sábado, 21 de junio de 2025
El cine que devora la realidad (cuando lo está haciendo la heroína) (Arrebato)
Iván Zulueta creció marinado en cine (su padre fue director del Festival de San Sebastián) y podría haber dado buenas películas si hubiera tenido tiempo de madurar su estilo. Y si no se hubiera cruzado la heroína en su camino. Los dos únicos largometrajes que dirigió --Un, dos, tres... al escondite inglés (1970) y Arrebato-- apuntan unas primeras intuiciones sobre el tiempo cinematográfico que quizá se habrían modulado con mejores guiones. La cosa es que el cine no acabó de centrar su atención, y prefirió dedicarse al diseño gráfico (es autor de numerosos carteles de películas españolas, incluyendo los primeros títulos de Almodóvar), puesto que, cuando falleció en 2009, hacía treinta años de su último largometraje, y en ese tiempo sólo colaboró en dos series de televisión (y fue a finales de los ochenta y principios de los noventa). Así que no cabe lamentar un genio ahogado por la industria, o un cineasta incomprendido; si acaso lastrado por la falta de oportunidades. Por los motivos que sea, Zulueta no se dedicó ni a dirigir ni a escribir después de una obra singular e inclasificable que ha sido tasada bastante por encima de su valor real (quizá más por el deseo de alimentar una determinada imagen subversiva y, a la vez, vanguardista, del cine español de la transición, ciertamente no mayoritaria).
Arrebato se inscribe en esa larga lista de filmes protagonizados por cineastas en crisis creativa (y vital también), individuos controvertidos en los que confluyen la modernidad y la crisis ideológica y existencial de su tiempo. Fellini 8½ (1963) es quizá su referente más cercano: no por el estilo, pero sí porque ambos títulos abordan el bloqueo artístico desde un esquema narrativo no convencional, un recurso que refuerza el extrañamiento del mundo y que se ha convertido en un binomio recurrente en determinado cine introspectivo. El del cineasta como uno de los más penetrantes analistas de su tiempo, dotado como pocos para balizar el territorio que pisamos, señalar errores y marcar tendencias de futuro. Gente insoportable e insufrible como el Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) de Fellini y el José Sirgado (Eusebio Poncela) de Zulueta.
Sin embargo, el guión de Zulueta --inicialmente concebido como un corto-- no acaba de encontrar un hilo narrativo que ayude al espectador a comprender sus objetivos ni sus métodos. Los dos primeros tercios son una mera sucesión de escenas donde a los diferentes actores y actrices del reparto se les permite erigirse en el único interés dramático y/o humorístico; los personajes se caracterizan a partir de situaciones límite, comportamientos erráticos que pretenden resultar enigmáticos y un gusto nada atenuado por lo extremo, lo polémico y lo incipientemente terrorífico. Sólo hacia el final, cuando la narración consigue centrarse que un leitmotiv hasta entonces apenas concretado, se desarrolla la idea central de un filme sin centro de gravedad, esta vez sí, incrementalmente dosificado y permitiendo (esta vez también) anticipar sucesos. El hecho de que esa anécdota tenga que ver con el dispositivo técnico del cine ha sido el único asidero de cierta crítica para reivindicar la película como una investigación sobre la ontología fílmica. Apenas hay un planteamiento que busque encajar esta audaz idea del medio cinematográfico a la manera de una declaración formal, excepto en la escena que cierra el filme: el cine devora --mata-- la realidad. Una sinécdoque que intercambia la heroína por el cine, los dos ejes de la vida de Zulueta por aquel entonces. Porque el verdadero problema de José Sirgado y de Pedro (Will More) es que la droga devora sus vidas (los pinchazos no la hacen más tolerable), su creatividad (no se expande gracias a los estimulantes, como pueden pensar ellos) y, por supuesto, su percepción de la realidad. El misterioso comportamiento de la cámara de Pedro y los extraños signos que se intercalan en el metraje son probablemente las únicas licencias que podrían hacer más interesante una historia que avanza a trompicones, más parecida a un esbozo si pulir de Serie B que a una película intrigante como La señal (The ring) (2002).
sábado, 3 de mayo de 2025
Fugacidad. Trascendencia. Insignificancia. Azar (Parthenope)
Parthenope (2024) es, por encima de todo, el sentido homenaje de Sorrentino a su ciudad natal, Nápoles. Una ofrenda cinematográfica nostálgica y evocadora, los dos componentes con los que pretende poner al descubierto el núcleo de la identidad napolitana, tan fascinante como llena de contradicciones y, a la vez, motivo de orgullo. Y en el centro de la historia, una protagonista que sirva de epítome perfecto, un personaje fascinante, atractivo e inasible, especialmente para los no oriundos, y que los nativos --con la debida introspección-- sí están capacitados para detectar y comprender. Porque Parthenope --el nombre de la antigua colonia griega que con el tiempo se convertiría en Nápoles-- es una mujer extremadamente inteligente y bella (perturbadora Celeste dalla Porta) cuya vida y experiencias son una mezcla de recuerdos del director, un compendio (obviando cualquier exigencia derivada del desarrollo argumental) de momentos definitorios que materializan cualquier cualidad específica de los napolitanos, de simples elaboraciones/exageraciones vinculadas a su cultura. El temperamento zafio, el sentido de pertenencia, un anhelo de trascendencia siempre acechante aunque nunca completamente colmado que fascina y repele (y que ha acabado por convertirse en un tópico acerca de Nápoles y sus habitantes). Esta definición también se aplica a buena parte de la filmografía de Sorrentino, y es la que más me remueve interiormente, seguramente por alguna coincidencia vital o geográfica.
Parthenope es una mujer tan inteligente como bella, aunque ninguna de estas cualidades es exclusiva del carácter napolitano, son solamente dos aspectos del personaje que ayudan a Sorrentino a expandir su guión con temas que ya ha tratado en otras películas, sin apenas cambios respecto a esta de ahora. El de la belleza perturbadora que impide vivir con normalidad a las mujeres, da igual como reaccionen: si aceptan las constantes proposiciones de los hombres (a cual más descarada, inconveniente y/o humillante) se convierten en objetos de deseo efímero, un cuerpo que poseer, un juguete que encandila hasta que se pierde el brillo de la juventud y la aparición de nuevas bellezas las arrinconan y las condenan a la soledad. En cambio, si, contra todo pronóstico, rechazan las insinuaciones y promesas de lujo, placer y bienestar, esa misma soledad se convierte en su estado natural desde el primer momento. En el caso de Parthenope, la rareza que la distingue de los demás es su preferencia por la antropología y la búsqueda de un compañero que no la valore únicamente por su aspecto. Creo que este es el verdadero centro de la obra de Sorrentino, y no las alharacas formales, excesos de guión y demás extravagancias que intenta hacer pasar como una marca personal e intransferible.
Intercaladas en esta trama principal, una veces con naturalidad, otras de forma bastante forzada, casi desconectada del resto de la historia, encontramos las escenas cuyo objetivo es mostrar de cierta manera exagerada (a ser posible escandalosa) la singularidad napolitana. Un carácter que, si hacemos caso al director, es esencialmente contradictorio, inexplicable y fuertemente dependiente de rituales muy concretos (religiosidad popular, enfrentamientos entre clanes, tendencia a endiosar aquello que provoca felicidad y decepción extremas. En otras palabras: catolicismo, mafia y fútbol. Estas secuencias, ciertamente elaboradas, aportan las necesarias dosis de surrealismo y distanciamiento que uno podría esperar del director. Sin embargo, el hecho de estar prácticamente al margen de la trama que él mismo presenta como principal, funcionan como una ofrenda para sus seguidores, una especie de renovación de la vigencia de su punto de vista deformante de la realidad, el mismo que parece haberse convertido en lo que más llama la atención de su cine.
Después de unos cuantos títulos insistiendo en el tema de su Campania natal, uno empieza a dudar si el proyecto de Sorrentino consiste en expresar en imágenes la esencia de su entorno biogeográfico y sentimental o más bien una versión conscientemente desfigurada de esa esencia, cortocircuitada por influencias cinematográficas y culturales, que funcionan como una distinción artística. Al final, Parthenope, igual que La gran belleza y demás historias similares, parecen más bien el resultado de una obsesión por cristalizar un estilo reconocible, no tanto el deseo de ofrecer una reflexión duradera sobre un fenómeno tan humano como efímero y fruto del azar; da igual que esté perfectamente localizado en el tiempo y el espacio.
sábado, 12 de abril de 2025
Anatomía de un pendulazo (Regreso a Reims)
Es en gran medida la ausencia de movilización o de autopercepción como pertenecientes a un grupo social solidario lo que permite que la división racista suplante a la división de clases. La afirmación de ser legítimos ocupantes de un territorio del que se sienten despojados y expulsados. Una afirmación contra quienes se les niega toda pertenencia legítima a la nación, contra quienes negamos los derechos que tratamos de mantener para nosotros. ¿Cómo se formaron estos discursos que transfiguraron los problemas de barrio en una concepción del mundo y en un sistema de pensamiento político? Tal vez fuera una manera, para quienes pertenecieron a una categoría social a la que se recordaba constantemente su inferioridad, de sentirse superiores a personas aún más desfavorecidas, una forma de construir una imagen positiva de sí mismos a través de la devaluación de los demás. ¿Qué ha pasado para que tanta gente empezara a votar por el Frente Nacional? ¿Qué abrumadora responsabilidad tiene la izquierda oficial en este proceso?»
Didier Eribon / Jean-Gabriel Périot
He demorado durante demasiado tiempo el momento de ponerme a ver Regreso a Reims (2021) de Jean-Gabriel Périot, basada en el libro Retour à Reims. Une théorie du sujet (2018) de Didier Eribon, pero en cuanto me he decidido, he quedado atrapado por el tema y su fascinante desarrollo. Se trata de una obra surgida a raíz de la muerte del padre de Eribon, con el que estuvo distanciado durante casi toda su vida adulta (en un conflicto donde seguramente tuvo bastante que ver la orientación sexual del hijo). El libro comienza como una rememoración nostálgica de la infancia en Reims, pero poco a poco se transforma en un ajuste de cuentas político-sentimental con su padre y su madre. Sin embargo, es la cuestión política la que se abre paso hasta convertirse en una síntesis histórica de la evolución ideológica del proletariado francés desde los años cuarenta hasta el siglo XXI. Eribon, tomando como objetos de estudio a sus padres, mediante esa retórica expositiva que caracteriza a la enseñanza en Francia (y que sin duda es la mejor seña de estilo de sus filósofos y científicos sociales), extiende su teoría a la totalidad de la sociedad francesa de la posguerra. El resultado es un relato al que el tiempo y los acontecimientos han dado la razón: el tránsito de las clases trabajadoras occidentales --un auténtico pendulazo-- que las ha llevado desde las reivindicaciones laborales, la mejora de las condiciones de vida, la igualdad, la dignidad --incluso la impugnación a la totalidad del sistema-- hasta convertirlas en un combate contra los débiles (los migrantes, los culturalmente diferentes, los que están por debajo). Un desplazamiento que abarca todo el espectro ideológico tradicional y que no es fruto de ninguna ley evolutiva o una teoría de la historia al uso, más bien un modelo de asalto inédito a las democracias que pretende desactivar las aspiraciones de las masas obreras. Un segundo intento de lo que no se pudo lograr a base de fanatismo y agravios territoriales en los años treinta del siglo XX.
Regreso a Reims es la crónica de un pendulazo inducido por las elites pastosas con el objetivo de vaciar y/o arrancar el debate sobre las condiciones de vida y la desigualdad y redirigirlo contra quienes, hace apenas unos años, eran considerados aliados en la lucha revolucionaria por parte de los trabajadores (y que ahora los rechazan porque amenazan su forma de vida, su cultura, sus oportunidades laborales). Una gigantesca manipulación que ha salido bien y encima ha conseguido vaciar ideológicamente a la izquierda tradicional. Una izquierda que se quema entrando al trapo de la defensa identitaria que también sirve como excusa para acusarles de wokismo. El libro y la película ofrecen una triste lección de realismo, un aviso a navegantes, la constatación de que existen unos límites para la práctica política, de las consecuencias que implica traspasarlos. La tentación de seducir con promesas espurias al vulnerable, al desinformado, al ambicioso sin recursos, al injuriado, al derrotado, es una tentación demasiado grande. Las clases subalternas, por el hecho de ser el grupo más numeroso, poseen la llave para el acceso al poder a través de los votos (a los dictadores que prefieren la violencia les basta con la violencia y la represión), y tras el tremendo fracaso que supuso para las elites dar su apoyo a partidos extremistas, han comprendido que mejor convencer a las masas con un sucedáneo del doblepensamiento orwelliano: utilizando las mismas palabras que los demócratas, les aseguran que el bienestar, la decencia y la seguridad de su mundo están en peligro de desaparición. Y el culpable es el de siempre: el recién llegado, el que no tiene nada... el rival más débil, el más fácil de abatir para quienes lo tienen todo. El capital se ha adueñado de la política no para dominar territorios, ni siquiera pueblos; les basta una legión de tontos útiles que voten las leyes que eliminen los obstáculos a la acumulación de riqueza. Lo importante es que la bronca entre los subordinados no acabe nunca, que las escaramuzas parezcan victorias. Para eso hay que alimentar sin descanso el debate público con polémicas ridículas y/o inexistentes. Da igual que sea necesario despertar a la bestia del racismo o de la violencia paramilitar porque todo lo que no sirva para mantener los privilegios se la trae floja.
El documental comienza centrado en las formas de la vida cotidiana, los espacios y rituales de socialización obrera en la posguerra francesa, siempre a partir de situaciones experimentadas por Eribon en su propia familia: las relaciones amorosas, la tolerancia limitada en rituales de acercamiento, los límites implícitos, los momentos en los que se evidencian las diferencias de clase... Un panorama que revela cómo en aquellas democracias victoriosas el ascensor social estaba, si no bloqueado, al menos estrictamente condicionado. Pero llegaron los sesenta, cuando la juventud se plantó exigiendo sus demandas para el futuro: algunas de ellas políticas, es cierto, pero especialmente relacionadas con liberación de las costumbres y la moral sexual. Ahí se produce la quiebra definitiva con las generaciones que vivieron durante toda la primera mitad del siglo XX. A partir de ese momento, llegan nuevas conquistas: la cristalización ideológica del feminismo, la libertad sexual, la sensualidad y el ocio como nuevos ejes para el desarrollo de la personalidad... De todas esas aspiraciones se contagió la política, puesto que la juventud comprendió que semejantes cambios sólo podrían sostenerse gracias a partidos progresistas. Comenzó entonces la etapa de la gran ilusión de la izquierda francesa, que culminó con la victoria de Mitterand en las presidenciales de 1982, y que las clases trabajadoras interpretaron como un triunfo largamente postergado, conseguido finalmente mediante una revolución legal, la materialización de un proceso que había tardado casi un siglo en ver la luz. Por fin, pensaron, habían logrado situar a un líder que iba a legislar para la modificación igualitaria de las reglas de juego capitalista. Así lo vivió la familia de Eribon, y muchísimas más en toda Francia.
Cuando, con el paso de los meses, se vio claro que el socialismo trataba de hacer reformas pactando con el gran capital, se abrieron las primeras grietas en las esperanzas de los votantes de la izquierda. Además, la ideología ultraliberal liderada en esos mismos años por Thatcher y Reagan sirvió de inspiración y señuelo para un crecimiento ilimitado a costa de quebrar los consensos sociales tradicionales: desregulación legislativa, eliminación de controles al capital, erosión consciente y sistemática del poder de los sindicatos. Es entonces cuando cristaliza la tremenda decepción que llevó a la decadencia imparable del Partido Comunista (que aún hoy existe, pero parapetado tras nuevos partidos y coaliciones que oculten sus siglas) y, en general, de toda la izquierda. Sus votantes quedaron huérfanos de representación, sin proyecto revolucionario, contemplando un futuro en el que se habían desvanecido todas sus aspiraciones. Algunas facciones, convencidas de que sólo la violencia podría acabar con los privilegios y las injusticias, optaron por la radicalización nihilista. El consenso social estaba muerto. Fue entonces cuando comenzó la estrategia de la ultraderecha para atraer a las masas obreras que necesitaban para abandonar la marginalidad, ganar elecciones y alcanzar el poder (esos mismos obreros a los que habían despreciado durante décadas), fomentando la división (el desprecio al emigrante, aliado hasta entonces en la lucha anticolonial y revolucionaria) y el individualismo (mejora del poder adquisitivo, beneficios individuales, aceptar la jerarquía y la ética clasista de la meritocracia). En ese preciso instante comienza El Pendulazo (ahora sí, e mayúscula, pe mayúscula), una transición ideológica nunca vista en la historia contemporánea y que anuncia un nuevo equilibrio de fuerzas en conflicto, el germen mismo de las sociedades poscapitalistas. El documental, en este punto, describe la toma de conciencia de familias pobres y desengañadas como la de Eribon, que ven que sus nuevos barrios de vivienda social se llenan de migrantes más pobres que ellos, los cuales, poco a poco, van convirtiéndose en mayoría, viendo cómo los barrios se transforman en suburbios. Es entonces cuando los comunistas veteranos buscan huir, distanciarse de esa misma precariedad de la que un día consiguieron salir, haciendo bueno el discurso de liberalismo, que premia a quienes reniegan de la lucha obrera y aceptan las nuevas reglas de la desigualdad natural del capitalismo. En ese tránsito, los exmilitantes comunistas, como la propia madre de Eribon, comienzan a votar en secreto al Frente Nacional de Le Pen, defensor de la expulsión de migrantes, la autarquía económica y, de paso, el regreso a las formas más patriarcales, gazmoñas y pacatas de la socialización. Un proceso difícilmente predecible que hemos visto replicarse con idéntico éxito en todo el planeta. Este pendulazo es una condición suficiente para llevar al poder a los partidos radicales, xenófobos y ultraliberales. Asistiremos a cambios drásticos y traumas de los que acabaremos arrepintiéndonos, incluso quienes lo apoyaron desde abajo, precisamente los primeros en ser sacrificados.
La historia que finalmente explica Regreso a Reims va mucho más allá de una evocación nostálgica del pasado familiar, es la descripción de una metamorfosis social alucinante que, irónicamente, ha dejado intactas las desigualdades de los medios de producción. Quienes aún creemos en un progreso acumulatorio basado en la racionalidad, nos sentimos removidos en lo más hondo de nuestras convicciones. Nos negamos a creer que haya podido producirse semejante cambio de bando tan incongruente, contradictorio y absurdo; tiene que tratarse de una mala interpretación de los síntomas, una manipulación, una distopía concebida para la ficción. Pero la realidad es tozuda: el incremento de votos de la ultraderecha proviene del apoyo de las clases trabajadoras. Estamos convencidos de que se están disparando un tiro en el pie, pero es que no nos damos cuenta de que sus aspiraciones ahora son otras: reducir la competencia ante unos trabajos escasos y mejorar los sueldos ante la mejor demanda. Es la actitud que mejor se adapta al momento de transición que le conviene al capital: asumir la demanda creciente de trabajadores que son poco a poco reemplazados por tecnología. Los cómplices necesarios perfectos.
Es cierto que el balance social y político del comunismo revolucionario ha sido un fiasco desde el punto de vista histórico: un ideario bien armado que tiene todas las ventajas y un único inconveniente, existir únicamente en los libros y en las declaraciones de intenciones. Pero lo que ha conseguido diluir definitivamente su fuerza ha sido una alianza antinatural cuyos devastadores efectos fueron, precisamente, los que en 1945 dieron paso a una sociedad de posguerra que huía del horror y trataba de compatibilizar capital y trabajo digno. Eribon es un investigador sagaz --y Jean-Gabriel Périot un adaptador competente-- que ha tenido el valor de poner a su familia como arquetipo de este viaje desde la izquierda a la derecha reaccionaria que las clases populares hemos protagonizado poniendo más de una vez cara de circunstancias. No entro a valorar la legitimidad de este movimiento, lo único que digo es que esta jugada maestra de elites y minorías radicales llevará décadas revertirla.
domingo, 30 de marzo de 2025
El abismo entre los sueños y las ilusiones (La luz que imaginamos)
El filme narra la historia de tres mujeres atrapadas en unas vidas que acabarán entrelazadas, mostrada por una cámara que no sale de su día a día, exponiendo en la pantalla las causas de su dolor, su infelicidad, su falta de oportunidades. Nunca se expresan esos motivos mediante escenas definitorias o directas, sino que es el espectador quien debe reconstruirlos a partir de los diálogos y las situaciones (la manera habitual de incorporar la sutileza al estilo). Son tres mujeres que abren sus sentimientos y se ayudan, siempre cuidando de no traspasar los límites que les impone (y que conocen de sobra) la tradición cultural y la modernidad laboral, que les permite trabajar pero no decidir sobre sus vidas. Atrapadas en esta pinza letal, intentan encontrar una existencia más allá de la sumisión familiar mientras van sorteando a los hombres que las abordan constantemente para obtener de ellas toda clase de cosas (casi nunca amor sincero e igualdad de trato).
Prabha (Kani Kusruti) es enfermera, y su marido --designado por la familia sin que ella tuviera voz ni voto-- está en Alemania desde hace un año y prácticamente han perdido el contacto; Anu (Divya Prabha), también enfermera, se ha enamorado de un musulmán, y aunque sabe que eso es un obstáculo familiar y social de primer orden, no renuncia a dejar fluir un amor oculto al que no entiende por qué debe renunciar. Por último, Parvaty (Chhaya Kadam) es una viuda amenazada de desahucio después de haber vivido durante décadas en una vivienda de repente ilegalizada. La película teje lentamente las tres existencias de estas mujeres en Mumbai; todo lo que sucede y todo lo que vemos está mostrado desde su punto de vista. La mirada femenina llena la pantalla, encerrada por voluntad narrativa en ese universo paralelo que forman las mujeres (las de la India, quizá todas las mujeres del planeta) dentro de ese otro mayor que las contiene, el de los hombres, que irrumpen en sus vidas, las atraen hacia ellos para vaciarlas de contenido, casi siempre provocando infelicidad. También, a veces, acercándose con tacto y sensibilidad, pero sin mostrar del todo sus intenciones (como hace el doctor Manoj, que corteja a Prabha aunque está casado).
Mumbai, como dice Prabha en un determinado momento, es la ciudad que les permite ilusionarse con el sucedáneo de vida independiente que proporciona el trabajo; pero no soñar, ya que no hay un futuro en la precariedad que las rodea, nunca se darán las condiciones para alcanzar el estatus que la tradición les reserva. Aun así, esa misma ciudad que las devora lentamente, supone un alivio respecto a la vida que llevaban en sus poblados de origen. En Mumbai, al menos pueden trabajar, entrar en contacto con los hombres de forma más libre, creer que podrán encontrar un amor no contaminado por el interés, el engaño o la lujuria. Sólo cuando las tres mujeres deciden acompañar a Parvaty a su pueblo sienten que pueden tomarse un respiro, aliviar toda esa presión laboral y sentimental. En definitiva, comenzara a preguntarse qué es lo que quieren. Regresar con la familia equivale a un fracaso, admitir que necesitan su ayuda para encontrar su lugar en el mundo. Puede que acaben regresando a Mumbai, pero lo harán seguramente desde una convencimiento nuevo, quizá dispuestas a sacudirse de encima el paternalismo masculino desde una posición más firme.
La luz que imaginamos se las apaña para revelar con lentitud y un tacto exquisitos el pasado de estas mujeres, envolviéndonos de paso su cotidiana resignación. Y, una vez completada la inmersión, nos alegramos con sus pequeñas rebeldías, nos ilusionamos con los futuros aún no han llegado a imaginar. Una toma de conciencia apenas iniciada, lo justo para saber que algo cambiará. En otros países, hay otras luchas. Las que relata la película, son las que son.
viernes, 14 de marzo de 2025
Desde la nostalgia y la didáctica (El 47)
Y es que somos un país desmemoriado. Disfrutamos recreándonos en los principios de progreso y justicia del pasado (y más sabiendo de antemano cómo acabó la cosa), pero pasamos de puntillas sobre los episodios vergonzosos, polémicos y/o que refuerzan nuestros estereotipos más negativos. Con la debida distancia y convencidos de haberlos superado, aceptamos encararlos, incluso blanquearlos de acuerdo con el nuevo espíritu de los tiempos (y, en algún caso concreto, para purgar la conciencia). En general, no nos mueve un deseo de manipular o reescribir nuestro pasado, pero sí de ofrecer a las nuevas generaciones un relato positivo y didáctico (porque este es el nuevo espíritu de los tiempos). Así somos, y no parece que hayamos cambiado demasiado en estos años...
No es exactamente esto lo que hace El 47. Como poco, se podría afirmar que filtra interesadamente la anécdota que quiere contar; sin desvirtuarla en lo esencial, pero cargando el peso del drama en los aspectos que sabe que atraparán mejor al público. Estamos ante un filme que cumple varios propósitos más allá de la ficción y que se lee de manera muy diferente en función de la edad y la biografía de cada cual. Nos encanta contemplar el pasado tal como necesitamos verlo, desde el punto de vista de nuestro presente, sabiendo que todo fue comprometido en su justa medida, que todas las luchas fueron legítimas, que no hubo pasos atrás, ni obstáculos ni actitudes fuera de los valores con los que observamos el drama. Estamos ante un guión bien escrito que desarrolla un suceso verídico, con sinceridad, una mirada compasiva y emotiva, con personajes que son prácticamente arquetipos; un filme quizá demasiado escorado hacia las narraciones autocomplacientes y reconfortantes que se llevan ahora. Sin disenso político ni mencionar (ni siquiera tangencialmente) la conflictividad social derivada de las desigualdades, señalando la burocracia, la ineptitud y la represión como únicos escollos.
El 47 es una película que se sumerge en el pasado desde la nostalgia de unos tiempos muy duros (los que conocieron nuestros abuelos), sabiendo como sabemos que la cosa acabó bien, y un sentimentalismo que eclipsa cualquier aspecto, no ya ideológico o político, sino ajeno a la trama principal. Esta es la clave de su éxito de público y de premios: la visión humana y conmovedora de un suceso que simboliza perfectamente el anhelo de integración y de superación, la lucha por mejorar las condiciones vida, el derecho a una vivienda digna. Los descendientes de aquellos migrantes responden perfectamente a lo pasional, lo afectivo, las injusticias, los momentos perfectos, las pequeñas victorias... Un filme más didáctico que histórico, más cívico que ideológico.
Para calibrar mejor El 47, yo recomiendo contrastarlo con La piel quemada (1967) de Josep Maria Forn; un filme injustamente olvidado que trata el mismo tema, rodado cuando la llegada de migrantes a Cataluña estaba en pleno apogeo, y que aun así no renuncia a incorporar a la historia las consecuencias de la conflictividad entre recién llegados y autóctonos, sin tener que armar un relato de buenos y malos. Dos títulos que permiten medir el largo camino recorrido por la sociedad española (y por el cine, por descontado): lo que hemos dejado atrás, lo que hemos incorporado... Fundamentalmente, un radical cambio en la mirada.
martes, 4 de marzo de 2025
¿El sueño de un gato negro? (Flow, un mundo que salvar)
Gints Zilbalodis es un cineasta de animación letón con apenas dos largometrajes, suficiente para revelar un particularísimo estilo narrativo, marcado por la simplicidad argumental, la afasia y unos paisajes entre devastados, evocados y/o imaginados. El primero --Away (2019)-- ganó en el Festival de Annecy y con el segundo --Flow, un mundo que salvar (2024)-- se acaba de llevar el Oscar a mejor animación con todo merecimiento. Estamos ante un creador que podría provocar un importante giro estético en este tipo de filmes (cada vez más, realizados pensando en audiencias adultas), resituando el género en el incentro donde convergen el cine fantástico, el mensaje ecologista y la introspección personal de unos héroes que no pronuncian una sola palabra (al menos hasta ahora).
Flow, un mundo que salvar es un filme que se resiste a la clasificación y a revelar abiertamente sus propósitos. Ambas renuncias dificultan bastante que el espectador entre a fondo en lo que se explica, pero hay un tercer elemento que anula cualquier resistencia inicial (incluso un cuarto, la banda sonora, en la que colabora el propio Zilbalodis): una estética visual que encandila y corta la respiración desde el primer minuto. No es solamente la perfección casi analógica en la recreación de paisajes inventados, también está el constante movimiento de cámara, los numerosos objetos y detalles que apuntan un significado, lugares que remiten a un pasado perdido no se sabe por qué. Si acaso, lo único que no está a la altura de tanta perfección es el renderizado de los animales protagonistas, que parecen un poco a medio culminar. Pero lo cierto es que da igual, porque ni siquiera la errática sucesión de escenas sin apenas nexo de la historia consiguen que disminuya la fascinación causada por las imágenes. Será después cuando comprendas que para mantener ese precario equilibrio es necesario sacrificar los diálogos. Igual es una simple fijación estética del director, pero funciona con la contundencia de una premisa narrativa. Lo único que queda claro en la película es que la acción transcurre en un mundo sin rastros de tecnología moderna donde habitaron seres humanos y ya sólo quedan animales. Los elementos naturales y las ciudades en ruinas evocan una mezcla de culturas y países suficientemente diferentes y/o alejados, quizá para impedir localizar el espacio y el tiempo de la acción, también para dotar de verismo a los paisajes y universalizar un difuso mensaje de advertencia.
En definitiva, una película que atrapa utilizando casi exclusivamente el principal fundamento ontológico del medio: la imagen y el movimiento; y de la que cuesta arrancarse a pesar de que no haya apenas asideros para comprender, empatizar o identificarse con una historia que, como indica su título, simplemente fluye. Y de qué manera...
domingo, 23 de febrero de 2025
El arte de la adaptación, según Mateo Gil (Pedro Páramo)
Me parece imposible no quedar atrapado --igual que el protagonista que da título a la novela-- al leer la primera frase de Pedro Páramo (1955): «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...». Una sola frase basta para establecer el tono, un avance del relato, desvelar quién es el narrador y su relación con la historia; es la clásica composición que distinguió a la novela latinoamericana a mediados del siglo XX y que arrasó en todo el mundo, incluso en los países anglosajones, tan impermeables ellos a todo lo que no esté escrito en su idioma. A pesar de que la novela no es un relato lineal ni incremental al uso, como los que suelen triunfar en la literatura y el cine populares, son las altas dosis de experimentalismo vanguardista lo que acaban por diluir y eclipsar la anécdota inicial, transformándola en algo fragmentado, desordenado... El texto mantiene intacta su potencia y prestigio literarios, pero quizá esa sea una de las razones por las que ha sido uno de los grandes olvidados para dar el salto al cine.
Producida por Netflix y estrenada casi a la vez que su otra apuesta del año por el audiovisual en español (la serie para streaming más cara rodada en este idioma, Cien años de soledad), Pedro Páramo logra mantener un meritorio equilibrio entre la fragmentaria reconstrucción que hace Juan Preciado del pasado de su padre y el descubrimiento (a mitad de película) de cómo y por qué la puede llevar a cabo si todos quienes le conocieron están muertos. Es en esa segunda mitad donde Rodrigo y Gil introducen mayor linealidad narrativa para completar la historia, justo al revés que el original literario, en el que Rulfo intercala nuevas tramas secundarias sin apenas marcarlas en el relato, obligando al lector a volver atrás, arriesgándolo a perder el hilo (y el interés). Era algo habitual en aquella época: urdir un entramado de voces y relatos para expresar la imposibilidad de conocer el pasado y/o la naturaleza fragmentaria de nuestra identidad, y para ello nada mejor que narraciones abiertas, no necesariamente coherentes ni lineales como ésta. Sin embargo, el guión de Gil se esfuerza por extraer de ese palimpsesto literario que conforman los diferentes relatos uno que contenga la mayoría de las piezas necesarias dotar de significado completo (o al menos, suficiente) a la historia, sin sacrificar la figura del narrador (uno de los mejores recursos de la novela).
El resultado es un filme interesante que cumple los requisitos de Netflix como película narrativamente compleja que no deja de ser comercial, no traiciona el original literario y no desmerece el gran trabajo artístico y de adaptación de Prieto y Gil. Incluso puede que haya quien sienta curiosidad por acercarse a una de las mejores novelas de la literatura mexicana. Ojalá...
sábado, 15 de febrero de 2025
La quiniela de los Oscar 2025 de Sesión discontinua
Si no fuera por la polémica por los mensajes de Karla Sofía Gascón, quizá las apuestas de la 97 edición especularían sobre si Emilia Pérez se convertiría en un nuevo Parásitos. Espero que nos sea así, porque mi deseo es que sea Anora la que se lleve las principales categorías. Sin embargo, un contexto político que mira en exceso por el retrovisor no ayuda y lo más probable es que sea un producto local, con un formato ferozmente clásico como el de The brutalist, el que arrase, incluso la aún más conservadora Cónclave. Y ese mismo sesgo haga que No other land cotice a la baja y, en cambio, La semilla de la higuera sagrada tenga el camino más despejado. La cosa es que, si esto es febrero, aquí está la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua, con su lista completa de nominados, para que cada cual, documentándose al máximo o sin importar lo que marca, revele sus gustos, preferencias, intuición o, simplemente, su buena suerte. ¡¡Nos leemos en Sesión discontinua!!:
jueves, 13 de febrero de 2025
Elogio nostálgico de cierta locura triste (Un dolor real)
David y Benji son primos hermanos, inseparables durante su adolescencia, hasta que la vida acabó llevándolos por caminos opuestos: David es inteligente pero poco dado a experimentar y salirse fuera del sistema, mientras que Benji es inconformista, impulsivo, tremendamente intuitivo y acaba de pasar por una etapa marcada por el desequilibrio mental (cuyos detalles nunca conoceremos). La perspectiva de reencontrarse en un viaje a la Polonia natal de su abuela es una oportunidad casi obligada de reconectar y resincronizar sus vidas, de bucear en su legado familiar en busca de indicios, curiosidades, anécdotas, instantes fundacionales, cualquier cosa a la que agarrarse como explicación o resignificación... El clásico esquema del viaje físico y el itinerario moral paralelo, un esquema narrativo y dramático tan viejo como el cine que no ha perdido nada de atractivo ni eficacia.
Y lo cierto es que Eisenberg logra un raro equilibrio entre la constante amenaza de desparrame ridículo de la historia, imprevistos brotes de sentimentalismo y fogonazos de sinceridad apenas admitida/esbozada: desde la socialización acelerada y forzosa de los protagonistas --con el pequeño grupo con el que visitan la Polonia judía-- hasta las dificultades para canalizar la emotividad sin quedar como un raro o un lunático. En esta labor Benji se revela como un auténtico maestro (y probablemente le garantice a Kieran Culkin el Oscar a mejor secundario masculino): aunque casi siempre se pase de frenada o sea imposible saber de qué está hablando, sus excentricidades acaban rompiendo el muro defensivo que llevamos de serie ante los desconocidos. David, en cambio, se avergüenza de su comportamiento, se siente obligado a disculparse y a ofrecer constantes explicaciones, pero poco a poco comprende que en su vida no ha hecho otra cosa que disculparse, hacer lo que le piden los demás y dejar en segundo plano sus proyectos personales. Y que Benji, aunque actúa a lo bestia, sin método ni medida, al menos busca desesperadamente el contacto humano, sentir que al menos lo ha intentado y que de sus fracasos podría surgir algo positivo (reconectar con su primo David, hablar sin adornos ni medias palabras sobre su pasado y sus sentimientos por primera vez en mucho tiempo...).
En esta clase de filmes, la elección de las situaciones y la dosificación de humor y drama son la clave: los momentos chuscos deben dejar paso a los trascendentales con naturalidad, de manera que al final imponga a las audiencias un estado de sentimientos muy concreto: asistir a la declaración significativa, la confesión, la reconciliación, la verdad revelada... En Un dolor real ese instante comienza durante la visita al campo de concentración de Majdanek (donde su abuela estuvo prisionera), en una escena resuelta con elegancia y en respetuoso silencio. A partir de ahí, las confidencias de madrugada entre David y Benji compartiendo un porro harán el resto. Hasta culminar en la escena frente a la casa donde vivió su abuela y se supone que todo lo visto y dicho deben desembocar en algo reconfortante y gratificante. Y Eisenberg la resuelve exactamente como a mí me gusta: interrumpiendo bruscamente la intensidad que la situación anuncia por todas partes, impidiéndoles disfrutar de algo profundo e intenso. E impidiendo también que el espectador obtenga lo que lleva deseando desde hace rato porque recibe toda clase de señales anticipatorias. Adoro las películas que hacen esto.
Un dolor real es un filme que huye de los clichés sobre la trascendencia a la que nos tiene habituados ese cine que confunde la militancia con el compromiso sentimental. No estamos ante un argumento incremental, sino ante una sucesión de días que se desparraman con resultados inciertos: a veces tristes, otros no tanto... También es una película que plantea una cuestión incómoda: no tratamos bien a quienes tropiezan en nuestras familias; lo normal es que les dejemos de lado, autoconvenciéndonos de que les estamos dando espacio para resolver sus problemas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, necesitan exactamente lo contrario. Luego, cuando regresan a nuestras vidas, encajamos nuestro comportamiento en un relato que no nos deje demasiado mal y fingimos que todo acabó bien y por tanto no hay reproches ni rencores; hasta puede que tiremos de tópicos inspirados en alguna película. Esa película podrá ser Un dolor real.
sábado, 25 de enero de 2025
Una teoría doméstica del despotismo (La semilla de la higuera sagrada)
La semilla de la higuera sagrada (2024) de Mohammad Rasoulof se rodó deprisa porque su director se encontraba bajo amenaza de detención, y aunque no lo hubiera estado habría acabado igual por culpa del tema incómodo e incandescente de su película: la ola de protestas en Irán tras la tortura y muerte de la joven Mahsa Amini a manos de la Policía de la Moral por llevar el velo mal puesto. Es difícil imaginar un motivo más absurdo e injustificable. La película narra las diferentes reacciones de una familia ante la amenaza de ruptura de la tradición que suponen las protestas de las mujeres más jóvenes. El padre es un recién nombrado investigador judicial que acaba chocando con el posicionamiento de sus dos hijas --estudiantes en el instituto y en la universidad-- mientras la madre intenta mediar entre ambos bandos y realiza su propio itinerario moral. Y aunque la figura paterna parece inicialmente parte de la crítica del filme (se resiste a firmar sentencias de muerte sin haber estudiado cada caso), en la segunda mitad revela su auténtica naturaleza despótica, peón indispensable en un poder sustentado en el patriarcalismo y sancionado por una tradición religiosa que se utiliza descaradamente para mantener unos privilegios aderezados de doble moral.
El filme hace una crónica diaria del inicio de las revueltas y de la exagerada respuesta del poder, y la culmina con imágenes de la represión subidas a las redes sociales, sustituyendo a las escenas que Rasoulof no podía siquiera plantearse rodar (como tampoco pudo asistir a buena parte del rodaje en exteriores, para evitar ser reconocido y provocar problemas con las autoridades). Es después, en la segunda parte, con el conflicto enquistado a partir de un incidente menor no relacionado directamente con las protestas, cuando desarrolla la tesis principal del filme, aquello que considera el germen --esa semilla a la que alude el título y cuyo comportamiento en la naturaleza es idéntico a la forma de actuar de los revolucionarios-- y el sostén de un régimen que impide a las personas hacer su vida y aplasta cualquier forma de disidencia o crítica. El resultado es una sociedad que se pudre por dentro, como la familia protagonista, por culpa de la intolerancia y la negativa a aceptar otra realidad que no sea la oficial. Hay países --los mencionados más arriba-- que ya están inmersos en esa fase previa de anomia y de disolución de todo vínculo social; EE UU parece haber iniciado ese mismo camino con los tecnobros que le hacen de palmeros a Trump) y unos cuantos más parecen creer que así les irá mejor. En esta lamentable clasificación, Haití es quizá el país más involucionado del planeta.
Pero la película no acaba de culminar ni su crónica de las revueltas ni su idea sobre los verdaderos culpables del triunfo del régimen (las clases medias gazmoñas e ingenuas que todavía creen en la pureza): la historia se desparrama hasta el final demorando ese suceso secundario sin retomar el hilo inicial o tratar de ampliar el foco, ni siquiera una recapitulación esperanzadora. Su intención nunca fue retratar directamente los entresijos del poder político de la revolución iraní (rodar esa habría sido un riesgo y una dificultad extremos), pero sí un poder masculino ejercido sobre y desde todos los ámbitos que no teme volverse violento en caso necesario. La semilla de la higuera sagrada podría haber sido un intenso filme político, pero su accidentado rodaje y la represión política han determinado el resultado final. Bastante han hecho dadas las circunstancias.
sábado, 11 de enero de 2025
Un viaje por los vertederos del tardocapitalismo (Anora)
Ani es una escort que se casa con Ivan, un adolescente ruso que vive en Coney Island y que se funde sin criterio ni límite la pasta que ganan sus padres en Rusia. Se casa a la semana de conocerle porque su historia es la materialización del sueño por el que suelen suspirar las de su gremio: dejar el trabajo por amor para sumergirse en una vida de lujo y derroche mantenido. Sin saberlo, se mete de lleno en un mundo de cleptócratas que se mueven al margen de la ley --o la utilizan a su antojo bajo coacción-- para quienes enamorarse sinceramente no es una opción, puesto que el clan familiar sólo existe para perpetuar sus fuentes de ingreso (legales, ilegales y/o alegales). Así que cuando descubren la estupidez que ha cometido su hijo, reaccionan exageradamente y se dedican a lo único que saben hacer: usar el dinero para borrar todo rastro de ese matrimonio y expulsar a Ani de sus vidas. De pronto la ingenua protagonista se ve rodeada de tipos ridículos que no esperan, que necesitan satisfacer sus deseos y órdenes inmediatamente, que se dejan llevar por sus impulsos y, sin embargo, acaban enredados en conversaciones y situaciones disparatadas. Las escenas dan risa, lástima, pero también destilan una lucidez no exenta de realismo.
Por momentos, Anora parece una alocada screwball comedy ochentera del estilo ¡Jo, qué noche! (1985); más adelante, amaga con derivar en un recital de violencia ridícula al estilo hermanos Coen. Pero no, no hay nada de eso; su tempo lento y las largas escenas de diálogo impiden que se pierda de vista la triste existencia de Ani (y la de Ivan, por supuesto). De modo que la búsqueda del novio desaparecido y la incertidumbre del desenlace, sin dejar de ser una patochada ridícula, sirve a Baker para dejar claro que la peripecia de Ani puede que no sea algo inédito en el mundo real, más bien al contrario. Y que lo único que Ani sacará de ella es una dolorosa decepción por culpa de su ingenua creencia en un amor imprevisto y desinteresado. Y de paso, conocer el ambiente corrupto e indeseable en el que se mueven sus clientes, esos cuyas vidas apenas comparte brevemente en el club.
Baker mantiene con Anora su nivel habitual de ironía y drama ácido sin concesiones a las audiencias, por lo general más acostumbradas a un estilo más didáctico y de final reconfortante. Pero se nota que sus guiones y su estilo iconoclasta no acaban de convencer a la gran industria, aunque sí a los festivales y a la crítica. No importa, nos deja su trilogía de los perdedores inconformistas como testimonio de una sociedad a punto de rendirse por completo al poder del dinero.