a quienes sí lo hacen. Y finalmente, porque retrata una forma de vida que ya prácticamente sólo frecuentan los ricos, pero que sigue siendo un filón de indiscutible morbo para las clases medias. Casa en flames se queda en ese territorio extraño donde conviven el cliché dramático y las buenas intenciones creativas.
El debut en el largometraje de Kei Chika-ura fue Complicity (2018), una historia sobre la construcción de una nueva vida por parte de un joven chino emigrado a Japón y que, a la sombra de unas costumbres y rituales nuevos y la ayuda de un anciano que se transforma poco a poco en una especie de figura paterna, acaba por reinventarse como persona. Cinco años después, Chika-ura regresa con un filme que sigue ahondando en el estilo distante e intenso que le caracteriza, con bastantes números para convertirse en un referente del cine nipón en los festivales. Ya se verá, pero de momento en San Sebastián ya se ha llevado dos premios.
Great absence (2023) es una catarsis fílmica, una historia que surge tras la experiencia del director cuidando a un padre cuya mente se apaga por momentos y con el que no ha tenido prácticamente contacto durante años. Rodada en el mismo pueblo donde sucedió todo en la realidad, el guión entrelaza varias líneas de tiempo y las perspectivas de varios personajes (la segunda mujer del padre, el hijo de ésta, la esposa del protagonista...), reconstruyendo una relación padre-hijo, pero también los motivos de su distancia e incomprensión. Hasta alcanzar a explicar la intrigante escena con la que arranca la película. Bien contada, bien dosificados los hitos del drama, pero excesivamente pausada: que sí, que es muy propio de la cultura japonesa esa ceremoniosa calma, pero 150 minutos para un argumento tan mínimo y fácilmente anticipable, resulta excesivo.
Protagonizada por Tatsuya Fuji, un célebre actor chino que ha acumulado un gran prestigio cultural y profesional y, también, por qué no, por haber interpretado uno de los roles principales de El imperio de los sentidos (1976), la cosa es que Great absence conmueve en algunos momentos, pero no los suficientes. Tampoco ayuda la rigidez del esquema dramático de recuerdo-recuperación-reinvención en el que se mueve el personaje del alter ego del director y que, desde casi el principio de la película, anuncia su más que previsible final.
Como no podía ser de otra manera, los numerosos visionados de la serie han ido dando lugar a diversos niveles de significado y fascinación (algunos de ellos, totalmente subjetivos y/o imprevistos), relacionados con mi momento evolutivo-sentimental, por descontado, pero también --a veces-- por una curiosa extensión del relato que tiendo a añadir al ya existente a medida que descubro detalles y profundizo en escenas clave. Así pues, mis preferencias y obsesiones han ido apañando un conjunto de momentos cenitales inspirados por la perfección de los diálogos, la composición de la imagen, la banda sonora (de incuestionable y deliberado aire barroco y nostálgico) y, sobre todo, instantes muy concretos que --debo admitirlo ahora-- revelan, explican y desmenuzan mis estados sentimentales con total transparencia, me ayudan a que reconozca mis límites y propician toda clase de reflexiones sobre la vida y el amor también. Detalles técnicos y momentos elegidos en los que experimento una especie de inesperada lucidez, alegría y tristeza mezcladas al comprender que asisto a fragmentos de vida que me hubiera gustado vivir.
Así que, para culminar mi ajuste de cuentas con la serie, ahí va mi lista de momentos definitorios favoritos (que dicen tanto de ella como de mí):
1. El doble flashback del primer episodio: el primero abarca prácticamente toda la serie, mientras que el segundo es una circunvalación necesaria para la historia (presentar el personaje de Sebastian). Cuando los vi por primera vez no acabé de delimitarlos correctamente (no lo hice hasta la tercera revisión), cuando comprendí que era la manera de desvelar las claves de la historia, de aislarlas debidamente del resto del argumento, con sus fronteras perfectamente delimitadas, de ponernos en alerta sobre lo que venía a continuación. Habrá otros, como cuando Charles decide abrir un nuevo capítulo para presentar a otro personaje crucial: Julia, la hermana de Sebastian (episodio 6). Desde entonces, este recurso es uno de mis favoritos por sus posibilidades narrativas, técnicas y dramáticas.
2. Los flashforwards: son lo opuesto al flashback, y consisten en adelantar acontecimientos respecto al presente de la narración. Es un recurso poco habitual (aunque el cine del siglo XXI lo está naturalizando bastante), y la serie hace el que considero su uso más acertado y adaptado a la instancia narradora. Se trata de pequeños apuntes del futuro que Charles deja caer en su relato (él ya los conoce en el momento en que cuenta la historia, pero no el espectador, que sigue anclado en la línea cronológica del relato del protagonista), como una forma de indicar que ese asunto lo retomará más adelante. Esos anticipos son meras frases, muy propias de la narración oral para mantener el interés de la audiencia, pero que, al convertirlas en imágenes, permiten asomarnos a un fragmentos de algo que no imaginábamos y de cuyos detalles deducimos cosas que nos despistan o perturban. Hay al menos dos fundamentales: en el episodio 6, hay un momento en que Julia se convierte en la narradora; es un detalle curioso, pero tiene una explicación posterior. De pronto, mientras sigue hablando del día de su tristísima boda, hay un cambio de plano: un hombre y una mujer caminan del brazo por la cubierta de un barco; comprendemos que son Charles y Julia, pero no cómo y por qué han llegado hasta ahí. Y justo cuando giran para desaparecer de la imagen, Charles recupera la voz narradora: «Fue, diez años después, cuando ella me lo contó durante una tormenta en el Atlántico». Fin del capítulo, y la audiencia enganchada esperando el siguiente.
El segundo es bastante más sutil, difícil de detectar y requiere al menos dos visionados completos de la serie (episodio 3). Tampoco tiene repercusión en la historia, pero dice mucho de cómo ha sido diseñado el guión. No es un flashforward en sentido estricto, sino una aparición consciente (hay un breve diálogo para marcarlo) que pretende dar coherencia a toda la historia (aunque no podamos saberlo en ese momento y casi seguro que no lo recordaremos cuando toque). Charles y Sebastian deambulan por una reunión social en Brideshead y de pronto una joven se cruza con ellos y dice «¡Hola Sebastian!». Son apenas dos segundos, pero yo me he autoconvencido de que se trata de Celia Mulcaster (la hermana de su compañero de universidad), la cual reaparecerá en el episodio 8 convertida en la esposa de Charles. El montaje, la narración o los diálogos no permiten identificar a esa joven; podría ser cualquiera, un relleno para dar verosimilitud a la escena, pero resulta que sí es alguien importante, así que los directores se toman la molestia de presentarla sin advertirnos de su importancia futura. Un juego, un divertimento que permite atisbar el nivel de detalle de la producción.
3. La escena en que Charles y Julia se conocen: este es para mí el auténtico centro de gravedad sobre el que gira la serie, el momento que explica el tono del relato de Charles, su selección de acontecimientos, el orden en que los presenta, el porqué de sus desvíos, menciones y omisiones. Es una escena claramente marcada (igual era el comienzo del segundo episodio pero al final quedó incluida en el final del primero) por tres cambios de plano, como el famosísimo encadenamiento de leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein: Charles saliendo en travelling lateral hacia la izquierda de la estación donde le ha ido a recoger la hermana de Sebastian; plano corto de Charles nervioso porque va a conocer a alguien de la familia de Sebastian; inserto de Julia, esperando, quien todavía no le ha visto y, por último, plano general de Charles ajustándose la corbata y yendo hacia el coche. Es una composición que sugiere que Charles está petrificado antes de zambullirse en un universo absolutamente desconocido para él (Julia y su familia), y ese mínimo segundo en el que le vemos paralizado, justo antes de empezar a moverse, es como si él mismo intuyera que el próximo paso que dé le arrancará por completo de su vida anterior.
Es un momento importante, pero no porque le sorprenda la belleza de ella, sino porque le pide con toda naturalidad que le encienda un cigarrillo (como él mismo reconoce, nadie le había pedido nunca algo así, y menos una mujer atractiva). Mientras lo enciende una suave melodía parece anunciar algo. Charles despega el cigarrillo de sus labios y lo coloca en los de ella, y entonces «se me escapó un suave grito de sexualidad, inaudible para cualquiera excepto para mí». Ahí está la piedra angular que sostiene la serie (y la novela). En aquel momento, ese suave grito no parece tener importancia, pero luego, cuando la historia está lo suficientemente avanzada, adquiere pleno significado. De ahí la manera en que Charles observa a Julia cuando se marcha de Brideshead para celebrar Nochevieja con sus amigos y él se queda con Sebastian (en realidad querría tenerlos a los dos); o las miradas esquivas de ambos cuando se vuelven a reencontrar años después y ella ha decidido aprovecharse de la atracción que ella sabe que siente para pedirle un favor...
4. El tema de la juventud y la amistad: uno de los fragmentos de la serie sobre los que proyecto uno de mis veranos ideales es durante las escenas del primer y único verano que pasaron Charles y Sebastian en completa libertad, aún sin sombras amenazadoras. Primero en un solitario Brideshead, repleto de paseos, juegos, borracheras, descubrimientos, conversaciones... y luego en Venecia, donde Charles acabará bloqueado por el síndrome de Sthendal y comprendiendo que aquellos días serán irrepetibles. Envidio la vida disipada y ausente de convenciones de los dos jóvenes y el carrusel de vivencias y accesos exclusivos que experimenta Charles gracias a los medios y los contactos de su amigo. Es algo que siempre he deseado (disfrutar a mi manera de un mundo al que no pertenezco y sobre el cual no tengo ninguna responsabilidad, porque sé que acabaré siendo expulsado), pero el elemento con el que más me identifico es la certeza de que es Charles el único que saca algo de todas esas experiencias (amistades, fiestas, amoríos, inquietudes y gustos artísticos...), mientras que los Flyte apenas ven todo ese lujo y belleza como un cúmulo de molestias menores que apenas aprecian en sus escasos momentos de buen humor.
5. La conversación entre Cara y Charles durante su última tarde en Venecia: después de la intensidad de los días visitando Venecia, Cara y Charles se quedan solos una tarde (episodio 2). Él está aún procesando todas sus experiencias, mientras que Cara está evaluando lo que ha visto y, sin previo aviso, se lo suelta a Charles. Su análisis y sus predicciones son demoledoramente precisas (no falla ni una, tal como comprobará el espectador) sobre Sebastian, su padre, la familia Flye en general, incluso su propia relación con ellos. Es una declaración lúcida y serena, sabiendo perfectamente cuál es su lugar en ese drama. Lo único que Cara es incapaz de anticipar es su papel determinante en el desenlace final de la historia. Es un diálogo muy bien escrito, sin exagerar el tono ni los gestos, de confidencia crepuscular. Es otro de esos flashforward no marcados por el relato (como la aparición de Celia), o al menos no lo suficiente como para que parezca talmente una profecía sobre el desenlace --algo que el espectador debería recordar--, sino como una advertencia de alguien más experimentado que habla de la felicidad de Charles, que al parecer tiene los días contados.
6. La decisión a vida o muerte: el patriarca de la familia --lord Marchmain, interpretado por Laurence Olivier-- ha regresado a Brideshead para morir (su esposa hace años que ya ha muerto) y a medida que se agrava su enfermedad, entre sus hijos surge el dilema sobre si debería recibir la extremaunción (a pesar de que hace tiempo que renegó de la religión católica). El hermano mayor y la hija menor están convencidos de que hay que administrarle los sacramentos, Julia --que ha vivido al margen de la religión desde su divorcio y, sobre el papel, vive en pecado con Charles-- duda sobre qué postura adoptar, y Charles, como agnóstico declarado, se opone a que se le fuerce aprovechando su debilidad física y mental. Con la decisión pendiente, un súbito empeoramiento de la enfermedad hace inminente su fallecimiento, y obliga a Julia, Cara y Charles (los únicos presentes en la casa esa tarde) a tomar una decisión: ¿Le administran los sacramentos o no? La única persona con un poder de decisión es Julia, ya que Cara y Charles ni siquiera son cónyuges legales. El doctor es el único aliado potencial de Charles, pero no quiere quebrantar su neutralidad profesional. Julia sigue dudando, hasta que Cara, después de cambiar de bando, prefiere fingir que lord Marchmain está inconsciente y que no se enterará de nada. Eso basta para que Julia acepte la responsabilidad y le pida al cura que le administre a su padre la extremaunción.
Esa toma de decisión sin tiempo, de actuar por propia determinación ante la imposibilidad material de apoyarse en otras personas o instituciones, me ha fascinado desde entonces como recurso dramático. Es una forma de polarizar la historia e involucrar en ella dilemas vitales que de otra manera nunca se producirían. Decidir sobre la vida o la muerte, implicarse o no, condenar o no..., son momentos de gran intensidad construidos con elementos muy verosímiles. Esa misma decisión de Julia, la lleva a cuestionarse su propia situación vital, que aflore su mala conciencia, su sentimiento de culpa por vivir en pecado, lo cual precipita sus últimos instantes con Charles, y que él mismo evoca (cuando se cierra el inmenso flashback de la serie) en el mismo espacio euclidiano donde tuvieron lugar. Por fin se completa el círculo y comprendemos en qué clase de persona se ha convertido Charles.
7. Mi tema es el recuerdo: la familia Flyte ha encargado a Charles unas pinturas de la casa familiar de Londres, justo antes de que la derriben. Es la materialización de la decadencia, del final de un tiempo. Demasiados elementos se conjuran en ese encargo, lo que provoca que Charles pinte liberado del perfeccionismo que suele atenazar su técnica habitual. En una breve y no buscada reflexión en el jardín, frente a uno de los lienzos, Charles se acerca como nunca a su auténtica personalidad, a comprender de qué manera los acontecimientos de su vida han concurrido para perfilar su carácter. La pérdida temprana de su madre, el dolor ante la desaparición de Sebastian y, por encima de todo, la conciencia de haber perdido el principal aliciente de su profesión: la inspiración (no olvidemos que Charles narra la historia desde el presente del flashback inicial). Después de aquellas pinturas nada de lo que vea le conmoverá realmente, la mayoría de personas y situaciones le resbalarán sin dejar apenas huella (ni siquiera sus hijos). Charles, como nunca más lo hará, logra condensar en ese breve instante las palabras que definen la auténtica verdad sobre su vida.
De momento, estas son las piezas que he ido encajando en el puzzle infinito que es para mí Retorno a Brideshead, y no descarto encontrar alguna más todavía. Quizá, por culpa de tantas revisiones, algún día me ocurra lo mismo que a Charles y llegue a concretar en unas pocas palabras los efectos que ha provocado en mí la serie. Quizá sea la pregunta que llevo haciéndome desde 1983: ¿Cuál es realmente mi tema?
La cita la hizo el propio Jonás Trueba en la presentación de su nueva película en Barcelona. Al parecer es de Jonas Mekas (uno de los directores a los que más admira) y la verdad es que se nota que las películas que rueda son consecuentes con semejante aspiración: vivir la vida como si estuvieras siendo filmado con una cámara invisible. Lo he parafraseado a mi manera e interés, porque todos sabemos que, cuando nos filman, actuamos de una manera diferente, casi calculada. Así que ese pensamiento de Mekas es más bien una recomendación para moverse por la vida de otra manera, de existir con mayor autoconciencia, imaginando que más allá hay un público que nos observa y quiere saber de nosotros. Es también una especie de sobreactuación que nos distingue de quienes no conciben esa cámara y ese público invisibles. Esos momentos «sobreactuados» se convierten entonces en el material con el que construimos nuestro relato mental de la existencia; un relato que, por definición, se hace y deshace a conveniencia cada día y en cada revuelta de la vida. No me parece una mala manera de estar en el mundo. Sin duda la pareja protagonista de Volveréis, y también bastantes secundarios de la película, exhibe esa impostación incrementada, aunque luego descubramos que la invisibilidad de la cámara es un truco --habitual-- de la casa Trueba.
El cine de Jonás Trueba se puede cartografiar fácilmente a partir de estos dos ejes: narración autorreferencial (muy próxima a la autoficción a lo Annie Ernaux) y filmes altamente autoconscientes, en lo formal y en lo técnico. Y eso que esta vez, al compartir el trabajo de guión con Itsaso Arana y Vito Sanz (al estilo de cooperativa artística, como en la trilogía Antes de...), se nota que ha dado un gran salto como cineasta al lograr el filme más redondo de su filmografía hasta ahora. Eso no significa que haya renunciado a ciertos tics característicos: el primero y más importante, la interposición de una segunda capa de ficción (que funciona casi siempre como una instancia narrativa), un recurso que --como en el caso de Volveréis-- funciona como un freno a la transcendencia o para repeler ciertos clichés sentimentales. Luego están las constantes referencias bibliográficas, tan fuera de su tiempo, tan de Rohmer, pero tan fascinantes... o detalles geniales como el tarot de Bergman, que existe y se puede comprar.
La idea que pone el marcha la película es muy potente, casi el germen de una comedia romántica de Hollywood; y quizá por eso uno espera que la historia se ajuste a ciertas normas genéricas o actualice algunas situaciones de películas clásicas. Pero como no es así, las escenas de suceden sin que realmente exista el convencimiento de que la historia de la celebración de una ruptura puede ser algo real, que dé para un guión que se atreva a encontrar un equilibrio entre lo cómico y lo doloroso sin recurrir a lo exagerado, lo extemporáneo o la experimentación narrativa (que es finalmente la opción de Trueba). Protagonistas en los que no se observa evolución alguna a medida que se concreta el asunto, escenas con diálogos que se repiten con diferentes personajes y en las que todo lo llena el humor y un distanciamiento culturetas; apenas se dedican instantes para dejar salir el lado triste, y que me parece la principal carencia de la película.
El resultado es una historia que apenas chapotea en la superficie de la idea que pretendía desarrollar, y aunque lo hace con soltura y naturalidad, al final sólo accedemos a la culminación de la historia por medio de una enunciación fragmentada que avanza y retrocede (como la que se lleva a cabo en la mesa de montaje), sin acabar de decidirse por un punto de vista o un posicionamiento como narrador. Al final uno no sabe si todo es una broma, una rareza, una tontería o una oportunidad. Sin estos andamiajes, la única manera de hacer funcionar la película es con un desarrollo argumental mucho más potente. Y bueno, si el objetivo era demostrar que hay cosas que no pueden ser reales y que sólo sirven para llenar una ficción, pues esta ha sido la aportación de Trueba, muy en línea con su tendencia a la ambigüedad.
Quizá el tono de mi crónica dé la impresión de que Volveréis es un filme aburrido o fallido; al contrario, es luminoso, directo, sencillo. Lo que pasa es que al final acaba triunfando la querencia de su director por la experimentación y las paradojas narrativas. Esta película es la que más le ha acercado a lo que tal vez sea su verdadera aspiración como cineasta, la misma fascinación que comparte con Mekas por las intrahistorias humanas. A mí me parece que este proceso tiene que ver con una pérdida de pudor a la hora de narrar; y creo que Trueba se ha dejado una buena porción en esta película...
En apenas dos años, el cine español ha adaptado dos novelas de Juan José Millás. Y por desgracia ninguna ha conseguido dar con el tono y la apariencia de atmósfera cerrada, onírica y bipolar que exhiben, atributos que se han incrementado notablemente en los textos más recientes del autor. No mires a los ojos (2022) de Félix Viscarret partía de una historia con bastantes posibilidades, pero que se metía en un callejón sin salida por culpa de un muy improbable y nada empático giro erótico a la trama original. En cambio, la novela que sirve de estructura a Que nadie duerma (2023) resulta bastante menos fascinante como argumento; con una historia que parece un relato fabricado a medida, una emanación narrativa al embeleso que debe provocarle a Millás la famosa aria de Puccini, y cuyo título en italiano --traducido al castellano-- sirve también para denominar al filme (la versión internacional se llama Something is about to happen, lo que demuestra que esto de modificar por libre los títulos originales funciona igual de bien en el mercado interior como en el exterior. Quizá nos venga de serie).
Es verdad que las historias de Millás tienen lugar casi por completo en la mente de sus protagonistas, y que el día a día de la realidad tiene un papel secundario, como mucho desencadenante, de determinados momentos cruciales. Este es el principal reto cinematográfico de sus libros, dar con el punto de vista equivalente a una voz narrativa tan singular. Lo más probable es que si algún cineasta lo intentara, desentendiéndose de cualquier asidero narrativo convencional, y asumiera hasta las últimas consecuencias su decisión, creo que el resultado se parecería más al filme más loco de Lanthimos que a cualquier título español de los últimos sesenta años.
Antonio Méndez (formado en EE UU, donde ha rodado sus primeros largometrajes) y Clara Roquet han escrito un guión que parece sacado de una cápsula del tiempo: se nota que han procurado encajar cuantos más elementos argumentales de la novela, pero expandiéndolos o modificando ligeramente su función en la película. De paso, añaden unas pocas anécdotas secundarias que hagan más digerible el conjunto y, sobre todo, eliminan prácticamente todas las referencias ornitológicas (que son, precisamente, lo más raro e indigesto de la novela). En este artefacto lo único que destaca es la fantástica interpretación de Malena Alterio, que por fin puede lucir su talento como actriz todoterreno después de velar las armas en la inflexible y predecible industria televisiva. Pero lo que más me ha sorprendido es cómo avanza la historia, recurriendo a un formato que el cine español ha explotado hasta demostrar inequívocamente que no resulta nada atractivo ni sirve para enganchar a las audiencias (y aun así sigue usándolo). Consiste en encapsular las situaciones y diálogos más importantes, y también otros más incidentales y hasta engorrosos, en un único plano rodado con cámara fija. Estoy persuadido de que esa obsesión por el plano único y estático la valoran quienes la consideran una forma meritoria de condensación narrativa, pero en el fondo siempre me ha parecido una manera como cualquier otra de ahorrar costes. Un estilo eficaz que renuncia a la complejidad del montaje, a rodar desde varios puntos de vista, tensar el tiempo o condensarlo; en fin, una oportunidad perdida para el equipo creativo de dejar su impronta y que les luzca el andamio. No me gusta porque es, antes que nada, una dimisión creativa que, casi con toda probabilidad --a menos que el guión sea brutalmente increíble y encaje como un guante--, da como resultado una película sosa, distante y artificial.
Fue un invento del cine estadounidense y durante décadas la única cinematografía que lo defendió hasta popularizarlo y convertirlo en género: esa visión positiva y modificadora de la personalidad para padres y --sobre todo-- madres que supone el embarazo. Los personajes pueden ser todo lo cínicos e inclasificables que se quiera, pero cuando se materializa la perspectiva de la maternidad siempre se recibe con una alegría sin dobleces; el asunto, además, queda al margen de toda crítica e ironía, y los conflictos abiertos en suspenso. El argumento se convierte entonces en una especie de pruebas vitales para demostrar el valor, la determinación y/o la madurez de los progenitores. Y luego la crisis existencial justo antes del parto (siempre sobrevenido) todo encaja y se alinea como debe. Padres felices y sin vacilaciones, familias y amistades reencontradas. A los padres se les revela, de la manera más inesperada, una nueva convicción acerca de la continuidad de la vida (de forma muy parecida a como la descubrieron sus padres, de lo cual se enteran precisamente entonces) y un deseo --agazapado desde que comenzó su adolescencia--de encontrar su lugar en las reuniones y tradiciones familiares. En corto y claro: dejar atrás la juventud y hacerse un adulto responsable (precisamente lo que todos odiamos en esa fase de la vida). Sólo muy recientemente se ha perfeccionado y ampliado este natalismo cinematográfico --por definición conservador, ultrapositivo y sin fisuras-- gracias a la incorporación de nuevos roles: historias sobre madres que no esperan ni desean serlo, las cuales plantean, cada vez más seriamente (no como simple mención) la opción del aborto, desplazando el embarazo hacia una periferia donde es blanco fácil para una visión crítica y poco complaciente.
Hoy el natalismo --en cualquiera de sus variantes por nivel de positivismo, ñoñería y desacato-- está presente en la mayoría de las cinematografías, aportando inclusividad y polémica a este tema universal: Ninjababy (2021), El acontecimiento (2021); incluso en títulos tan a la contra como La camarera (2007), Lío embarazoso (2007) o Juno (2007). El cine español tampoco ha sido una excepción, sobre todo desde que las directoras han consolidado su acceso a la industria: Cinco lobitos (2022) o Mamífera (2024). Incluso la televisión y las series han hecho suyo el esquema más comercial del natalismo sin apenas variaciones. Hay donde escoger. Pero hay novedades: la generación centenial ha alcanzado la edad fértil y empezamos a ver películas que incorporan su punto de vista, inevitablemente anclado a sus filias y fobias sobre la vida y el amor también. Empezando por su resbaladiza relación con la maternidad, producto de una tormenta sociopolítica y demográfica perfecta. Sin embargo, después de ver con bastante retraso Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, me da la sensación de que, con su aportación, no nos vamos a alejar demasiado de la comedia agridulce; si acaso veremos un aumento importante de las dosis de drama y de reivindicación social; en lo demás, pocos cambios.
Los días que vendrán es básicamente un encadenamiento de situaciones ya conocidas en otras películas, telefilmes y/o series sobre el proceso de gestación; en este caso formando una crónica vivamente generacional de la procreación en general y la maternidad en particular, en versión centenial. Claramente decantado hacia el punto de vista de la madre, el filme narra el itinerario sentimental y sociológico de Vir (Maria Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) --una joven pareja con empleos cualificados y precarios-- cuando de pronto un embarazo no deseado ni esperado se cruza en sus vidas. Incluye todos los tics, obsesiones, manías, lugares comunes, mitos y aportaciones inéditas de los centenials, sin dejar prácticamente ninguno: mitificación del tiempo que les tocó vivir a sus padres (una época feliz porque la idealizan y a la que aspiran sabiendo que nunca llegará, probablemente la piedra angular de su inestabilidad interior); el convencimiento íntimo y unánime de que van a vivir peor que sus padres; el mantra de que las cosas se tienen que hablar en pareja, algo siempre exigido a toro pasado, pero nunca declarado por anticipado; los desajustes sobre la crianza que cada cual considera apropiada (arrimándose como nunca antes a su mochila familiar); la reivindicación del derecho a abortar (una alusión para dejar claro que parir no es una obligación, y nunca llevada a término. Al fin y al cabo es una de las premisas del cine natalista); la exaltación de la maternidad, materializada --como siempre se ha hecho, esto no es nada nuevo-- en el acto de amamantar en soledad, en el vínculo inefable entre madre e hija que se establece, mostrado como si ese instante compensara todo lo demás y justificara cualquier sacrificio (segunda premisa del cine natalista). Rodada cronológicamente --los protagonistas eran pareja en la vida real y esperaban un bebé-- con un ritmo rápido, sin apenas mostrar nada más allá de las conversaciones entre la pareja protagonista. Al anteponer tantos elementos de la realidad, el paso de los días y los hitos del proceso se imponen, casi como un orden del día a tratar en las diversas escenas, dejando escaso margen para una ficción más elaborada.
Como miembro de la Generación X, me resulta inevitable detectar, en algunos diálogos, en la planificación de determinadas escenas, las señas una identidad centenial que busca emerger como discurso dominante, propio del grupo humano que ya ha comenzado el tránsito que la convertirá en el eje político y económico de la sociedad. Sí, está claro que estos jóvenes saben lo que quieren, excepto cuándo es el momento de tener descendencia; pero eso es algo que ninguna generación ha sabido nunca, la diferencia es que ellos creen que son los primeros en planteárselo tan crudamente. Todos lo hicimos. Todos los harán. La cosa es que Los días que vendrán parece que ha sido rodada más como manifiesto generacional que como ficción con posibilidades de drama y comedia...
Retorno a Brideshead (1981) es la serie que marcó mi juventud de muy diversas maneras. Cuando la vi por primera vez no podía saber que iba a contribuir indirectamente a que diera el último empujón a un cambio de rumbo vital que rondaba mi mente; también a determinar para siempre buena parte de mis preferencias estéticas, incluso a mi tendencia a explicar mi pasado como relato en mi pensamiento. Se anunció con una ambiciosa y demoledora etiqueta (era la primera vez que veía usar un piropo tan contundente para vender una serie e, ingenuamente, creí que era algo que no se hacía a la ligera): la mejor serie de la televisión de todos los tiempos. La cosa es que no le fui demasiado fiel en su estreno televisivo (tenía otras prioridades más propias de la edad), y sólo vi capítulos sueltos, así que se me escaparon la mayoría de las claves del argumento. Por suerte, hubo numerosas reposiciones que permitieron que la completara, hasta que decidí revisarla íntegramente y por estricto orden. En ese primer visionado íntegro no acabé de captar todos los significados y matices, pero pude intuir que había equivocado mi impresión parcial inicial. Por eso le dediqué nuevas y tozudas revisiones, hasta que creí abarcar todo su alcance formal y dramático. Y entonces, en una nueva reposición en horario de madrugada, a finales de los ochenta, decidí grabarla en vídeo (luego compré la serie en DVD y le pasé las cintas VHS a mi hermano). En este formato digital la he revisado cada tanto sin un plan preconcebido, movido por el triple deseo de recrearme en una belleza y una intensidad cuyos efectos conozco de sobra, recorrer una vez más el territorio donde comenzó a concretarse mi afición al cine y, de paso, revisar las escenas, personajes y diálogos que sirvieron de molde a ciertas estructuras elementales de mi sentimentalismo.
Desde un punto de vista formal, Retorno a Brideshead no deja de ser la típica serie británica: estéticamente impecable, ambiente aristocrático, personajes elegantes, cultos, calculadamente cínicos, opacos sentimentalmente e interpretados con sequedad y distancia casi irreales. Sin embargo, exhibe una narrativa que no encaja del todo en ese estilo funcional asociado a lo británico y que triunfaba --y lo sigue haciendo-- en todo el mundo, agrandando de paso el tópico de un género tremendamente popular; es más, enseguida se hacen notar las diferencias: planos secuencia para los momentos culminantes, elaborados travelling, uso del zoom para mantener el plano continuo en escenas minuciosamente coreografiadas, lentitud expositiva, detalles deliberadamente no marcados por la narración a pesar de su trascendencia para la historia, constantes saltos atrás para completar la información... Además, el argumento central --a pesar de las apariencias y el amplio lapso temporal que abarca-- es demasiado personal, poco tiene que ver con los conflictos familiares y de intereses que suelen servir de trama central a las series británicas más emblemáticas.
Aunque acabé de confirmar mi intuición primera unos años después, cuando leí la novela de Evelyn Waugh (publicada en 1945), lo cierto es que fue la escena final del primer episodio la que marcó el estado sentimental en el que desde entonces he visto la serie, en la que un gesto nimio y casi vulgar desata una tormenta de deseo en el protagonista: la fascinación/atracción que siente Charles Ryder (Jeremy Irons) por Julia (Diana Quick), la hermana de su mejor amigo de la universidad, el pastoso y ambiguo Sebastian Flyte (Anthony Andrews). De hecho, la trama principal de la serie está atravesada de arriba abajo por esta pasión nunca abiertamente declarada (sólo se desvela parcial y muy sutilmente en unos pocos momentos escogidos), funcionando como un lento asedio hasta que Charles consigue materializar, casi por azar, sobre la bocina y nunca por completo, su deseo de juventud. La crítica experta, fans, detractores y desdeñosos varios de la serie sin duda priorizarán otros elementos dramáticos bastante más convencionales: la decadencia económica de la aristocracia iniciada tras la Primera Guerra Mundial, agravada por el crack de 1929 y rematada por el estallido del segundo conflicto mundial diez años después; o más bien la maldición que arrastra la familia Flyte por pertenecer a una minoría católica en un país protestante. El propio Waugh se había convertido al catolicismo, así que sabía perfectamente de qué hablaba y a qué obstáculos incomprensibles se refería cuando retrataba los contratiempos y/o problemas de conciencia --totalmente marcianos para un protestante en 1945 y para cualquier lector/espectador posterior-- que sobrevienen a los Flyte en los momentos más inoportunos de sus vidas, impidiéndoles ser felices de una manera natural (o al menos como ellos ven que sí lo son sus iguales protestantes).
El impacto que me produjo la serie afectó a muchos y diferentes ámbitos: el primero, claramente asociado a mi circunstancia vital en 1983 (en España se emitió en La 2 entre enero y marzo de ese año), en plena terraformación; el segundo, induciendo en mí una preferencia por un determinado tratamiento formal de los momentos definitorios (tanto en el cine como en la literatura): anidar flashbacks para desordenar la narración y obtener un relato que se ajuste a la memoria del protagonista --y no necesariamente al relato cronológico o a la verdad-- y a los objetivos del autor. Es una estrategia que añade una complejidad consciente y corre el riesgo de hacer perder el hilo, pero posee la ventaja de aislar y potenciar los instantes clave. El tercer nivel está relacionado con el impacto de determinadas obras en la formación de mi gusto artístico, en la manera en que influyó en mi forma de escribir ficción (cuando lo intento). El cuarto y último (esto ya es un azar estrictamente biográfico) tiene que ver con el penoso proceso de desentenderme de la religión católica heredada de mi entorno familiar; un lastre que no fue tan sencillo dejar atrás así como así. El hecho de que la serie abordara este mismo tránsito (es uno de sus principales leitmotiv, responsable de unos cuantos giros dramáticos cruciales), cuando yo trataba de realizarlo a mi desordenada manera, me pareció una señal definitiva; lo interpreté como una especie de armazón argumental que suplía mi falta de experiencia y de ideas, así que incorporé acríticamente bastantes actitudes y opiniones a mi propio y lastimoso itinerario hacia el ateísmo.