De entrada, admitir que Casa en flames (2024) de Dani de la Orden es un filme que llama la atención por su valentía: se atreve con una escenificación catártico-familiar muy del estilo Tennessee Williams (cuyas obras, en su momento, proporcionaron grandes momentos al teatro y al cine), tratando de ampliarlo para las nuevas audiencias (sin renunciar tampoco a las veteranas). Y de paso abrirla a las nuevas estructuras contemporáneas del parentesco, por qué no. A su favor, el casi completo desconocimiento de todos estos recursos y formas del drama exagerado por parte de las generaciones jóvenes.
La película intenta sostenerse en un difícil equilibrio entre lo que desea anticipar fugazmente (y resultar así verosímil) y las revelaciones inesperadas para mantener el interés en la clásica historia de pocos personajes y prácticamente localización única. El resultado es un drama incremental que se ve venir por bastantes lados y que acaba pasándose de frenada. Y aun así, te mantiene en vilo gracias a las notables interpretaciones del reparto --especialmente Emma Vilarasau, Clara Segura y Maria Rodríguez Soto-- y al equilibrio de un guión construido a base de momentos definitorios, incidentes de comedia sexual francesa y escenas de esas que son tan cómodas de ver y clasificar --sobremesas, excursiones, veladas en lugares públicos-- y que van perfilando un desenlace-mascletà.
La cosa es que el guión de Eduard Sola --autor de dos series de objetivos y públicos básicamente opuestos: El cuerpo en llamas (2023) y Querer (2024)-- no acaba de dar con la tecla que aglutine todos estos ingredientes, ni consigue que olvidemos que estamos ante una historia que se ajusta a un esquema dramático de sobras conocido. Así hasta su esperado y poco sorprendente final, deformante hasta lo enfermizo. El anhelo de proporcionar a toda costa un drama alegórico y contundente a la vieja usanza arrasa con toda verosimilitud y contundencia.
Para las audiencias catalanas, el filme posee el morbo adicional de perseverar en las miserias de una burguesía en extinción/disolución; en el resto de España, ha gustado mucho esa autocrítica bien interpretada y presentada en un argumento lineal y bien señalizado. También destaco la naturalidad con la que muestra el bilingüismo realmente existente en estas tierras, ese que ignoran deliberadamente quienes se niegan a visitarlas por prejuicio o interés ideológico, y que sorprende agradablemente a quienes sí nos visitan. Y finalmente, porque retrata una forma de vida que ya prácticamente sólo frecuentan los ricos, pero que sigue siendo un filón de indiscutible morbo para las clases medias. Casa en flames se queda en ese territorio extraño donde conviven el cliché dramático y las buenas intenciones creativas.
jueves, 7 de noviembre de 2024
sábado, 26 de octubre de 2024
Fuertemente parsimoniosa y anticipable (Great absence)
El debut en el largometraje de Kei Chika-ura fue Complicity (2018), una historia sobre la construcción de una nueva vida por parte de un joven chino emigrado a Japón y que, a la sombra de unas costumbres y rituales nuevos y la ayuda de un anciano que se transforma poco a poco en una especie de figura paterna, acaba por reinventarse como persona. Cinco años después, Chika-ura regresa con un filme que sigue ahondando en el estilo distante e intenso que le caracteriza, con bastantes números para convertirse en un referente del cine nipón en los festivales. Ya se verá, pero de momento en San Sebastián ya se ha llevado dos premios.
Great absence (2023) es una catarsis fílmica, una historia que surge tras la experiencia del director cuidando a un padre cuya mente se apaga por momentos y con el que no ha tenido prácticamente contacto durante años. Rodada en el mismo pueblo donde sucedió todo en la realidad, el guión entrelaza varias líneas de tiempo y las perspectivas de varios personajes (la segunda mujer del padre, el hijo de ésta, la esposa del protagonista...), reconstruyendo una relación padre-hijo, pero también los motivos de su distancia e incomprensión. Hasta alcanzar a explicar la intrigante escena con la que arranca la película. Bien contada, bien dosificados los hitos del drama, pero excesivamente pausada: que sí, que es muy propio de la cultura japonesa esa ceremoniosa calma, pero 150 minutos para un argumento tan mínimo y fácilmente anticipable, resulta excesivo.
Protagonizada por Tatsuya Fuji, un célebre actor chino que ha acumulado un gran prestigio cultural y profesional y, también, por qué no, por haber interpretado uno de los roles principales de El imperio de los sentidos (1976), la cosa es que Great absence conmueve en algunos momentos, pero no los suficientes. Tampoco ayuda la rigidez del esquema dramático de recuerdo-recuperación-reinvención en el que se mueve el personaje del alter ego del director y que, desde casi el principio de la película, anuncia su más que previsible final.
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viernes, 4 de octubre de 2024
Las estructuras elementales de la mi melancolía (y 2) (Retorno a Brideshead)
Como no podía ser de otra manera, los numerosos visionados de la serie han ido dando lugar a diversos niveles de significado y fascinación (algunos de ellos, totalmente subjetivos y/o imprevistos), relacionados con mi momento evolutivo-sentimental, por descontado, pero también --a veces-- por una curiosa extensión del relato que tiendo a añadir al ya existente a medida que descubro detalles y profundizo en escenas clave. Así pues, mis preferencias y obsesiones han ido apañando un conjunto de momentos cenitales inspirados por la perfección de los diálogos, la composición de la imagen, la banda sonora (de incuestionable y deliberado aire barroco y nostálgico) y, sobre todo, instantes muy concretos que --debo admitirlo ahora-- revelan, explican y desmenuzan mis estados sentimentales con total transparencia, me ayudan a que reconozca mis límites y propician toda clase de reflexiones sobre la vida y el amor también. Detalles técnicos y momentos elegidos en los que experimento una especie de inesperada lucidez, alegría y tristeza mezcladas al comprender que asisto a fragmentos de vida que me hubiera gustado vivir.
Así que, para culminar mi ajuste de cuentas con la serie, ahí va mi lista de momentos definitorios favoritos (que dicen tanto de ella como de mí):
1. El doble flashback del primer episodio: el primero abarca prácticamente toda la serie, mientras que el segundo es una circunvalación necesaria para la historia (presentar el personaje de Sebastian). Cuando los vi por primera vez no acabé de delimitarlos correctamente (no lo hice hasta la tercera revisión), cuando comprendí que era la manera de desvelar las claves de la historia, de aislarlas debidamente del resto del argumento, con sus fronteras perfectamente delimitadas, de ponernos en alerta sobre lo que venía a continuación. Habrá otros, como cuando Charles decide abrir un nuevo capítulo para presentar a otro personaje crucial: Julia, la hermana de Sebastian (episodio 6). Desde entonces, este recurso es uno de mis favoritos por sus posibilidades narrativas, técnicas y dramáticas.
2. Los flashforwards: son lo opuesto al flashback, y consisten en adelantar acontecimientos respecto al presente de la narración. Es un recurso poco habitual (aunque el cine del siglo XXI lo está naturalizando bastante), y la serie hace el que considero su uso más acertado y adaptado a la instancia narradora. Se trata de pequeños apuntes del futuro que Charles deja caer en su relato (él ya los conoce en el momento en que cuenta la historia, pero no el espectador, que sigue anclado en la línea cronológica del relato del protagonista), como una forma de indicar que ese asunto lo retomará más adelante. Esos anticipos son meras frases, muy propias de la narración oral para mantener el interés de la audiencia, pero que, al convertirlas en imágenes, permiten asomarnos a un fragmentos de algo que no imaginábamos y de cuyos detalles deducimos cosas que nos despistan o perturban. Hay al menos dos fundamentales: en el episodio 6, hay un momento en que Julia se convierte en la narradora; es un detalle curioso, pero tiene una explicación posterior. De pronto, mientras sigue hablando del día de su tristísima boda, hay un cambio de plano: un hombre y una mujer caminan del brazo por la cubierta de un barco; comprendemos que son Charles y Julia, pero no cómo y por qué han llegado hasta ahí. Y justo cuando giran para desaparecer de la imagen, Charles recupera la voz narradora: «Fue, diez años después, cuando ella me lo contó durante una tormenta en el Atlántico». Fin del capítulo, y la audiencia enganchada esperando el siguiente.
El segundo es bastante más sutil, difícil de detectar y requiere al menos dos visionados completos de la serie (episodio 3). Tampoco tiene repercusión en la historia, pero dice mucho de cómo ha sido diseñado el guión. No es un flashforward en sentido estricto, sino una aparición consciente (hay un breve diálogo para marcarlo) que pretende dar coherencia a toda la historia (aunque no podamos saberlo en ese momento y casi seguro que no lo recordaremos cuando toque). Charles y Sebastian deambulan por una reunión social en Brideshead y de pronto una joven se cruza con ellos y dice «¡Hola Sebastian!». Son apenas dos segundos, pero yo me he autoconvencido de que se trata de Celia Mulcaster (la hermana de su compañero de universidad), la cual reaparecerá en el episodio 8 convertida en la esposa de Charles. El montaje, la narración o los diálogos no permiten identificar a esa joven; podría ser cualquiera, un relleno para dar verosimilitud a la escena, pero resulta que sí es alguien importante, así que los directores se toman la molestia de presentarla sin advertirnos de su importancia futura. Un juego, un divertimento que permite atisbar el nivel de detalle de la producción.
3. La escena en que Charles y Julia se conocen: este es para mí el auténtico centro de gravedad sobre el que gira la serie, el momento que explica el tono del relato de Charles, su selección de acontecimientos, el orden en que los presenta, el porqué de sus desvíos, menciones y omisiones. Es una escena claramente marcada (igual era el comienzo del segundo episodio pero al final quedó incluida en el final del primero) por tres cambios de plano, como el famosísimo encadenamiento de leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein: Charles saliendo en travelling lateral hacia la izquierda de la estación donde le ha ido a recoger la hermana de Sebastian; plano corto de Charles nervioso porque va a conocer a alguien de la familia de Sebastian; inserto de Julia, esperando, quien todavía no le ha visto y, por último, plano general de Charles ajustándose la corbata y yendo hacia el coche. Es una composición que sugiere que Charles está petrificado antes de zambullirse en un universo absolutamente desconocido para él (Julia y su familia), y ese mínimo segundo en el que le vemos paralizado, justo antes de empezar a moverse, es como si él mismo intuyera que el próximo paso que dé le arrancará por completo de su vida anterior.
Es un momento importante, pero no porque le sorprenda la belleza de ella, sino porque le pide con toda naturalidad que le encienda un cigarrillo (como él mismo reconoce, nadie le había pedido nunca algo así, y menos una mujer atractiva). Mientras lo enciende una suave melodía parece anunciar algo. Charles despega el cigarrillo de sus labios y lo coloca en los de ella, y entonces «se me escapó un suave grito de sexualidad, inaudible para cualquiera excepto para mí». Ahí está la piedra angular que sostiene la serie (y la novela). En aquel momento, ese suave grito no parece tener importancia, pero luego, cuando la historia está lo suficientemente avanzada, adquiere pleno significado. De ahí la manera en que Charles observa a Julia cuando se marcha de Brideshead para celebrar Nochevieja con sus amigos y él se queda con Sebastian (en realidad querría tenerlos a los dos); o las miradas esquivas de ambos cuando se vuelven a reencontrar años después y ella ha decidido aprovecharse de la atracción que ella sabe que siente para pedirle un favor...
4. El tema de la juventud y la amistad: uno de los fragmentos de la serie sobre los que proyecto uno de mis veranos ideales es durante las escenas del primer y único verano que pasaron Charles y Sebastian en completa libertad, aún sin sombras amenazadoras. Primero en un solitario Brideshead, repleto de paseos, juegos, borracheras, descubrimientos, conversaciones... y luego en Venecia, donde Charles acabará bloqueado por el síndrome de Sthendal y comprendiendo que aquellos días serán irrepetibles. Envidio la vida disipada y ausente de convenciones de los dos jóvenes y el carrusel de vivencias y accesos exclusivos que experimenta Charles gracias a los medios y los contactos de su amigo. Es algo que siempre he deseado (disfrutar a mi manera de un mundo al que no pertenezco y sobre el cual no tengo ninguna responsabilidad, porque sé que acabaré siendo expulsado), pero el elemento con el que más me identifico es la certeza de que es Charles el único que saca algo de todas esas experiencias (amistades, fiestas, amoríos, inquietudes y gustos artísticos...), mientras que los Flyte apenas ven todo ese lujo y belleza como un cúmulo de molestias menores que apenas aprecian en sus escasos momentos de buen humor.
5. La conversación entre Cara y Charles durante su última tarde en Venecia: después de la intensidad de los días visitando Venecia, Cara y Charles se quedan solos una tarde (episodio 2). Él está aún procesando todas sus experiencias, mientras que Cara está evaluando lo que ha visto y, sin previo aviso, se lo suelta a Charles. Su análisis y sus predicciones son demoledoramente precisas (no falla ni una, tal como comprobará el espectador) sobre Sebastian, su padre, la familia Flye en general, incluso su propia relación con ellos. Es una declaración lúcida y serena, sabiendo perfectamente cuál es su lugar en ese drama. Lo único que Cara es incapaz de anticipar es su papel determinante en el desenlace final de la historia. Es un diálogo muy bien escrito, sin exagerar el tono ni los gestos, de confidencia crepuscular. Es otro de esos flashforward no marcados por el relato (como la aparición de Celia), o al menos no lo suficiente como para que parezca talmente una profecía sobre el desenlace --algo que el espectador debería recordar--, sino como una advertencia de alguien más experimentado que habla de la felicidad de Charles, que al parecer tiene los días contados.
6. La decisión a vida o muerte: el patriarca de la familia --lord Marchmain, interpretado por Laurence Olivier-- ha regresado a Brideshead para morir (su esposa hace años que ya ha muerto) y a medida que se agrava su enfermedad, entre sus hijos surge el dilema sobre si debería recibir la extremaunción (a pesar de que hace tiempo que renegó de la religión católica). El hermano mayor y la hija menor están convencidos de que hay que administrarle los sacramentos, Julia --que ha vivido al margen de la religión desde su divorcio y, sobre el papel, vive en pecado con Charles-- duda sobre qué postura adoptar, y Charles, como agnóstico declarado, se opone a que se le fuerce aprovechando su debilidad física y mental. Con la decisión pendiente, un súbito empeoramiento de la enfermedad hace inminente su fallecimiento, y obliga a Julia, Cara y Charles (los únicos presentes en la casa esa tarde) a tomar una decisión: ¿Le administran los sacramentos o no? La única persona con un poder de decisión es Julia, ya que Cara y Charles ni siquiera son cónyuges legales. El doctor es el único aliado potencial de Charles, pero no quiere quebrantar su neutralidad profesional. Julia sigue dudando, hasta que Cara, después de cambiar de bando, prefiere fingir que lord Marchmain está inconsciente y que no se enterará de nada. Eso basta para que Julia acepte la responsabilidad y le pida al cura que le administre a su padre la extremaunción.
Esa toma de decisión sin tiempo, de actuar por propia determinación ante la imposibilidad material de apoyarse en otras personas o instituciones, me ha fascinado desde entonces como recurso dramático. Es una forma de polarizar la historia e involucrar en ella dilemas vitales que de otra manera nunca se producirían. Decidir sobre la vida o la muerte, implicarse o no, condenar o no..., son momentos de gran intensidad construidos con elementos muy verosímiles. Esa misma decisión de Julia, la lleva a cuestionarse su propia situación vital, que aflore su mala conciencia, su sentimiento de culpa por vivir en pecado, lo cual precipita sus últimos instantes con Charles, y que él mismo evoca (cuando se cierra el inmenso flashback de la serie) en el mismo espacio euclidiano donde tuvieron lugar. Por fin se completa el círculo y comprendemos en qué clase de persona se ha convertido Charles.
7. Mi tema es el recuerdo: la familia Flyte ha encargado a Charles unas pinturas de la casa familiar de Londres, justo antes de que la derriben. Es la materialización de la decadencia, del final de un tiempo. Demasiados elementos se conjuran en ese encargo, lo que provoca que Charles pinte liberado del perfeccionismo que suele atenazar su técnica habitual. En una breve y no buscada reflexión en el jardín, frente a uno de los lienzos, Charles se acerca como nunca a su auténtica personalidad, a comprender de qué manera los acontecimientos de su vida han concurrido para perfilar su carácter. La pérdida temprana de su madre, el dolor ante la desaparición de Sebastian y, por encima de todo, la conciencia de haber perdido el principal aliciente de su profesión: la inspiración (no olvidemos que Charles narra la historia desde el presente del flashback inicial). Después de aquellas pinturas nada de lo que vea le conmoverá realmente, la mayoría de personas y situaciones le resbalarán sin dejar apenas huella (ni siquiera sus hijos). Charles, como nunca más lo hará, logra condensar en ese breve instante las palabras que definen la auténtica verdad sobre su vida.
De momento, estas son las piezas que he ido encajando en el puzzle infinito que es para mí Retorno a Brideshead, y no descarto encontrar alguna más todavía. Quizá, por culpa de tantas revisiones, algún día me ocurra lo mismo que a Charles y llegue a concretar en unas pocas palabras los efectos que ha provocado en mí la serie. Quizá sea la pregunta que llevo haciéndome desde 1983: ¿Cuál es realmente mi tema?
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sábado, 31 de agosto de 2024
Vivir como si estuvieras en una filmación (Volveréis)
La cita la hizo el propio Jonás Trueba en la presentación de su nueva película en Barcelona. Al parecer es de Jonas Mekas (uno de los directores a los que más admira) y la verdad es que se nota que las películas que rueda son consecuentes con semejante aspiración: vivir la vida como si estuvieras siendo filmado con una cámara invisible. Lo he parafraseado a mi manera e interés, porque todos sabemos que, cuando nos filman, actuamos de una manera diferente, casi calculada. Así que ese pensamiento de Mekas es más bien una recomendación para moverse por la vida de otra manera, de existir con mayor autoconciencia, imaginando que más allá hay un público que nos observa y quiere saber de nosotros. Es también una especie de sobreactuación que nos distingue de quienes no conciben esa cámara y ese público invisibles. Esos momentos «sobreactuados» se convierten entonces en el material con el que construimos nuestro relato mental de la existencia; un relato que, por definición, se hace y deshace a conveniencia cada día y en cada revuelta de la vida. No me parece una mala manera de estar en el mundo. Sin duda la pareja protagonista de Volveréis, y también bastantes secundarios de la película, exhibe esa impostación incrementada, aunque luego descubramos que la invisibilidad de la cámara es un truco --habitual-- de la casa Trueba.
El cine de Jonás Trueba se puede cartografiar fácilmente a partir de estos dos ejes: narración autorreferencial (muy próxima a la autoficción a lo Annie Ernaux) y filmes altamente autoconscientes, en lo formal y en lo técnico. Y eso que esta vez, al compartir el trabajo de guión con Itsaso Arana y Vito Sanz (al estilo de cooperativa artística, como en la trilogía Antes de...), se nota que ha dado un gran salto como cineasta al lograr el filme más redondo de su filmografía hasta ahora. Eso no significa que haya renunciado a ciertos tics característicos: el primero y más importante, la interposición de una segunda capa de ficción (que funciona casi siempre como una instancia narrativa), un recurso que --como en el caso de Volveréis-- funciona como un freno a la transcendencia o para repeler ciertos clichés sentimentales. Luego están las constantes referencias bibliográficas, tan fuera de su tiempo, tan de Rohmer, pero tan fascinantes... o detalles geniales como el tarot de Bergman, que existe y se puede comprar.
La idea que pone el marcha la película es muy potente, casi el germen de una comedia romántica de Hollywood; y quizá por eso uno espera que la historia se ajuste a ciertas normas genéricas o actualice algunas situaciones de películas clásicas. Pero como no es así, las escenas de suceden sin que realmente exista el convencimiento de que la historia de la celebración de una ruptura puede ser algo real, que dé para un guión que se atreva a encontrar un equilibrio entre lo cómico y lo doloroso sin recurrir a lo exagerado, lo extemporáneo o la experimentación narrativa (que es finalmente la opción de Trueba). Protagonistas en los que no se observa evolución alguna a medida que se concreta el asunto, escenas con diálogos que se repiten con diferentes personajes y en las que todo lo llena el humor y un distanciamiento culturetas; apenas se dedican instantes para dejar salir el lado triste, y que me parece la principal carencia de la película.
El resultado es una historia que apenas chapotea en la superficie de la idea que pretendía desarrollar, y aunque lo hace con soltura y naturalidad, al final sólo accedemos a la culminación de la historia por medio de una enunciación fragmentada que avanza y retrocede (como la que se lleva a cabo en la mesa de montaje), sin acabar de decidirse por un punto de vista o un posicionamiento como narrador. Al final uno no sabe si todo es una broma, una rareza, una tontería o una oportunidad. Sin estos andamiajes, la única manera de hacer funcionar la película es con un desarrollo argumental mucho más potente. Y bueno, si el objetivo era demostrar que hay cosas que no pueden ser reales y que sólo sirven para llenar una ficción, pues esta ha sido la aportación de Trueba, muy en línea con su tendencia a la ambigüedad.
Quizá el tono de mi crónica dé la impresión de que Volveréis es un filme aburrido o fallido; al contrario, es luminoso, directo, sencillo. Lo que pasa es que al final acaba triunfando la querencia de su director por la experimentación y las paradojas narrativas. Esta película es la que más le ha acercado a lo que tal vez sea su verdadera aspiración como cineasta, la misma fascinación que comparte con Mekas por las intrahistorias humanas. A mí me parece que este proceso tiene que ver con una pérdida de pudor a la hora de narrar; y creo que Trueba se ha dejado una buena porción en esta película...
El cine de Jonás Trueba se puede cartografiar fácilmente a partir de estos dos ejes: narración autorreferencial (muy próxima a la autoficción a lo Annie Ernaux) y filmes altamente autoconscientes, en lo formal y en lo técnico. Y eso que esta vez, al compartir el trabajo de guión con Itsaso Arana y Vito Sanz (al estilo de cooperativa artística, como en la trilogía Antes de...), se nota que ha dado un gran salto como cineasta al lograr el filme más redondo de su filmografía hasta ahora. Eso no significa que haya renunciado a ciertos tics característicos: el primero y más importante, la interposición de una segunda capa de ficción (que funciona casi siempre como una instancia narrativa), un recurso que --como en el caso de Volveréis-- funciona como un freno a la transcendencia o para repeler ciertos clichés sentimentales. Luego están las constantes referencias bibliográficas, tan fuera de su tiempo, tan de Rohmer, pero tan fascinantes... o detalles geniales como el tarot de Bergman, que existe y se puede comprar.
La idea que pone el marcha la película es muy potente, casi el germen de una comedia romántica de Hollywood; y quizá por eso uno espera que la historia se ajuste a ciertas normas genéricas o actualice algunas situaciones de películas clásicas. Pero como no es así, las escenas de suceden sin que realmente exista el convencimiento de que la historia de la celebración de una ruptura puede ser algo real, que dé para un guión que se atreva a encontrar un equilibrio entre lo cómico y lo doloroso sin recurrir a lo exagerado, lo extemporáneo o la experimentación narrativa (que es finalmente la opción de Trueba). Protagonistas en los que no se observa evolución alguna a medida que se concreta el asunto, escenas con diálogos que se repiten con diferentes personajes y en las que todo lo llena el humor y un distanciamiento culturetas; apenas se dedican instantes para dejar salir el lado triste, y que me parece la principal carencia de la película.
El resultado es una historia que apenas chapotea en la superficie de la idea que pretendía desarrollar, y aunque lo hace con soltura y naturalidad, al final sólo accedemos a la culminación de la historia por medio de una enunciación fragmentada que avanza y retrocede (como la que se lleva a cabo en la mesa de montaje), sin acabar de decidirse por un punto de vista o un posicionamiento como narrador. Al final uno no sabe si todo es una broma, una rareza, una tontería o una oportunidad. Sin estos andamiajes, la única manera de hacer funcionar la película es con un desarrollo argumental mucho más potente. Y bueno, si el objetivo era demostrar que hay cosas que no pueden ser reales y que sólo sirven para llenar una ficción, pues esta ha sido la aportación de Trueba, muy en línea con su tendencia a la ambigüedad.
Quizá el tono de mi crónica dé la impresión de que Volveréis es un filme aburrido o fallido; al contrario, es luminoso, directo, sencillo. Lo que pasa es que al final acaba triunfando la querencia de su director por la experimentación y las paradojas narrativas. Esta película es la que más le ha acercado a lo que tal vez sea su verdadera aspiración como cineasta, la misma fascinación que comparte con Mekas por las intrahistorias humanas. A mí me parece que este proceso tiene que ver con una pérdida de pudor a la hora de narrar; y creo que Trueba se ha dejado una buena porción en esta película...
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jueves, 22 de agosto de 2024
Al cine español se le sigue resistiendo Millás (Que nadie duerma)
En apenas dos años, el cine español ha adaptado dos novelas de Juan José Millás. Y por desgracia ninguna ha conseguido dar con el tono y la apariencia de atmósfera cerrada, onírica y bipolar que exhiben, atributos que se han incrementado notablemente en los textos más recientes del autor. No mires a los ojos (2022) de Félix Viscarret partía de una historia con bastantes posibilidades, pero que se metía en un callejón sin salida por culpa de un muy improbable y nada empático giro erótico a la trama original. En cambio, la novela que sirve de estructura a Que nadie duerma (2023) resulta bastante menos fascinante como argumento; con una historia que parece un relato fabricado a medida, una emanación narrativa al embeleso que debe provocarle a Millás la famosa aria de Puccini, y cuyo título en italiano --traducido al castellano-- sirve también para denominar al filme (la versión internacional se llama Something is about to happen, lo que demuestra que esto de modificar por libre los títulos originales funciona igual de bien en el mercado interior como en el exterior. Quizá nos venga de serie).
Es verdad que las historias de Millás tienen lugar casi por completo en la mente de sus protagonistas, y que el día a día de la realidad tiene un papel secundario, como mucho desencadenante, de determinados momentos cruciales. Este es el principal reto cinematográfico de sus libros, dar con el punto de vista equivalente a una voz narrativa tan singular. Lo más probable es que si algún cineasta lo intentara, desentendiéndose de cualquier asidero narrativo convencional, y asumiera hasta las últimas consecuencias su decisión, creo que el resultado se parecería más al filme más loco de Lanthimos que a cualquier título español de los últimos sesenta años.
Antonio Méndez (formado en EE UU, donde ha rodado sus primeros largometrajes) y Clara Roquet han escrito un guión que parece sacado de una cápsula del tiempo: se nota que han procurado encajar cuantos más elementos argumentales de la novela, pero expandiéndolos o modificando ligeramente su función en la película. De paso, añaden unas pocas anécdotas secundarias que hagan más digerible el conjunto y, sobre todo, eliminan prácticamente todas las referencias ornitológicas (que son, precisamente, lo más raro e indigesto de la novela). En este artefacto lo único que destaca es la fantástica interpretación de Malena Alterio, que por fin puede lucir su talento como actriz todoterreno después de velar las armas en la inflexible y predecible industria televisiva. Pero lo que más me ha sorprendido es cómo avanza la historia, recurriendo a un formato que el cine español ha explotado hasta demostrar inequívocamente que no resulta nada atractivo ni sirve para enganchar a las audiencias (y aun así sigue usándolo). Consiste en encapsular las situaciones y diálogos más importantes, y también otros más incidentales y hasta engorrosos, en un único plano rodado con cámara fija. Estoy persuadido de que esa obsesión por el plano único y estático la valoran quienes la consideran una forma meritoria de condensación narrativa, pero en el fondo siempre me ha parecido una manera como cualquier otra de ahorrar costes. Un estilo eficaz que renuncia a la complejidad del montaje, a rodar desde varios puntos de vista, tensar el tiempo o condensarlo; en fin, una oportunidad perdida para el equipo creativo de dejar su impronta y que les luzca el andamio. No me gusta porque es, antes que nada, una dimisión creativa que, casi con toda probabilidad --a menos que el guión sea brutalmente increíble y encaje como un guante--, da como resultado una película sosa, distante y artificial.
Es verdad que las historias de Millás tienen lugar casi por completo en la mente de sus protagonistas, y que el día a día de la realidad tiene un papel secundario, como mucho desencadenante, de determinados momentos cruciales. Este es el principal reto cinematográfico de sus libros, dar con el punto de vista equivalente a una voz narrativa tan singular. Lo más probable es que si algún cineasta lo intentara, desentendiéndose de cualquier asidero narrativo convencional, y asumiera hasta las últimas consecuencias su decisión, creo que el resultado se parecería más al filme más loco de Lanthimos que a cualquier título español de los últimos sesenta años.
Antonio Méndez (formado en EE UU, donde ha rodado sus primeros largometrajes) y Clara Roquet han escrito un guión que parece sacado de una cápsula del tiempo: se nota que han procurado encajar cuantos más elementos argumentales de la novela, pero expandiéndolos o modificando ligeramente su función en la película. De paso, añaden unas pocas anécdotas secundarias que hagan más digerible el conjunto y, sobre todo, eliminan prácticamente todas las referencias ornitológicas (que son, precisamente, lo más raro e indigesto de la novela). En este artefacto lo único que destaca es la fantástica interpretación de Malena Alterio, que por fin puede lucir su talento como actriz todoterreno después de velar las armas en la inflexible y predecible industria televisiva. Pero lo que más me ha sorprendido es cómo avanza la historia, recurriendo a un formato que el cine español ha explotado hasta demostrar inequívocamente que no resulta nada atractivo ni sirve para enganchar a las audiencias (y aun así sigue usándolo). Consiste en encapsular las situaciones y diálogos más importantes, y también otros más incidentales y hasta engorrosos, en un único plano rodado con cámara fija. Estoy persuadido de que esa obsesión por el plano único y estático la valoran quienes la consideran una forma meritoria de condensación narrativa, pero en el fondo siempre me ha parecido una manera como cualquier otra de ahorrar costes. Un estilo eficaz que renuncia a la complejidad del montaje, a rodar desde varios puntos de vista, tensar el tiempo o condensarlo; en fin, una oportunidad perdida para el equipo creativo de dejar su impronta y que les luzca el andamio. No me gusta porque es, antes que nada, una dimisión creativa que, casi con toda probabilidad --a menos que el guión sea brutalmente increíble y encaje como un guante--, da como resultado una película sosa, distante y artificial.
domingo, 11 de agosto de 2024
La misma tradición natalista de siempre, ahora en versión centenial (Los días que vendrán)
Fue un invento del cine estadounidense y durante décadas la única cinematografía que lo defendió hasta popularizarlo y convertirlo en género: esa visión positiva y modificadora de la personalidad para padres y --sobre todo-- madres que supone el embarazo. Los personajes pueden ser todo lo cínicos e inclasificables que se quiera, pero cuando se materializa la perspectiva de la maternidad siempre se recibe con una alegría sin dobleces; el asunto, además, queda al margen de toda crítica e ironía, y los conflictos abiertos en suspenso. El argumento se convierte entonces en una especie de pruebas vitales para demostrar el valor, la determinación y/o la madurez de los progenitores. Y luego la crisis existencial justo antes del parto (siempre sobrevenido) todo encaja y se alinea como debe. Padres felices y sin vacilaciones, familias y amistades reencontradas. A los padres se les revela, de la manera más inesperada, una nueva convicción acerca de la continuidad de la vida (de forma muy parecida a como la descubrieron sus padres, de lo cual se enteran precisamente entonces) y un deseo --agazapado desde que comenzó su adolescencia--de encontrar su lugar en las reuniones y tradiciones familiares. En corto y claro: dejar atrás la juventud y hacerse un adulto responsable (precisamente lo que todos odiamos en esa fase de la vida). Sólo muy recientemente se ha perfeccionado y ampliado este natalismo cinematográfico --por definición conservador, ultrapositivo y sin fisuras-- gracias a la incorporación de nuevos roles: historias sobre madres que no esperan ni desean serlo, las cuales plantean, cada vez más seriamente (no como simple mención) la opción del aborto, desplazando el embarazo hacia una periferia donde es blanco fácil para una visión crítica y poco complaciente.
Hoy el natalismo --en cualquiera de sus variantes por nivel de positivismo, ñoñería y desacato-- está presente en la mayoría de las cinematografías, aportando inclusividad y polémica a este tema universal: Ninjababy (2021), El acontecimiento (2021); incluso en títulos tan a la contra como La camarera (2007), Lío embarazoso (2007) o Juno (2007). El cine español tampoco ha sido una excepción, sobre todo desde que las directoras han consolidado su acceso a la industria: Cinco lobitos (2022) o Mamífera (2024). Incluso la televisión y las series han hecho suyo el esquema más comercial del natalismo sin apenas variaciones. Hay donde escoger. Pero hay novedades: la generación centenial ha alcanzado la edad fértil y empezamos a ver películas que incorporan su punto de vista, inevitablemente anclado a sus filias y fobias sobre la vida y el amor también. Empezando por su resbaladiza relación con la maternidad, producto de una tormenta sociopolítica y demográfica perfecta. Sin embargo, después de ver con bastante retraso Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, me da la sensación de que, con su aportación, no nos vamos a alejar demasiado de la comedia agridulce; si acaso veremos un aumento importante de las dosis de drama y de reivindicación social; en lo demás, pocos cambios.
Los días que vendrán es básicamente un encadenamiento de situaciones ya conocidas en otras películas, telefilmes y/o series sobre el proceso de gestación; en este caso formando una crónica vivamente generacional de la procreación en general y la maternidad en particular, en versión centenial. Claramente decantado hacia el punto de vista de la madre, el filme narra el itinerario sentimental y sociológico de Vir (Maria Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) --una joven pareja con empleos cualificados y precarios-- cuando de pronto un embarazo no deseado ni esperado se cruza en sus vidas. Incluye todos los tics, obsesiones, manías, lugares comunes, mitos y aportaciones inéditas de los centenials, sin dejar prácticamente ninguno: mitificación del tiempo que les tocó vivir a sus padres (una época feliz porque la idealizan y a la que aspiran sabiendo que nunca llegará, probablemente la piedra angular de su inestabilidad interior); el convencimiento íntimo y unánime de que van a vivir peor que sus padres; el mantra de que las cosas se tienen que hablar en pareja, algo siempre exigido a toro pasado, pero nunca declarado por anticipado; los desajustes sobre la crianza que cada cual considera apropiada (arrimándose como nunca antes a su mochila familiar); la reivindicación del derecho a abortar (una alusión para dejar claro que parir no es una obligación, y nunca llevada a término. Al fin y al cabo es una de las premisas del cine natalista); la exaltación de la maternidad, materializada --como siempre se ha hecho, esto no es nada nuevo-- en el acto de amamantar en soledad, en el vínculo inefable entre madre e hija que se establece, mostrado como si ese instante compensara todo lo demás y justificara cualquier sacrificio (segunda premisa del cine natalista). Rodada cronológicamente --los protagonistas eran pareja en la vida real y esperaban un bebé-- con un ritmo rápido, sin apenas mostrar nada más allá de las conversaciones entre la pareja protagonista. Al anteponer tantos elementos de la realidad, el paso de los días y los hitos del proceso se imponen, casi como un orden del día a tratar en las diversas escenas, dejando escaso margen para una ficción más elaborada.
Como miembro de la Generación X, me resulta inevitable detectar, en algunos diálogos, en la planificación de determinadas escenas, las señas una identidad centenial que busca emerger como discurso dominante, propio del grupo humano que ya ha comenzado el tránsito que la convertirá en el eje político y económico de la sociedad. Sí, está claro que estos jóvenes saben lo que quieren, excepto cuándo es el momento de tener descendencia; pero eso es algo que ninguna generación ha sabido nunca, la diferencia es que ellos creen que son los primeros en planteárselo tan crudamente. Todos lo hicimos. Todos los harán. La cosa es que Los días que vendrán parece que ha sido rodada más como manifiesto generacional que como ficción con posibilidades de drama y comedia...
Hoy el natalismo --en cualquiera de sus variantes por nivel de positivismo, ñoñería y desacato-- está presente en la mayoría de las cinematografías, aportando inclusividad y polémica a este tema universal: Ninjababy (2021), El acontecimiento (2021); incluso en títulos tan a la contra como La camarera (2007), Lío embarazoso (2007) o Juno (2007). El cine español tampoco ha sido una excepción, sobre todo desde que las directoras han consolidado su acceso a la industria: Cinco lobitos (2022) o Mamífera (2024). Incluso la televisión y las series han hecho suyo el esquema más comercial del natalismo sin apenas variaciones. Hay donde escoger. Pero hay novedades: la generación centenial ha alcanzado la edad fértil y empezamos a ver películas que incorporan su punto de vista, inevitablemente anclado a sus filias y fobias sobre la vida y el amor también. Empezando por su resbaladiza relación con la maternidad, producto de una tormenta sociopolítica y demográfica perfecta. Sin embargo, después de ver con bastante retraso Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, me da la sensación de que, con su aportación, no nos vamos a alejar demasiado de la comedia agridulce; si acaso veremos un aumento importante de las dosis de drama y de reivindicación social; en lo demás, pocos cambios.
Los días que vendrán es básicamente un encadenamiento de situaciones ya conocidas en otras películas, telefilmes y/o series sobre el proceso de gestación; en este caso formando una crónica vivamente generacional de la procreación en general y la maternidad en particular, en versión centenial. Claramente decantado hacia el punto de vista de la madre, el filme narra el itinerario sentimental y sociológico de Vir (Maria Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) --una joven pareja con empleos cualificados y precarios-- cuando de pronto un embarazo no deseado ni esperado se cruza en sus vidas. Incluye todos los tics, obsesiones, manías, lugares comunes, mitos y aportaciones inéditas de los centenials, sin dejar prácticamente ninguno: mitificación del tiempo que les tocó vivir a sus padres (una época feliz porque la idealizan y a la que aspiran sabiendo que nunca llegará, probablemente la piedra angular de su inestabilidad interior); el convencimiento íntimo y unánime de que van a vivir peor que sus padres; el mantra de que las cosas se tienen que hablar en pareja, algo siempre exigido a toro pasado, pero nunca declarado por anticipado; los desajustes sobre la crianza que cada cual considera apropiada (arrimándose como nunca antes a su mochila familiar); la reivindicación del derecho a abortar (una alusión para dejar claro que parir no es una obligación, y nunca llevada a término. Al fin y al cabo es una de las premisas del cine natalista); la exaltación de la maternidad, materializada --como siempre se ha hecho, esto no es nada nuevo-- en el acto de amamantar en soledad, en el vínculo inefable entre madre e hija que se establece, mostrado como si ese instante compensara todo lo demás y justificara cualquier sacrificio (segunda premisa del cine natalista). Rodada cronológicamente --los protagonistas eran pareja en la vida real y esperaban un bebé-- con un ritmo rápido, sin apenas mostrar nada más allá de las conversaciones entre la pareja protagonista. Al anteponer tantos elementos de la realidad, el paso de los días y los hitos del proceso se imponen, casi como un orden del día a tratar en las diversas escenas, dejando escaso margen para una ficción más elaborada.
Como miembro de la Generación X, me resulta inevitable detectar, en algunos diálogos, en la planificación de determinadas escenas, las señas una identidad centenial que busca emerger como discurso dominante, propio del grupo humano que ya ha comenzado el tránsito que la convertirá en el eje político y económico de la sociedad. Sí, está claro que estos jóvenes saben lo que quieren, excepto cuándo es el momento de tener descendencia; pero eso es algo que ninguna generación ha sabido nunca, la diferencia es que ellos creen que son los primeros en planteárselo tan crudamente. Todos lo hicimos. Todos los harán. La cosa es que Los días que vendrán parece que ha sido rodada más como manifiesto generacional que como ficción con posibilidades de drama y comedia...
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sábado, 27 de julio de 2024
Las estructuras elementales de la mi melancolía (1) (Retorno a Brideshead)
Retorno a Brideshead (1981) es la serie que marcó mi juventud de muy diversas maneras. Cuando la vi por primera vez no podía saber que iba a contribuir indirectamente a que diera el último empujón a un cambio de rumbo vital que rondaba mi mente; también a determinar para siempre buena parte de mis preferencias estéticas, incluso a mi tendencia a explicar mi pasado como relato en mi pensamiento. Se anunció con una ambiciosa y demoledora etiqueta (era la primera vez que veía usar un piropo tan contundente para vender una serie e, ingenuamente, creí que era algo que no se hacía a la ligera): la mejor serie de la televisión de todos los tiempos. La cosa es que no le fui demasiado fiel en su estreno televisivo (tenía otras prioridades más propias de la edad), y sólo vi capítulos sueltos, así que se me escaparon la mayoría de las claves del argumento. Por suerte, hubo numerosas reposiciones que permitieron que la completara, hasta que decidí revisarla íntegramente y por estricto orden. En ese primer visionado íntegro no acabé de captar todos los significados y matices, pero pude intuir que había equivocado mi impresión parcial inicial. Por eso le dediqué nuevas y tozudas revisiones, hasta que creí abarcar todo su alcance formal y dramático. Y entonces, en una nueva reposición en horario de madrugada, a finales de los ochenta, decidí grabarla en vídeo (luego compré la serie en DVD y le pasé las cintas VHS a mi hermano). En este formato digital la he revisado cada tanto sin un plan preconcebido, movido por el triple deseo de recrearme en una belleza y una intensidad cuyos efectos conozco de sobra, recorrer una vez más el territorio donde comenzó a concretarse mi afición al cine y, de paso, revisar las escenas, personajes y diálogos que sirvieron de molde a ciertas estructuras elementales de mi sentimentalismo.
Desde un punto de vista formal, Retorno a Brideshead no deja de ser la típica serie británica: estéticamente impecable, ambiente aristocrático, personajes elegantes, cultos, calculadamente cínicos, opacos sentimentalmente e interpretados con sequedad y distancia casi irreales. Sin embargo, exhibe una narrativa que no encaja del todo en ese estilo funcional asociado a lo británico y que triunfaba --y lo sigue haciendo-- en todo el mundo, agrandando de paso el tópico de un género tremendamente popular; es más, enseguida se hacen notar las diferencias: planos secuencia para los momentos culminantes, elaborados travelling, uso del zoom para mantener el plano continuo en escenas minuciosamente coreografiadas, lentitud expositiva, detalles deliberadamente no marcados por la narración a pesar de su trascendencia para la historia, constantes saltos atrás para completar la información... Además, el argumento central --a pesar de las apariencias y el amplio lapso temporal que abarca-- es demasiado personal, poco tiene que ver con los conflictos familiares y de intereses que suelen servir de trama central a las series británicas más emblemáticas.
Aunque acabé de confirmar mi intuición primera unos años después, cuando leí la novela de Evelyn Waugh (publicada en 1945), lo cierto es que fue la escena final del primer episodio la que marcó el estado sentimental en el que desde entonces he visto la serie, en la que un gesto nimio y casi vulgar desata una tormenta de deseo en el protagonista: la fascinación/atracción que siente Charles Ryder (Jeremy Irons) por Julia (Diana Quick), la hermana de su mejor amigo de la universidad, el pastoso y ambiguo Sebastian Flyte (Anthony Andrews). De hecho, la trama principal de la serie está atravesada de arriba abajo por esta pasión nunca abiertamente declarada (sólo se desvela parcial y muy sutilmente en unos pocos momentos escogidos), funcionando como un lento asedio hasta que Charles consigue materializar, casi por azar, sobre la bocina y nunca por completo, su deseo de juventud. La crítica experta, fans, detractores y desdeñosos varios de la serie sin duda priorizarán otros elementos dramáticos bastante más convencionales: la decadencia económica de la aristocracia iniciada tras la Primera Guerra Mundial, agravada por el crack de 1929 y rematada por el estallido del segundo conflicto mundial diez años después; o más bien la maldición que arrastra la familia Flyte por pertenecer a una minoría católica en un país protestante. El propio Waugh se había convertido al catolicismo, así que sabía perfectamente de qué hablaba y a qué obstáculos incomprensibles se refería cuando retrataba los contratiempos y/o problemas de conciencia --totalmente marcianos para un protestante en 1945 y para cualquier lector/espectador posterior-- que sobrevienen a los Flyte en los momentos más inoportunos de sus vidas, impidiéndoles ser felices de una manera natural (o al menos como ellos ven que sí lo son sus iguales protestantes).
El impacto que me produjo la serie afectó a muchos y diferentes ámbitos: el primero, claramente asociado a mi circunstancia vital en 1983 (en España se emitió en La 2 entre enero y marzo de ese año), en plena terraformación; el segundo, induciendo en mí una preferencia por un determinado tratamiento formal de los momentos definitorios (tanto en el cine como en la literatura): anidar flashbacks para desordenar la narración y obtener un relato que se ajuste a la memoria del protagonista --y no necesariamente al relato cronológico o a la verdad-- y a los objetivos del autor. Es una estrategia que añade una complejidad consciente y corre el riesgo de hacer perder el hilo, pero posee la ventaja de aislar y potenciar los instantes clave. El tercer nivel está relacionado con el impacto de determinadas obras en la formación de mi gusto artístico, en la manera en que influyó en mi forma de escribir ficción (cuando lo intento). El cuarto y último (esto ya es un azar estrictamente biográfico) tiene que ver con el penoso proceso de desentenderme de la religión católica heredada de mi entorno familiar; un lastre que no fue tan sencillo dejar atrás así como así. El hecho de que la serie abordara este mismo tránsito (es uno de sus principales leitmotiv, responsable de unos cuantos giros dramáticos cruciales), cuando yo trataba de realizarlo a mi desordenada manera, me pareció una señal definitiva; lo interpreté como una especie de armazón argumental que suplía mi falta de experiencia y de ideas, así que incorporé acríticamente bastantes actitudes y opiniones a mi propio y lastimoso itinerario hacia el ateísmo.
(continuará)
Desde un punto de vista formal, Retorno a Brideshead no deja de ser la típica serie británica: estéticamente impecable, ambiente aristocrático, personajes elegantes, cultos, calculadamente cínicos, opacos sentimentalmente e interpretados con sequedad y distancia casi irreales. Sin embargo, exhibe una narrativa que no encaja del todo en ese estilo funcional asociado a lo británico y que triunfaba --y lo sigue haciendo-- en todo el mundo, agrandando de paso el tópico de un género tremendamente popular; es más, enseguida se hacen notar las diferencias: planos secuencia para los momentos culminantes, elaborados travelling, uso del zoom para mantener el plano continuo en escenas minuciosamente coreografiadas, lentitud expositiva, detalles deliberadamente no marcados por la narración a pesar de su trascendencia para la historia, constantes saltos atrás para completar la información... Además, el argumento central --a pesar de las apariencias y el amplio lapso temporal que abarca-- es demasiado personal, poco tiene que ver con los conflictos familiares y de intereses que suelen servir de trama central a las series británicas más emblemáticas.
Aunque acabé de confirmar mi intuición primera unos años después, cuando leí la novela de Evelyn Waugh (publicada en 1945), lo cierto es que fue la escena final del primer episodio la que marcó el estado sentimental en el que desde entonces he visto la serie, en la que un gesto nimio y casi vulgar desata una tormenta de deseo en el protagonista: la fascinación/atracción que siente Charles Ryder (Jeremy Irons) por Julia (Diana Quick), la hermana de su mejor amigo de la universidad, el pastoso y ambiguo Sebastian Flyte (Anthony Andrews). De hecho, la trama principal de la serie está atravesada de arriba abajo por esta pasión nunca abiertamente declarada (sólo se desvela parcial y muy sutilmente en unos pocos momentos escogidos), funcionando como un lento asedio hasta que Charles consigue materializar, casi por azar, sobre la bocina y nunca por completo, su deseo de juventud. La crítica experta, fans, detractores y desdeñosos varios de la serie sin duda priorizarán otros elementos dramáticos bastante más convencionales: la decadencia económica de la aristocracia iniciada tras la Primera Guerra Mundial, agravada por el crack de 1929 y rematada por el estallido del segundo conflicto mundial diez años después; o más bien la maldición que arrastra la familia Flyte por pertenecer a una minoría católica en un país protestante. El propio Waugh se había convertido al catolicismo, así que sabía perfectamente de qué hablaba y a qué obstáculos incomprensibles se refería cuando retrataba los contratiempos y/o problemas de conciencia --totalmente marcianos para un protestante en 1945 y para cualquier lector/espectador posterior-- que sobrevienen a los Flyte en los momentos más inoportunos de sus vidas, impidiéndoles ser felices de una manera natural (o al menos como ellos ven que sí lo son sus iguales protestantes).
El impacto que me produjo la serie afectó a muchos y diferentes ámbitos: el primero, claramente asociado a mi circunstancia vital en 1983 (en España se emitió en La 2 entre enero y marzo de ese año), en plena terraformación; el segundo, induciendo en mí una preferencia por un determinado tratamiento formal de los momentos definitorios (tanto en el cine como en la literatura): anidar flashbacks para desordenar la narración y obtener un relato que se ajuste a la memoria del protagonista --y no necesariamente al relato cronológico o a la verdad-- y a los objetivos del autor. Es una estrategia que añade una complejidad consciente y corre el riesgo de hacer perder el hilo, pero posee la ventaja de aislar y potenciar los instantes clave. El tercer nivel está relacionado con el impacto de determinadas obras en la formación de mi gusto artístico, en la manera en que influyó en mi forma de escribir ficción (cuando lo intento). El cuarto y último (esto ya es un azar estrictamente biográfico) tiene que ver con el penoso proceso de desentenderme de la religión católica heredada de mi entorno familiar; un lastre que no fue tan sencillo dejar atrás así como así. El hecho de que la serie abordara este mismo tránsito (es uno de sus principales leitmotiv, responsable de unos cuantos giros dramáticos cruciales), cuando yo trataba de realizarlo a mi desordenada manera, me pareció una señal definitiva; lo interpreté como una especie de armazón argumental que suplía mi falta de experiencia y de ideas, así que incorporé acríticamente bastantes actitudes y opiniones a mi propio y lastimoso itinerario hacia el ateísmo.
(continuará)
domingo, 7 de julio de 2024
Ideas sobre la crueldad del mundo (Green border)
¿Qué sabemos de la inmigración? Si lo pensamos detenidamente, apenas nada. Escuchamos unos cuantos comentarios al vuelo en tertulias radiofónicas, monólogos de influencers con opiniones interesadas, declaraciones de políticos que luego repetimos en sobremesas de familia y amigos. Como mucho, nos asomamos fugazmente al sufrimiento de quienes se juegan la vida en travesías por tierra o por mar en informativos, documentales, reels y, por descontado, en ficciones críticas, reivindicativas y/o bienintencionadas en sentimientos, solidaridad y justicia. La migración suele ir asociada a palabras como amenaza, insostenible, inviable...; sin embargo, pocos señalan que la mayoría de los que vienen entran en los países de destino por los aeropuertos, con visados de turista que van a dejar caducar, y quienes lo intentan en patera o cruzan fronteras sin papeles son una pequeña parte del total. Es lógico que sea así, porque es la manera más peligrosa de intentarlo, y si lo hacen es por pura desesperación (nadie se juega la vida y la de sus hijos porque sí). Huyen de la guerra, de persecuciones ideológicas, sociales y culturales, y están dispuestos a aferrarse a lo que sea con tal de dejar el horror o la falta de perspectivas de sus lugares de origen. Aspiran a una vida, un trabajo y a criar a sus hijos; un mínimo que ahora no tienen. Creemos tener una idea bastante definida de lo que es la inmigración y cómo afecta a nuestras vidas...
Green border (2023) no es una ficción impugnadora e incómoda de la doble moral que imponen la política y la ideología a la inmigración; se alinea más bien --como hacía la italiana Yo capitán (2023)-- con la crónica cruda y descarnada, la inmersión directa en la experiencia de una familia que huye de Siria a través de Bielorrusia, tratando de alcanzar Suecia mientras acceden al territorio de la UE por Polonia. El primer objetivo de la película es poner rostros, nombres y existencias a lo que, para muchos, suelen ser individuos anónimos que aparecen y desaparecen de nuestras pantallas sin más contexto que el drama de un intento fracasado. Agnieszka Holland busca, ante todo, la empatía, y que de sus duras imágenes y situaciones surja un posicionamiento, el compromiso, una toma de conciencia, frente a un desastre humano tolerado y silenciado por la UE, que irónicamente se considera a sí misma una democracia abierta, plena y ejemplar.
A pesar de sus virtudes narrativas, Green border ha pasado bastante desapercibida en la cartelera y no ha despertado demasiadas conciencias críticas (normalmente convencidas de antemano); y creo que es por su tono distante, cartesiano, cotidiano hasta la desesperación, sin aprovechar las numerosas situaciones del relato para desbordar los sentimientos. En estos casos, Holland renuncia a la habitual demora técnica e interpretativa (planos compuestos y de reacción que buscan la significación y la cercanía emocional). No es un filme hecho para presentar un problema debidamente simplificado ni una historia de víctimas indefensas y elites insensibles y crueles; es más bien un informe hecho a pie de trinchera, desentendiéndose de concesiones a la estética de la ficción efectista y de esos dramas que, a pesar de tanto dolor e injusticia, en el fondo sólo intentan reconfortar al público haciéndoles creer que el hecho de ver la película basta para ser parte de la solución. Con todo, el estilo distante y contenido del filme consigue conmover cuando toca, revelar la incoherencia, la impostura, las miradas hacia otro lado y, especialmente, poner en primer plano el lado humano. Sin duda influye que en el momento del rodaje el gobierno polaco estaba en manos del ultraderechista Andrzej Duda, así que la película es, también, la reacción local ante un ambiente y una política hostiles hacia los migrantes.
Estructurada en tres líneas narrativas --grupos de personas, familias y menores que son expulsados una y otra vez de Polonia y de Bielorrusia sin miramientos; el día a día de los guardias fronterizos que se cuestionan cada vez más su papel de verdugos y la labor de las ONG sobre el terreno-- despliega la historia exclusivamente en el paso de los días y el agravamiento de la situación. Su crítica humanista y solidaria no se desplaza al terreno ideológico, excepto en la escena final, que funciona claramente a modo de prueba acusatoria y que la directora guarda como golpe de efecto definitivo. Green border lanza sus dardos contra un gobierno polaco filofascista en el poder en ese momento y contra el fariseísmo de la UE que obstaculiza y ningunea el derecho a solicitar asilo. En este drama, los polacos interpretan un papel de tontos útiles que ellos aprovechan para poner en práctica sus políticas racistas y brutales, sabiendo que sus aliados europeos no se atreverán a abrir la boca. Es una tormenta perfecta de consecuencias imprevisibles, pero también un conflicto moral que Europa sigue evitando. De momento, quienes se posicionan éticamente son las personas, que tratan de remover unas aguas cenagosas y reventar la burbuja en la que tan a gusto estamos.
Green border (2023) no es una ficción impugnadora e incómoda de la doble moral que imponen la política y la ideología a la inmigración; se alinea más bien --como hacía la italiana Yo capitán (2023)-- con la crónica cruda y descarnada, la inmersión directa en la experiencia de una familia que huye de Siria a través de Bielorrusia, tratando de alcanzar Suecia mientras acceden al territorio de la UE por Polonia. El primer objetivo de la película es poner rostros, nombres y existencias a lo que, para muchos, suelen ser individuos anónimos que aparecen y desaparecen de nuestras pantallas sin más contexto que el drama de un intento fracasado. Agnieszka Holland busca, ante todo, la empatía, y que de sus duras imágenes y situaciones surja un posicionamiento, el compromiso, una toma de conciencia, frente a un desastre humano tolerado y silenciado por la UE, que irónicamente se considera a sí misma una democracia abierta, plena y ejemplar.
A pesar de sus virtudes narrativas, Green border ha pasado bastante desapercibida en la cartelera y no ha despertado demasiadas conciencias críticas (normalmente convencidas de antemano); y creo que es por su tono distante, cartesiano, cotidiano hasta la desesperación, sin aprovechar las numerosas situaciones del relato para desbordar los sentimientos. En estos casos, Holland renuncia a la habitual demora técnica e interpretativa (planos compuestos y de reacción que buscan la significación y la cercanía emocional). No es un filme hecho para presentar un problema debidamente simplificado ni una historia de víctimas indefensas y elites insensibles y crueles; es más bien un informe hecho a pie de trinchera, desentendiéndose de concesiones a la estética de la ficción efectista y de esos dramas que, a pesar de tanto dolor e injusticia, en el fondo sólo intentan reconfortar al público haciéndoles creer que el hecho de ver la película basta para ser parte de la solución. Con todo, el estilo distante y contenido del filme consigue conmover cuando toca, revelar la incoherencia, la impostura, las miradas hacia otro lado y, especialmente, poner en primer plano el lado humano. Sin duda influye que en el momento del rodaje el gobierno polaco estaba en manos del ultraderechista Andrzej Duda, así que la película es, también, la reacción local ante un ambiente y una política hostiles hacia los migrantes.
Estructurada en tres líneas narrativas --grupos de personas, familias y menores que son expulsados una y otra vez de Polonia y de Bielorrusia sin miramientos; el día a día de los guardias fronterizos que se cuestionan cada vez más su papel de verdugos y la labor de las ONG sobre el terreno-- despliega la historia exclusivamente en el paso de los días y el agravamiento de la situación. Su crítica humanista y solidaria no se desplaza al terreno ideológico, excepto en la escena final, que funciona claramente a modo de prueba acusatoria y que la directora guarda como golpe de efecto definitivo. Green border lanza sus dardos contra un gobierno polaco filofascista en el poder en ese momento y contra el fariseísmo de la UE que obstaculiza y ningunea el derecho a solicitar asilo. En este drama, los polacos interpretan un papel de tontos útiles que ellos aprovechan para poner en práctica sus políticas racistas y brutales, sabiendo que sus aliados europeos no se atreverán a abrir la boca. Es una tormenta perfecta de consecuencias imprevisibles, pero también un conflicto moral que Europa sigue evitando. De momento, quienes se posicionan éticamente son las personas, que tratan de remover unas aguas cenagosas y reventar la burbuja en la que tan a gusto estamos.
sábado, 15 de junio de 2024
Jugársela cuando, cómo y donde toca (La vida de los demás)
A la espera de la nueva película de Mohammad Rasoulof --La semilla del higo sagrado (2024), presentada en Cannes--, terminada a toda prisa ante la inminencia de su detención y que provocó su precipitada salida de Irán, me lanzo a ver La vida de los demás (2020), que es el filme con el que comenzaron sus problemas con la justicia de la república islámica. Básicamente porque se atrevió a poner y decir cosas en una pantalla que la mayoría sólo susurra en ese país. No todos tenemos el valor de hacerlo; pero él sí, y por eso se pasó buena parte de 2022 en la cárcel, encerrado con Jafar Panahi, otro cineasta represaliado por sus películas. Las circunstancias de la vida han otorgado a Rasoulof el penoso honor de ser admirado por ser una víctima de la censura y la persecución política, por expresar sus discrepancias críticas a través del cine. Y no sólo la disidencia, también sus dotes narrativas brillan con luz propia, capaces de eclipsar cualquier otra instancia del filme cuando es necesario.
La cosa es que su estilo recuerda mucho al del polaco Krzysztof Kieslowski, que durante un breve tiempo en los ochenta fue considerado algo así como la voz moral y cinematográfica de Europa, básicamente por sus planteamientos éticos con indudables ecos cristianos. Su miniserie Decálogo (1989-1990) tuvo tanto éxito que dos de los episodios más impactantes se convirtieron en largometrajes: No amarás (1988) y No matarás (1988), este último alineado precisamente con el tema principal de La vida de los demás. La cosa es que tanto el polaco como el iraní comparten el gusto por la lentitud expositiva, la presentación de los personajes y el conflicto y, por supuesto, la revelación de motivos ocultos o diferidos. De los dos, es Rasoulof quien mejor parece haberse adaptado a las narrativas que exigen las audiencias de su tiempo, modulando mucho mejor los objetivos de su crítica y la forma dramática de presentarla (el polaco, en cambio, se perdía en paradojas morales y no conseguía perfilar del todo protagonistas y/o situaciones verosímiles). Estoy convencido de que sus películas aguantarán mejor el paso del tiempo que las de Kieslowski.
La vida de los demás se compone de cuatro episodios con un asunto latiendo de fondo: las terribles consecuencias personales y familiares que provoca la pena de muerte. Aparte de la brutalidad que se ejerce sobre el condenado, toda ejecución arrasa la vida de las personas que hay alrededor (arrepentimiento, dudas, dolor, silencio, mentiras...). El primero sin duda es el más demoledor porque no se ve venir en absoluto su final; los otros tres, aunque no rebajan la tensión ni el interés, se intuye más o menos el centro de gravedad del drama que anuncian. Insisto: Rasoulof no rueda su película en la tolerante Francia ni en los securizados EE UU, sino en el interior de un régimen autoritario que utiliza una deformada idea de la religión para aplicar justicia. Ese simple detalle potencia aún más el efecto de un guión contundente y directo y de un equipo técnico y artístico que se ha jugado literalmente la vida (y la de sus familias) para hacer la película.
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sábado, 18 de mayo de 2024
Aplastar los sueños mientras salvas unos pocos muebles (Radical)
Si algo tiene de bueno Radical (2023) de Christopher Zalla es que no insiste en los esquemas dramatizados que hemos visto otras veces (alumnos con problemas que se recuperan dentro del sistema, profesores y tutores que traspasan las líneas rojas que les impone la escuela para no perderlos por el camino), sino que se la juega con un enfrentamiento directo en un contexto (el de las aulas) que todos conocemos (problemas abrumadores y escasez de medios para atajarlos, siquiera enfrentarse a ellos). Es ya casi un género por derecho propio, puesto que hablamos de una crisis --la de la educación-- que no va asociada siempre y necesariamente a las variables socioeconómicas habituales (nivel de vida, bienestar económico, estabilidad política), y la inmensa mayoría de cinematografías retratan el tema desde una perspectiva negativa y de necesidad de cambio. Lo que suele variar de un título a otro es la dosis de optimismo (aquí van unos pocos ejemplos meritorios, ordenados de menor a mayor optimismo): El profesor (2011), La clase (2008), La profesora de historia (2014), El buen maestro (2017), Coach Carter (2005). Queda lejos el tiempo en el que hablar de la situación en las escuelas era sinónimo de posicionamiento político y, por tanto, había que andar con pies de plomo en lo que se decía y/o sugería: Rebelión en las aulas (1967) de Sidney Poitier --que supuso una sacudida total por tratar el tema racial y el fracaso escolar a la vez-- o Mentes peligrosas (1995) que, con un relato muy similar, actualizaba el contexto social de un mismo conflicto explosivo (marginación, desigualdad, racismo). Aunque precisamente por la presión de la industria, ni el diagnóstico ni el final solían ser excesivamente deprimentes ni subversivos.
En Radical nos encontramos con un punto de partida bien alineado con el género en el que se inscribe: en un pueblo mexicano donde la pobreza y las mafias campan a sus anchas, la urgencia por la supervivencia impide a los niños y niñas (sobre todo a ellas, que tienen que cuidar de sus hermanos pequeños, o ayudar a sus padres) encontrar en la educación esa oportunidad de subirse al ascensor social y romper esa dinámica de vulnerabilidad y precariedad tan lucrativa para todo poder impuesto. Sin embargo, la historia va por otro lado: Sergio, un profesor sustituto recién llegado, aplica desde el primer día un método radical --como el título-- cuyo único objetivo es estimular el interés por el aprendizaje y lograr que sus alumnos deseen ir cada día a la escuela. Nada más (y nada menos). Sin temarios, clases magistrales, ni exigencia de resultados; la curiosidad y los retos de descubrimiento que propone Sergio son suficientes para poner en marcha el círculo virtuoso de la pedagogía. Y es que, a estas alturas, ya nos hemos dado cuenta de que la escuela (tal como se concibió en los tiempos de la revolución industrial) no tiene que enseñar cultura y saberes técnicos, sino dotar de medios para la supervivencia, procurar un crecimiento interior y, puestos a pedir, adquirir capacidades comunicativas, lógico-argumentativas y espíritu crítico. A partir de aquí, el resto de la película es la crónica de un conflicto anunciado (que sí, basado en hechos reales) que puede sorprender mucho o poco por la forma en que se narra y las historias personales que involucra; pero es la naturalidad de las situaciones y la sencillez de los personajes --mi favorito, el director, cuya implicación a pesar de su escepticismo es conmovedora-- lo que sin duda atrapa a las audiencias predispuestas.
En definitiva, un filme deliberadamente crítico, sí, pero que no se entretiene chapoteando en las posibilidades dramáticas del problema. Prefiere zambullirse sin complejos en la impugnación total --radical-- del sistema educativo realmente existente, y de paso propone una alternativa metodológica que intenta que los alumnos aprendan a aprender. Este intento de asalto llena toda la película y aunque en conjunto el balance es optimista, no se olvida de quienes no lo consiguen por imposición familiar y ven aplastados sus sueños y posibilidades (y que se concreta en una escena triste y desarmante). Radical aspira a la utopía de un vuelco brutal en una organización tan sumamente compleja que tardaremos años en comenzar a ver los resultados de cualquier cambio. El primer reto --también el más complicado-- es ponerlo en marcha.
En Radical nos encontramos con un punto de partida bien alineado con el género en el que se inscribe: en un pueblo mexicano donde la pobreza y las mafias campan a sus anchas, la urgencia por la supervivencia impide a los niños y niñas (sobre todo a ellas, que tienen que cuidar de sus hermanos pequeños, o ayudar a sus padres) encontrar en la educación esa oportunidad de subirse al ascensor social y romper esa dinámica de vulnerabilidad y precariedad tan lucrativa para todo poder impuesto. Sin embargo, la historia va por otro lado: Sergio, un profesor sustituto recién llegado, aplica desde el primer día un método radical --como el título-- cuyo único objetivo es estimular el interés por el aprendizaje y lograr que sus alumnos deseen ir cada día a la escuela. Nada más (y nada menos). Sin temarios, clases magistrales, ni exigencia de resultados; la curiosidad y los retos de descubrimiento que propone Sergio son suficientes para poner en marcha el círculo virtuoso de la pedagogía. Y es que, a estas alturas, ya nos hemos dado cuenta de que la escuela (tal como se concibió en los tiempos de la revolución industrial) no tiene que enseñar cultura y saberes técnicos, sino dotar de medios para la supervivencia, procurar un crecimiento interior y, puestos a pedir, adquirir capacidades comunicativas, lógico-argumentativas y espíritu crítico. A partir de aquí, el resto de la película es la crónica de un conflicto anunciado (que sí, basado en hechos reales) que puede sorprender mucho o poco por la forma en que se narra y las historias personales que involucra; pero es la naturalidad de las situaciones y la sencillez de los personajes --mi favorito, el director, cuya implicación a pesar de su escepticismo es conmovedora-- lo que sin duda atrapa a las audiencias predispuestas.
En definitiva, un filme deliberadamente crítico, sí, pero que no se entretiene chapoteando en las posibilidades dramáticas del problema. Prefiere zambullirse sin complejos en la impugnación total --radical-- del sistema educativo realmente existente, y de paso propone una alternativa metodológica que intenta que los alumnos aprendan a aprender. Este intento de asalto llena toda la película y aunque en conjunto el balance es optimista, no se olvida de quienes no lo consiguen por imposición familiar y ven aplastados sus sueños y posibilidades (y que se concreta en una escena triste y desarmante). Radical aspira a la utopía de un vuelco brutal en una organización tan sumamente compleja que tardaremos años en comenzar a ver los resultados de cualquier cambio. El primer reto --también el más complicado-- es ponerlo en marcha.
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martes, 23 de abril de 2024
No son pueblos de paja para gente enladrillada (Un amor)
Leí Un amor (2020) de Sara Mesa el pasado septiembre y la verdad es que apenas conecté con el relato y su anécdota central: se me pasaron por alto las sutilezas de la mayoría de sus momentos clave, como tampoco empaticé con los personajes principales. Fue una lectura fácil y rápida que apenas dejó huella. Recientemente (poco antes de ver la película de Coixet) leí otro libro suyo --Cara de pan (2018)-- y aunque mi reacción fue prácticamente idéntica, no pude dejar de notar lo que ambas historias tienen en común: reunir a dos tipos humanos opuestos, a priori enfrentados por el arquetipo y la imagen social que representa cada uno, y demostrar mediante el relato --contra todo viento, marea e inverosimilitud-- que nuestra percepción está equivocada; y nuestra mirada sesgada por prejuicios heredados, categorías culturales obsoletas y/o intereses ideológicos no declarados. Ambos textos comparten un subtexto común: aunque todos los elementos, situaciones y condicionantes estén en contra, no debemos inferir nada de esta clase de relaciones excéntricas en las que todo parece conjurarlas hacia el fracaso; ya se trate de una quinceañera desnortada, un anciano solitario con pinta de pederasta, una joven autoexiliada de dolor en un pueblo y un vecino afásico rudo y modales de abusador. La propia autora, a raíz de la adaptación cinematográfica de Un amor, no se resiste a esa expectativa social que casi obliga a ofrecer una interpretación canónica a las audiencias (quizá más allá de lo que ella misma imaginaba) ampliando el alcance de su propia historia para hacerla coherente con las implicaciones que abre la película.
La novela, pero sobre todo la película, se han desmenuzado y valorado como una nueva contribución al proceso de empoderamiento femenino (mujer sola e independiente que despierta a partes iguales recelos y deseos en un entorno rural altamente masculinizado), una historia que combate la vigencia de la hostilidad hacia las mujeres independientes que amenazan el poder patriarcal. Es en este punto donde arranca el conflicto de Un amor, aunque a medida que avanza la película da la sensación de que lo que ha interesado a Coixet de la novela es el retrato de una mujer que no se deja encasillar, a pesar de sus inconsistencias y obsesiones (rozando a veces la caricatura deformante de la localcoño). En cambio, en el extremo opuesto, parece que el resto del mundo se empeña en detectar y destacar todo lo que tiene de impugnador y reivindicador. La relación entre Nat (traductora, autónoma, de fuertes inercias urbanitas y con dificultades para la comunicación social) y Andreas (afásico, tosco y superviviente en un entorno marcado por el aislamiento y la autosuficiencia) no es sólo «una proposición indecente en un pueblo», tal como la definen algunos, sino un tratado sobre la incomunicación interpersonal, los blindajes emocionales y la especulación mental, destrezas en las que ninguno de los protagonistas destaca especialmente. Ni Nat ni Andreas son capaces de formular sus sentimientos y deseos a tiempo y con las palabras debidas; el problema es que de tan excéntricos y chocantes acaban resultando cargantes y hasta pedantes. Esta es una de las líneas argumentales del libro que Coixet elige como eje de su película, para luego envolverlo con esos tics característicos de su estilo que, en esta ocasión, no acaban de servir para completar una narración y un universo cerrado, raro, duro, surreal y hasta divertido. Los paisajes, los encuadres, la cuidada fotografía, los secundarios, parecen formar parte de otra película. Su carácter y su función me recordaron poderosamente a otro título suyo con la misma disonancia entre trama y estilo: Nieva en Benidorm (2020). Quizá ese sea el déficit más visible de Un amor, arrastrando consigo a los personajes --sin excepción--, haciendo que parezcan aún más irreales, incompletos, limitados a su aportación al relato. Se me hizo muy difícil entrar en la película.
En esta estructura desequilibrada, aun así, conviven algunos personajes bien definidos y desaprovechados --el casero--, la sutil parodia de la familia tradicional (con la que se nota que Nat se niega a empatizar debido a su exceso de obligaciones y pautas: cuidados, rituales y trato social estereotipado) y unas escenas de sexo que buscan combinar la naturalidad con el morbo físico. En este batiburrillo, la proposición de Andreas y la posterior reacción de Nat resultan anecdóticas, y sin embargo es uno de los aspectos que centran las reacciones del público. Igual la cosa no va de un tipo de amor poco probable, inconveniente y a contracorriente, ni de una atracción entre dos seres humanos cualesquiera, sino de gente perdida, especialmente como Nat, con la que se hace difícil conectar. Y también sobre nuestra obsesión --signo de estos tiempos hipersaturados de pedagogía-- por encajar cualquier relato en una fábula didáctica, reivindicativa, crítica, ejemplar, positiva. Desde luego, para lo que yo no estaba preparado al enfrentarme a Un amor es con la contradicción, la ausencia de comportamientos y reacciones plausibles y, muy especialmente, su final imposible. Demasiados obstáculos para un guión tan aparentemente sobrio.
La novela, pero sobre todo la película, se han desmenuzado y valorado como una nueva contribución al proceso de empoderamiento femenino (mujer sola e independiente que despierta a partes iguales recelos y deseos en un entorno rural altamente masculinizado), una historia que combate la vigencia de la hostilidad hacia las mujeres independientes que amenazan el poder patriarcal. Es en este punto donde arranca el conflicto de Un amor, aunque a medida que avanza la película da la sensación de que lo que ha interesado a Coixet de la novela es el retrato de una mujer que no se deja encasillar, a pesar de sus inconsistencias y obsesiones (rozando a veces la caricatura deformante de la localcoño). En cambio, en el extremo opuesto, parece que el resto del mundo se empeña en detectar y destacar todo lo que tiene de impugnador y reivindicador. La relación entre Nat (traductora, autónoma, de fuertes inercias urbanitas y con dificultades para la comunicación social) y Andreas (afásico, tosco y superviviente en un entorno marcado por el aislamiento y la autosuficiencia) no es sólo «una proposición indecente en un pueblo», tal como la definen algunos, sino un tratado sobre la incomunicación interpersonal, los blindajes emocionales y la especulación mental, destrezas en las que ninguno de los protagonistas destaca especialmente. Ni Nat ni Andreas son capaces de formular sus sentimientos y deseos a tiempo y con las palabras debidas; el problema es que de tan excéntricos y chocantes acaban resultando cargantes y hasta pedantes. Esta es una de las líneas argumentales del libro que Coixet elige como eje de su película, para luego envolverlo con esos tics característicos de su estilo que, en esta ocasión, no acaban de servir para completar una narración y un universo cerrado, raro, duro, surreal y hasta divertido. Los paisajes, los encuadres, la cuidada fotografía, los secundarios, parecen formar parte de otra película. Su carácter y su función me recordaron poderosamente a otro título suyo con la misma disonancia entre trama y estilo: Nieva en Benidorm (2020). Quizá ese sea el déficit más visible de Un amor, arrastrando consigo a los personajes --sin excepción--, haciendo que parezcan aún más irreales, incompletos, limitados a su aportación al relato. Se me hizo muy difícil entrar en la película.
En esta estructura desequilibrada, aun así, conviven algunos personajes bien definidos y desaprovechados --el casero--, la sutil parodia de la familia tradicional (con la que se nota que Nat se niega a empatizar debido a su exceso de obligaciones y pautas: cuidados, rituales y trato social estereotipado) y unas escenas de sexo que buscan combinar la naturalidad con el morbo físico. En este batiburrillo, la proposición de Andreas y la posterior reacción de Nat resultan anecdóticas, y sin embargo es uno de los aspectos que centran las reacciones del público. Igual la cosa no va de un tipo de amor poco probable, inconveniente y a contracorriente, ni de una atracción entre dos seres humanos cualesquiera, sino de gente perdida, especialmente como Nat, con la que se hace difícil conectar. Y también sobre nuestra obsesión --signo de estos tiempos hipersaturados de pedagogía-- por encajar cualquier relato en una fábula didáctica, reivindicativa, crítica, ejemplar, positiva. Desde luego, para lo que yo no estaba preparado al enfrentarme a Un amor es con la contradicción, la ausencia de comportamientos y reacciones plausibles y, muy especialmente, su final imposible. Demasiados obstáculos para un guión tan aparentemente sobrio.
martes, 9 de abril de 2024
El delicado arte de poner a caldo nuestro papanatismo cultural (American fiction)
Lo hacen mejor que nadie los británicos, pero cuando consiguen sacudirse de encima complejos y autocensuras, los estadounidenses también brillan a gran altura. La ironía, el sarcasmo, el cinismo, parecen un monopolio casi exclusivo de ambas filmografías (y de sus culturas, claro está), y aunque en otras latitudes también cultivan con gran mérito estas virtudes, no les luce tanto el vitriolo, al menos en las películas. El cine español --el europeo en general-- exhibe limitaciones estructurales cuando intenta subirse al carro (pocas veces consigue abstraerse del contexto político) y al final siempre acaba asomando una reivindicación partidista, una apuesta que defender y/o apoyar y que queda sospechosamente a salvo de toda ridiculización. Lo habitual al final es que todo se acabe despeñando hacia la parodia, el tópico y la sal gorda. Guionistas, directores y productores no consiguen desembarazarse del todo de prejuicios y/o de convicciones propias, porque la cosa es que acaban saliendo filmes «desde su lado y contra el otro». Eso sí, seamos justos: el cine español ha producido obras muy cerca de la cumbre: Aigbag (1997) de Juanma Bajo Ulloa y La vaquilla (1985) de Berlanga (ésta última sólo en unos pocos momentos escogidos, especialmente en ese epílogo elegante y delicado que mantiene toda su carga crítica). El podio sigue incompleto y a la espera de relevo. Así estamos...
Esta vez le ha tocado el turno a los nuevos clichés que la industria editorial estadounidense ha levantado en su obsesión por la corrección política (y que podrían aplicarse sin problemas a las demás industrias culturales). La escena inicial de American fiction (2023) --merecida ganadora del Oscar al guión adaptado-- explica lo que quiero decir de una forma mucho más sintética, crítica y divertida. La idea que pone en marcha la historia es tan destructiva como prometedora: harto de que sus libros tengan que ajustarse, debido a sus orígenes y biografía, a una serie de premisas temáticas y estilísticas, el escritor negro Thelonious 'Monk' Ellison, decide componer una novela que parodie todos los tópicos en los que la industria le encasilla. Y resulta que esa misma industria se la toma completamente en serio. Este equívoco da lugar a los mejores momentos de la película (lástima que el argumento no sepa replicarlos en más escenas), en los que cada nueva vuelta de tuerca de Monk en sus salidas de tono obtiene una mayor y lucrativa respuesta de sus editores. Desde la perspectiva de la película, todo el mundo se presenta a sí mismo como ridículo, pedante, deseoso de demostrar su disponibilidad woke mediante una frase de moda y/o lugares comunes... Vomitivamente divertido.
El problema es que estos momentos privilegiados están demasiado dosificados, alejados, desconectados, no son eslabones en la típica espiral incremental y acelerada que mejoraría exponencialmente la impresión global de la película. El contrapunto de esta línea argumental, sin desentonar como complemento humano que evita la tentación de convertir al personaje protagonista en un arquetipo, parece un implante de relleno, desaprovecha algunas situaciones para dar rienda suelta a la ironía. Desde el minuto cero se ve por dónde irá el proceso de reconciliación de Monk con su familia se desarrolla con lentitud, sin el necesario énfasis o condensación de momentos extraños y definitorios, sin música... Por suerte el final está a la altura en lo argumental y en lo narrativo: la esperada mascletá despliega su veneno más allá del mundo editorial. Prometedor debut como director de Cord Jefferson.
Esta vez le ha tocado el turno a los nuevos clichés que la industria editorial estadounidense ha levantado en su obsesión por la corrección política (y que podrían aplicarse sin problemas a las demás industrias culturales). La escena inicial de American fiction (2023) --merecida ganadora del Oscar al guión adaptado-- explica lo que quiero decir de una forma mucho más sintética, crítica y divertida. La idea que pone en marcha la historia es tan destructiva como prometedora: harto de que sus libros tengan que ajustarse, debido a sus orígenes y biografía, a una serie de premisas temáticas y estilísticas, el escritor negro Thelonious 'Monk' Ellison, decide componer una novela que parodie todos los tópicos en los que la industria le encasilla. Y resulta que esa misma industria se la toma completamente en serio. Este equívoco da lugar a los mejores momentos de la película (lástima que el argumento no sepa replicarlos en más escenas), en los que cada nueva vuelta de tuerca de Monk en sus salidas de tono obtiene una mayor y lucrativa respuesta de sus editores. Desde la perspectiva de la película, todo el mundo se presenta a sí mismo como ridículo, pedante, deseoso de demostrar su disponibilidad woke mediante una frase de moda y/o lugares comunes... Vomitivamente divertido.
El problema es que estos momentos privilegiados están demasiado dosificados, alejados, desconectados, no son eslabones en la típica espiral incremental y acelerada que mejoraría exponencialmente la impresión global de la película. El contrapunto de esta línea argumental, sin desentonar como complemento humano que evita la tentación de convertir al personaje protagonista en un arquetipo, parece un implante de relleno, desaprovecha algunas situaciones para dar rienda suelta a la ironía. Desde el minuto cero se ve por dónde irá el proceso de reconciliación de Monk con su familia se desarrolla con lentitud, sin el necesario énfasis o condensación de momentos extraños y definitorios, sin música... Por suerte el final está a la altura en lo argumental y en lo narrativo: la esperada mascletá despliega su veneno más allá del mundo editorial. Prometedor debut como director de Cord Jefferson.
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jueves, 4 de abril de 2024
La cristalización de un estilo inefable que encandila y cotiza al alza (Pobres criaturas)
Repaso las películas de Giórgos Lanthimos que he visto --Canino, (2009), Alps (2011), Langosta (2015), La favorita (2018)-- y comprendo que Pobres criaturas (2023) es probablemente el mejor guión que ha escrito hasta la fecha. Y es el mejor porque, por una vez, no se desentiende del final cuando parece que se ha cansado, o se ha liado tanto con la historia que no sabe por dónde salir, o no es nada de esto y es tan listo que sabe perfectamente cómo sacarnos de quicio a quienes esperamos un relato coherente. Si era esto último señor Lanthimos, mis respetos; si era cualquiera de las otras dos, me mantengo firme en los serios reparos que siempre he tenido hacia sus méritos narrativos (que no estilísticos).
Es más, si amplío el foco sobre su filmografía, detecto una mayor concreción argumental y de personajes, contrapesada siempre por esa predilección suya por lo absurdo, raro, exagerado y/o extemporáneo que tantos fans le ha reportado y que, probablemente, sea su marca de estilo más característica. También observo cómo, desde Langosta hasta Pobres criaturas y gracias al apoyo financiero de Hollywood y unos repartos cada vez más repletos de primeras figuras de la interpretación, el envoltorio de sus relatos ha ido ganando interés. Paradójicamente, esa misma madurez narrativa alcanza unos niveles que amenazan atrofia. El filme deslumbra gracias a la espectacularidad de su producción, estilismo y fotografía, una conjunción de elementos que explican que haya atraído a bastantes espectadores que desconocían totalmente sus filmes anteriores. A quienes hemos asistido título a título a este proceso de mercantilización nos cuesta creer que no haya detrás un legítimo deseo de ampliar --como se dice ahora-- su base de espectadores en detrimento de una profundización y/o experimentación narrativas.
Si eliminamos los comodines técnicos y de diseño de producción (que le han valido la mayoría de premios), queda un relato ciertamente bien planteado e interesante, mezcla y reversión de varios mitos literarios y cinematográficos y de reivindicación inequívocamente feminista: Frankenstein, Pigmalión, Metrópolis (1927) de Fritz Lang. Bella es una mujer embarazada --magnífica Emma Stone-- a la que, tras un accidente, trasplantan el cerebro de su hijo nonato, crece con una absoluta y retadora falta de prejuicios respecto a la sociedad de su época (unos inexistentes finales del XIX y comienzos del XX), cuestionando el patriarcalismo en general y el de todos los hombres con los que se cruza en particular (excepto uno, claro). Esa mirada limpia de prejuicios, ese retrato de una mujer que no se deja encasillar en el molde que el mundo reserva a su género (quizá demasiado lastrado por una naturalidad rousseauniana un tanto demodé) resulta indudablemente revolucionario (para el tiempo de la película) y alineado políticamente (para el tiempo de su estreno). Y para quien esto escribe, exasperante por obvio y repetitivo. La protagonista evoluciona desde su caminar torpe (propio de un bebé), el aprendizaje del lenguaje, la adquisición de un juicio analítico envidiable y, finalmente, alcanzar un espíritu crítico muy por encima de la media que, casualmente, encaja punto por punto con el ideario feminista que triunfa cien años después. A partir del segundo tercio de película se hace evidente que el proceso de toma de conciencia de género de Bella es la única línea argumental, por lo que es fácil anticipar acontecimientos, detectar hitos y, a veces, sonreír brevemente ante algún lugar común, situación divertida o réplica cáustica. Pobres criaturas se alinea mucho más y mejor con el momento político que Barbie (2023), que no renunciaba a la ironía ni a la infantilización propia de un juguete. Quizá esté ahí la clave de la diferente recepción y valoración de ambas películas.
Lanthimos sigue demostrando su capacidad para abrirse hueco en la cartelera internacional, obtener mejores presupuestos gracias a un estilo muy personal y hacer ostentación de lo que yo considero sus insoportables defectos. No puedo dejar de pensar en cómo habría sido recibido un guión como el de Pobres criaturas pero rodado con los medios y el desparpajo de Canino. Yo, desde luego, le habría concedido bastante más credibilidad. Pero bueno, en esto sé que tengo bastante tráfico en contra...
Es más, si amplío el foco sobre su filmografía, detecto una mayor concreción argumental y de personajes, contrapesada siempre por esa predilección suya por lo absurdo, raro, exagerado y/o extemporáneo que tantos fans le ha reportado y que, probablemente, sea su marca de estilo más característica. También observo cómo, desde Langosta hasta Pobres criaturas y gracias al apoyo financiero de Hollywood y unos repartos cada vez más repletos de primeras figuras de la interpretación, el envoltorio de sus relatos ha ido ganando interés. Paradójicamente, esa misma madurez narrativa alcanza unos niveles que amenazan atrofia. El filme deslumbra gracias a la espectacularidad de su producción, estilismo y fotografía, una conjunción de elementos que explican que haya atraído a bastantes espectadores que desconocían totalmente sus filmes anteriores. A quienes hemos asistido título a título a este proceso de mercantilización nos cuesta creer que no haya detrás un legítimo deseo de ampliar --como se dice ahora-- su base de espectadores en detrimento de una profundización y/o experimentación narrativas.
Si eliminamos los comodines técnicos y de diseño de producción (que le han valido la mayoría de premios), queda un relato ciertamente bien planteado e interesante, mezcla y reversión de varios mitos literarios y cinematográficos y de reivindicación inequívocamente feminista: Frankenstein, Pigmalión, Metrópolis (1927) de Fritz Lang. Bella es una mujer embarazada --magnífica Emma Stone-- a la que, tras un accidente, trasplantan el cerebro de su hijo nonato, crece con una absoluta y retadora falta de prejuicios respecto a la sociedad de su época (unos inexistentes finales del XIX y comienzos del XX), cuestionando el patriarcalismo en general y el de todos los hombres con los que se cruza en particular (excepto uno, claro). Esa mirada limpia de prejuicios, ese retrato de una mujer que no se deja encasillar en el molde que el mundo reserva a su género (quizá demasiado lastrado por una naturalidad rousseauniana un tanto demodé) resulta indudablemente revolucionario (para el tiempo de la película) y alineado políticamente (para el tiempo de su estreno). Y para quien esto escribe, exasperante por obvio y repetitivo. La protagonista evoluciona desde su caminar torpe (propio de un bebé), el aprendizaje del lenguaje, la adquisición de un juicio analítico envidiable y, finalmente, alcanzar un espíritu crítico muy por encima de la media que, casualmente, encaja punto por punto con el ideario feminista que triunfa cien años después. A partir del segundo tercio de película se hace evidente que el proceso de toma de conciencia de género de Bella es la única línea argumental, por lo que es fácil anticipar acontecimientos, detectar hitos y, a veces, sonreír brevemente ante algún lugar común, situación divertida o réplica cáustica. Pobres criaturas se alinea mucho más y mejor con el momento político que Barbie (2023), que no renunciaba a la ironía ni a la infantilización propia de un juguete. Quizá esté ahí la clave de la diferente recepción y valoración de ambas películas.
Lanthimos sigue demostrando su capacidad para abrirse hueco en la cartelera internacional, obtener mejores presupuestos gracias a un estilo muy personal y hacer ostentación de lo que yo considero sus insoportables defectos. No puedo dejar de pensar en cómo habría sido recibido un guión como el de Pobres criaturas pero rodado con los medios y el desparpajo de Canino. Yo, desde luego, le habría concedido bastante más credibilidad. Pero bueno, en esto sé que tengo bastante tráfico en contra...
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viernes, 29 de marzo de 2024
Más reivindicación cívica que cine (Los niños de Winton)
La BBC es de las pocas cadenas públicas de televisión que todavía sigue fiel al compromiso de servicio público (informativo, cultural y de entretenimiento). Sus reportajes y documentales tienen fama de rigurosos, y no se suelen cortar a la hora de apuntar con sus críticas, ni siquiera si van dirigidas contra el Estado, el mismo que les financia. En cuanto a la ficción, sus guiones se aferran a los géneros consolidados y obtienen buenos resultados: Nuestro último verano en Escocia (2014) es un buen ejemplo, con ese humor negro tan británico que siempre se las apaña para aflorar en situaciones perfectamente encajadas en el guión, evitando tener que recurrir a la caricaturización facilona de los personajes; incluso se atreven con formatos menos convencionales, como la intensa Aftersun (2022). En cambio, cuando toca drama, aprovechan para ilustrar o reivindicar determinados momentos de progreso de la historia patria, que es precisamente el objetivo principal de todo cine cívico financiado con fondos públicos que se precie. Los niños de Winton (2023) de James Hawes es un ejemplo canónico de esta clase de filmes.
Esta vez le ha tocado el turno a un episodio prácticamente desconocido que tuvo lugar en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: un corredor de bolsa londinense, tras una breve colaboración sobre el terreno con refugiados en Checoslovaquia, acaba implicado en cuerpo y alma en el rescate de los niños, a quienes buscará familias en Gran Bretaña que se hagan cargo de su manutención. Todo ello sin desfallecer ni desmoralizarse ante las dificultades que encuentra a su paso (financiación, incomprensión, funcionarios). Y es que todo en Los niños de Winton es ejemplar y eficaz, empezando por los protagonistas --sin titubeos ni zonas oscuras (incluso los estirados y renuentes funcionarios británicos acaban convertidos a la causa)--, continuando con la selección de los momentos definitorios y finalizando con una narración expositiva, sin excesos estéticos o dramáticos, maximizando la comprensión y la identificación con el protagonista y con la historia. Además, la parte más dura del drama (el desamparo de unos menores que se ven separados de sus padres, aunque sea por una buena causa) está debidamente esbozado, sin recrearse en lo lacrimógeno. Un argumento que recuerda inevitablemente a La lista de Schindler (1993), pero sin la habitual carga trágica que suele añadir Spielberg, porque la intención es reivindicar la gesta de Winton y demostrar que se reconoció en vida su hazaña, incluso en la oscura Gran Bretaña de Margaret Thatcher.
Un filme, en definitiva, sin sorpresas ni imprevistos (excepto todo lo que tiene que ver con la explosión de emotividad del tercio final), enteramente al servicio de la rehabilitación pública de un héroe olvidado, exponiendo de paso la cohesión, la solidaridad y el sentido de comunidad de la sociedad británica. Se supone que las audiencias saldrán confortadas en lo sentimental y reforzadas en sus convicciones éticas tras esta experiencia repleta de buenas sensaciones. Al menos eso, porque de entretenimiento poco o nada habrán podido obtener.
Esta vez le ha tocado el turno a un episodio prácticamente desconocido que tuvo lugar en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: un corredor de bolsa londinense, tras una breve colaboración sobre el terreno con refugiados en Checoslovaquia, acaba implicado en cuerpo y alma en el rescate de los niños, a quienes buscará familias en Gran Bretaña que se hagan cargo de su manutención. Todo ello sin desfallecer ni desmoralizarse ante las dificultades que encuentra a su paso (financiación, incomprensión, funcionarios). Y es que todo en Los niños de Winton es ejemplar y eficaz, empezando por los protagonistas --sin titubeos ni zonas oscuras (incluso los estirados y renuentes funcionarios británicos acaban convertidos a la causa)--, continuando con la selección de los momentos definitorios y finalizando con una narración expositiva, sin excesos estéticos o dramáticos, maximizando la comprensión y la identificación con el protagonista y con la historia. Además, la parte más dura del drama (el desamparo de unos menores que se ven separados de sus padres, aunque sea por una buena causa) está debidamente esbozado, sin recrearse en lo lacrimógeno. Un argumento que recuerda inevitablemente a La lista de Schindler (1993), pero sin la habitual carga trágica que suele añadir Spielberg, porque la intención es reivindicar la gesta de Winton y demostrar que se reconoció en vida su hazaña, incluso en la oscura Gran Bretaña de Margaret Thatcher.
Un filme, en definitiva, sin sorpresas ni imprevistos (excepto todo lo que tiene que ver con la explosión de emotividad del tercio final), enteramente al servicio de la rehabilitación pública de un héroe olvidado, exponiendo de paso la cohesión, la solidaridad y el sentido de comunidad de la sociedad británica. Se supone que las audiencias saldrán confortadas en lo sentimental y reforzadas en sus convicciones éticas tras esta experiencia repleta de buenas sensaciones. Al menos eso, porque de entretenimiento poco o nada habrán podido obtener.
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jueves, 21 de marzo de 2024
Brillante y descompensada (La zona de interés)
«El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador» (Simone Weil).
De breve e irregular filmografía, la de Jonathan Glazer, sin embargo, ha reunido una numerosa legión de admiradores, especialmente atraídos por interesantes hallazgos formales (consistentes, las más de las veces, en inocular abundantes dosis de realismo documental en medio de la ficción), aunque lamentablemente no acompañados de guiones a la altura. La zona de interés (2023) no es --en conjunto-- una excepción a esta pauta creativa; pero sí supone un gran acierto parcial que se extiende durante la primera mitad de la película. A diferencia de títulos anteriores, esta vez Glazer ha tirado de un recurso más clásico y, a la vez, infrautilizado en el cine, y que le ha valido un merecido Oscar al mejor sonido (no por su calidad técnica, sino por su uso narrativo, como debería ser siempre). Esta vez sí, La zona de interés le ha colocado por méritos propios en el mapa de las audiencias y los planetarios.
Adaptación muy libre del libro de Martin Amis --en la que Glazer ejerce de director y guionista-- se ha centrado únicamente en uno de los tres personajes principales de la novela, el que mayor impacto dramático puede tener para el público. No es una mala decisión (no sé si consciente o no), aunque su efecto tiene un alcance limitado, debido muy probablemente a la abundancia de películas sobre la Solución Final y a que los espectadores estamos bastante acostumbrados (si no anestesiados) para las imágenes que auguran. La cosa es que la historia se despliega con aplomo y comprendemos de inmediato cuál es el efecto que quiere provocar su director y cómo quiere lograrlo. Pero es como si el recurso se agotara en sí mismo en busca de un final adecuado, así que le sigue una segunda mitad que se desparrama por derroteros con escaso interés dramático (o demasiado vistos, que viene a ser lo mismo), hasta que llega un punto en que es fácil perder de vista el sentido global de la película.
El filme arranca con un larguísimo fundido en negro que funciona como una transición sensorial hacia la película: su duración exagerada tiene por objetivo atraer nuestra atención y, una vez despistados por la deliberada ausencia de imagen, focalizar nuestro oído (precisamente la clave sensorial del filme), obligándonos a estar atentos a cualquier indicio que sirva de explicación. Ese indicio son los ruidos del campo de exterminio. Una vez asimilada esta clave, surgen las imágenes y el significado estalla en nuestra mente. Será esa disociación entre imagen y sonido fuera de campo (introducido en posproducción, para que los actores actuaran como realmente se suponía que lo hacían las personas a las que interpretan) la que concentra todo el valor de la película. Se trata de un recurso similar al que empleaba otra película sobre los campos de exterminio y que no tuvo tanto éxito de audiencia, pero sí de crítica: El hijo de Saúl (2015).
En las dos películas el planteamiento, tan arriesgado como eficaz, es la renuncia: en el caso de László Nemes a enfocar directamente lo que tiene que ver el protagonista (a quien la cámara sigue a todas partes en planos largos mientras realiza su trabajo en las cámaras de gas); en el de Glazer a ignorar los sonidos que harían imposible la vida familiar en condiciones normales. El objetivo es mostrar precisamente lo que no interesa, lo que tiene lugar justamente al lado del horror, a continuación del horror. De esa negación de la mirada directa surge la mejor metáfora cinematográfica sobre el Holocausto: la imposibilidad de ver lo que ya sólo conoceremos por testimonios legados, pero también describe la actitud de mirar hacia otro lado de quienes no creyeron en su momento que aquellas cosas estaban sucediendo tan cerca de sus casas y de quienes todavía hoy niegan que algo así haya existido. Este acercamiento formal al horror del exterminio me parece la manera más radical pero a la vez didáctica de plantear el tema a audiencias que empiezan a olvidar y/o ignorar lo que sucedió en Europa entre 1941 y 1945. Este impresionante primer bloque finaliza con un fundido en rojo, después de una casi sarcástica yuxtaposición de flores donde la banda de sonido se sitúa nuevamente en primer plano... Hasta ahí, obra maestra. Luego, otra ficción más sobre Auschwitz.
El tema del Holocausto en el cine sigue gozando de una reverencia y un respeto que no veo, por ejemplo, en otros conflictos y dramas bélicos mucho más recientes y vigentes, rodeado de un aura sagrada que sólo constato casi en unanimidad para las ficciones sobre el drama judío durante la Segunda Guerra Mundial. No digo que se les considere automáticamente buenos filmes por decreto, ni se se los valore por encima de sus méritos, pero sí son preferentemente atendidos respecto a otros más actuales. Quizá haya detrás un interés legítimo o simple curiosidad ante un nuevo acercamiento a un aspecto inédito y/o no tratado aún, no lo sé. Y por descontado, también se da ese inefable morbo que atrae a las audiencias ante la reconstrucción de un mal absoluto del que es inevitable que surja un drama maniqueo, inimpugnable y al que se tolera una carga dramática adicional que no se considera de mal gusto. Esa licencia para el exceso es la que Spielberg dejó establecida para la ficción comercial en La lista de Schindler (1993), y aunque Glazer no le compra el pack completo, sí se recrea en las comparaciones silenciosas (palabras, gestos y acciones de los protagonistas de buscan, por contraste, potenciar una respuesta indignada en los espectadores).
Así que sí, La zona de interés es una buena película que se merece los premios y la atención que recibe, pero no es un hito en la filmografía esencial sobre el Holocausto. Y Glazer se mantiene fiel a su pauta artistica, igualmente brillante y descompensada.
De breve e irregular filmografía, la de Jonathan Glazer, sin embargo, ha reunido una numerosa legión de admiradores, especialmente atraídos por interesantes hallazgos formales (consistentes, las más de las veces, en inocular abundantes dosis de realismo documental en medio de la ficción), aunque lamentablemente no acompañados de guiones a la altura. La zona de interés (2023) no es --en conjunto-- una excepción a esta pauta creativa; pero sí supone un gran acierto parcial que se extiende durante la primera mitad de la película. A diferencia de títulos anteriores, esta vez Glazer ha tirado de un recurso más clásico y, a la vez, infrautilizado en el cine, y que le ha valido un merecido Oscar al mejor sonido (no por su calidad técnica, sino por su uso narrativo, como debería ser siempre). Esta vez sí, La zona de interés le ha colocado por méritos propios en el mapa de las audiencias y los planetarios.
Adaptación muy libre del libro de Martin Amis --en la que Glazer ejerce de director y guionista-- se ha centrado únicamente en uno de los tres personajes principales de la novela, el que mayor impacto dramático puede tener para el público. No es una mala decisión (no sé si consciente o no), aunque su efecto tiene un alcance limitado, debido muy probablemente a la abundancia de películas sobre la Solución Final y a que los espectadores estamos bastante acostumbrados (si no anestesiados) para las imágenes que auguran. La cosa es que la historia se despliega con aplomo y comprendemos de inmediato cuál es el efecto que quiere provocar su director y cómo quiere lograrlo. Pero es como si el recurso se agotara en sí mismo en busca de un final adecuado, así que le sigue una segunda mitad que se desparrama por derroteros con escaso interés dramático (o demasiado vistos, que viene a ser lo mismo), hasta que llega un punto en que es fácil perder de vista el sentido global de la película.
El filme arranca con un larguísimo fundido en negro que funciona como una transición sensorial hacia la película: su duración exagerada tiene por objetivo atraer nuestra atención y, una vez despistados por la deliberada ausencia de imagen, focalizar nuestro oído (precisamente la clave sensorial del filme), obligándonos a estar atentos a cualquier indicio que sirva de explicación. Ese indicio son los ruidos del campo de exterminio. Una vez asimilada esta clave, surgen las imágenes y el significado estalla en nuestra mente. Será esa disociación entre imagen y sonido fuera de campo (introducido en posproducción, para que los actores actuaran como realmente se suponía que lo hacían las personas a las que interpretan) la que concentra todo el valor de la película. Se trata de un recurso similar al que empleaba otra película sobre los campos de exterminio y que no tuvo tanto éxito de audiencia, pero sí de crítica: El hijo de Saúl (2015).
En las dos películas el planteamiento, tan arriesgado como eficaz, es la renuncia: en el caso de László Nemes a enfocar directamente lo que tiene que ver el protagonista (a quien la cámara sigue a todas partes en planos largos mientras realiza su trabajo en las cámaras de gas); en el de Glazer a ignorar los sonidos que harían imposible la vida familiar en condiciones normales. El objetivo es mostrar precisamente lo que no interesa, lo que tiene lugar justamente al lado del horror, a continuación del horror. De esa negación de la mirada directa surge la mejor metáfora cinematográfica sobre el Holocausto: la imposibilidad de ver lo que ya sólo conoceremos por testimonios legados, pero también describe la actitud de mirar hacia otro lado de quienes no creyeron en su momento que aquellas cosas estaban sucediendo tan cerca de sus casas y de quienes todavía hoy niegan que algo así haya existido. Este acercamiento formal al horror del exterminio me parece la manera más radical pero a la vez didáctica de plantear el tema a audiencias que empiezan a olvidar y/o ignorar lo que sucedió en Europa entre 1941 y 1945. Este impresionante primer bloque finaliza con un fundido en rojo, después de una casi sarcástica yuxtaposición de flores donde la banda de sonido se sitúa nuevamente en primer plano... Hasta ahí, obra maestra. Luego, otra ficción más sobre Auschwitz.
El tema del Holocausto en el cine sigue gozando de una reverencia y un respeto que no veo, por ejemplo, en otros conflictos y dramas bélicos mucho más recientes y vigentes, rodeado de un aura sagrada que sólo constato casi en unanimidad para las ficciones sobre el drama judío durante la Segunda Guerra Mundial. No digo que se les considere automáticamente buenos filmes por decreto, ni se se los valore por encima de sus méritos, pero sí son preferentemente atendidos respecto a otros más actuales. Quizá haya detrás un interés legítimo o simple curiosidad ante un nuevo acercamiento a un aspecto inédito y/o no tratado aún, no lo sé. Y por descontado, también se da ese inefable morbo que atrae a las audiencias ante la reconstrucción de un mal absoluto del que es inevitable que surja un drama maniqueo, inimpugnable y al que se tolera una carga dramática adicional que no se considera de mal gusto. Esa licencia para el exceso es la que Spielberg dejó establecida para la ficción comercial en La lista de Schindler (1993), y aunque Glazer no le compra el pack completo, sí se recrea en las comparaciones silenciosas (palabras, gestos y acciones de los protagonistas de buscan, por contraste, potenciar una respuesta indignada en los espectadores).
Así que sí, La zona de interés es una buena película que se merece los premios y la atención que recibe, pero no es un hito en la filmografía esencial sobre el Holocausto. Y Glazer se mantiene fiel a su pauta artistica, igualmente brillante y descompensada.
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