viernes, 14 de diciembre de 2018

La pobre inocencia de la gente (Roma)

En primer lugar, el título: me da la sensación de que esta vez Alfonso Cuarón no se ha atrevido a titular su película Roma (2018) con la palabra que mejor le va; ha preferido ocultarla burdamente (gracias también el azar biográfico que hizo que su barrio de juventud se llamara así) y evitar anticipar el estado de sentimientos del espectador. Además, si empleara esa palabra oculta Cuarón tendría que sacarnos de nuestro prejuicio antes de conmovernos. Es más, pienso que hay otra razón más profunda: un cierto pudor le impide llamar a determinadas cosas por su nombre, sin adjetivos, sin ironías interpuestas, sin comodines, sin distracciones. No ha querido y no ha querido, eso es todo.

Roma es un filme intenso, demoledor, duro, difícilmente cuestionable. No es una obra maestra, pero debería llevarse todos los premios a la sinceridad que haya. Y luego está el mérito técnico y narrativo, por supuesto. Cuarón es un enamorado de la toma larga y del plano sostenido, le gusta demorar el corte y dejar que la interpretación y la situación se vuelvan tensas, insostenibles, resolutivas. Roma no es una excepción, pero en lugar de llevar la cámara al hombro a todas partes --como hizo en Hijos de los hombres (2006)-- o de liberarla de todos los ejes posibles gracias a la virguería digital --como hizo con Gravity (2013)--, esta vez ha preferido imitar a Hanecke: la cámara queda fija en su posición y como mucho gira a un lado y a otro, arriba y abajo, desplazándose lateralmente, aunque esto obligue a retos adicionales en cuanto a técnica y a composición de plano (la escena de la manifestación y la de la playa).

En Roma la narración surge a partir de todo lo que queda encuadrado en esos desplazamientos prefijados; la diferencia es que con Cuarón las escenas no capturan a personas que aparecen y desaparecen o captan sucesos entrecortados, sino que casi todo son planos compuestos, con más de un centro de interés (ya sea para despistar o por puro derroche narrativo). La cosa es que Roma, a pesar de la historia tan mínima y lineal que propone, está llena de matices y elementos añadidos que la dotan de una fuerza increíble (además de la que ya aporta el estar rodada íntegramente en 65mm). En los filmes de Cuarón, tan importante como lo que atraviesa la pantalla (como en aquellos míticos planos secuencia del director húngaro Miklós Jancsó (1921–2014), en los que el espectador asistía embobado ante la cantidad de cosas que era capaz de embutir aquel hombre en un mismo espacio y en una sola toma), son las cosas que intuimos que se quedan o ha sido dejadas adrede fuera de la pantalla. En ese sentido, Roma bordea conscientemente un abismo de sentimientos absolutos al que su director y guionista no se lanza por contención y buen hacer narrativo.



Roma exhibe un centro de gravedad dramático claramente escorado hacia el último tercio de película, delimitado por dos escenas clave que centrifugan y matizan el significado de todo lo que hemos visto hasta ese momento y --¡por fin!-- establecen el tono y el tema sobre el que ha transitado sin declararlo explícitamente el argumento. Son dos escenas en plano continuo en las que, de entrada, nos dejamos encandilar por su mérito técnico: en la primera la cámara se desplaza libremente, como en los filmes más emblemáticos de Cuarón, hasta que sin previo aviso se clava ante una situación demoledoramente dolorosa, tan dolorosa que se vuelve impúdica, desarmante, devastadora. Aun así, nos invade el mismo dilema desgarrador que sufre su protagonista: queremos alejarnos pero también seguir ahí; aferrados a lo que no será y, al mismo tiempo, a lo que no hemos querido que sea. Es una escena que me impactó profundamente, un fragmento que consigue expresar en imágenes el primer dolor que experimentamos como seres humanos, una clase de dolor intolerable del que ya no nos libraremos y con el que habremos de convivir. Puede que logremos esconderlo, ignorarlo por un tiempo, pero nunca soslayar sus secuelas.

La segunda escena es un elaborado travelling lateral --tozudo, inacabable-- en el que todos los elementos anuncian sin tapujos que algo trágico va a pasar, que la historia va a dar un vuelco terrible; hasta que de repente desemboca en un detalle imprevisto que libera y destila el dolor que arrastramos de esa otra escena. Esta resolución revela al fin los sentimientos más íntimos de la protagonista, que se han desparramado por todo el filme, aunque sin dar opción a que ella los exprese directamente: todo ha sido pura mostración, recuerdo, acumulación de vivencias en este mundo y contra las cuales debemos blindarnos. No quiero dar pistas sobre su contenido, para dar a otros la opción de que les atrapen y conmuevan como a mí.

La pobre inocencia de la gente (como decía la canción aquella), mostrada con delicadeza, sin imposturas, es la que más nos desarma y conmueve. Ante el relato que propone Roma, cuesta aceptar que el amor sea algo tan vasto y tan inconcreto y que, al mismo tiempo, ciertas variaciones mínimas de ese mismo amor puedan significar la diferencia entre el más puro bienestar interior y la aflicción más íntima y desgarradora. Además de todo esto, Cuarón viene a decir que si hay una cosa segura en esta vida es que el amor, sea de la clase que sea, no modificará en absoluto nuestra existencia material.


martes, 27 de noviembre de 2018

Lección de historia y de estilo (La muerte de Stalin)

Vi el trailer de La muerte de Stalin (2017) y pensé que sería la típica comedia conservadora que busca el lado cómico a un acontecimiento que sólo el tiempo y la distancia (física e ideológica) pueden convertir en algo digno de parodiar; algo así como la clásica humorada amable con cadáver de por medio y un montón de tipos ridículos alrededor. Como no duró lo suficiente en cartelera creí confirmada mi primera impresión, pero entonces un amigo me comentó lo mucho que le había sorprendido y, como solemos coincidir en gustos cinematográficos, me hice con una copia para revisar mis sentimientos. Y tuve que revisarlos a fondo, porque el filme es vitriolo puro...

Producida en Francia y basada en una novela gráfica del mismo título de Fabien Nury y Thierry Robin, La muerte de Stalin es una dura e inmisericorde parodia sobre con los mediocres patanes que gobernaban la antigua URSS, y que a principios de los años cincuenta habían logrado que el país entrara en paranoia y en manía persecutoria por culpa de una idea deforme acerca de la lealtad ideológica y política, incluso de pensamiento; desembocando en un modo de producción de purgas, deportados y asesinatos en masa. Un terror de Estado comparable al Thermidor de la Revolución Francesa en 1792 o al régimen de los jemeres rojos en Camboya durante 1978 y 1979. Pero la película no escarba en el drama humano ni en la crónica histórica al servicio de una denuncia política, sino que la muerte del dictador sirve para hacer una vivisección demolerora sobre el temor del pueblo a la deportación y un retrato de la indigna patulea de gobernantes próximos a Stalin: Beria, Khrushchev (Steve Buscemi), Malenkov, Molotov (ex-Monty Python Michael Palin) y un inefable mariscal Zhukov (interpretado espléndidamente por Jason Isaacs)... Rivalizando todos en ridiculez y estupidez a medida que transcurren los minutos.



La distancia temporal y el hecho de que sabemos cómo acabó el experimento comunista permite que disfrutemos de una comedia más negra que cualquier agujero negro supermasivo conocido. No sólo es la desopilante verificación de la muerte de Stalin a costa de unos cuantos chistes sobre funciones corporales, es que incluso las ejecuciones sumarias son motivo de un gag recurrente y original. Y por supuesto los diálogos de las intrigas por la sucesión: cada frase es un dardo, una ironía sangrante, un comentario cínico basado en un hecho histórico. Y, de remate, el carácter grotesco y ridículo de todos miembros del Presidium soviético, hecho de miedo a la traición, a quedar descolgados del poder o, simplemente, a no poder salvar el culo de cualquier manera. Todo narrado a la velocidad de la luz, sin dar respiro al espectador, el cual únicamente debe dejarse llevar por la inercia de una comedia muy bien manejada. Un filme brillante en todos los aspectos.

El indudable estilo Coen de la película hizo que me documentara a mitad de película, y todo acabó de encajar: se trata del segundo largometraje de Armando Iannucci, el segundo tras su brillante debut en la dirección con In the loop (2009). Iannucci es el típico producto del humor político británico: graduado en literatura inglesa por Oxford y sólida formación humanística, gracias a la cual explotó al máximo su corrosivo sentido de la parodia en la radio o en la aclamada comedia televisiva The thick of it (2005-2012). De hecho, un punto de vista tan ácido y a la vez realista de la actualidad política suele ser fruto de la estricta moralidad de su autor, un detalle que no suele trascender a la narración, pero que queda latente en el espectador, que se ve forzado casi siempre a reflexionar ante la base real de un tono tan irrespetuoso y directo. Artistas como Ianucci, por su formación y trayectoria, son los mejor situados para detectar los puntos débiles de un sistema que presume de compacto, y también para poner de vuelta y media lo más sagrado de nuestra historia política. Estoy persuadido de que los historiadores de formación son auténticos profesionales del sarcasmo en potencia, un filón que los medios deberían explotar convenientemente.

En definitiva, una película de la que disfrutarán los fans del cine sarcástico y de los buenos guiones; el resto, los que prefieren el humor amable hecho a base de equívocos, después de superar la conmoción inicial ante tanta incorrección política y social, podrán divertirse con la versión no del todo infiel de la demencial sucesión de un miserable cadáver.


jueves, 15 de noviembre de 2018

Fragmentos de un padre en disolución (Somewhere)

Sofia Coppola venía de llamar la atención con Las vírgenes suicidas (1999), reventar de éxito con Lost in translation (2003) y de revelar (modernizado) el legado paterno en su estilo cinematográfico con Maria Antonieta (2006), una especie de experimento en la línea de Corazonada (1981) --aunque bastante mejor culminado que la de su padre-- y que es su filme más inclasificable y arriesgado. Todo esto para recalar, cuatro años después, en Somewhere (2010), el filme más sutil, complejo y resistente al etiquetado unívoco que ha realizado hasta ahora. Con él, Coppola recuperó el tono y el distanciamiento narrativo perfectos de Lost in translation, pero esta vez con una historia más probable y con más posibilidades de desplegarse en detalles.

Como hija de celebridad sabe perfectamente cómo viven la adolescencia los hijos de los famosos: los viajes, el derroche, el lujo cotidiano convertido en algo doméstico, la incomunicación, el picoteo social impuesto... Cleo tiene once años y es la hija de Johnny Marco, un actor de Hollywood en un buen momento de su carrera. Como todo famoso y padre divorciado, no tiene una relación demasiado fluida con su hija, de la que se ocupa lo justo, sin preocuparse de las miserias que deja entrever en sus momentos de convivencia. Hasta que un día Cleo tiene que pasar unos días más de los habituales con su padre y algo prácticamente imperceptible se trastoca...



El filme está indudablemente anclado al punto de vista de Cleo (prometedora Elle Fanning), y aunque su personaje no está presente durante buena parte de la historia, el punto de vista del narrador externo está asimilado a una mirada ajena como la de ella. Coppola se toma su tiempo --quizá demasiado-- para retratar el día a día y el carácter de Johnny: numeritos de softporn en la habitación, picoteo sexual con toda clase de conocidas y desconocidas, apretada agenda de promoción de su última película... Pero aun así es un hombre que se aburre, sin metas ni intereses, para quien las fiestas y los hoteles sirven para llenar sus propios días sin huella. En ese vacío repleto irrumpe Cleo temporalmente y de pronto todo cambia con una naturalidad pasmosa: las diversiones morbosas se interrumpen, los encuentros sexuales son debidamente ocultados con más o menos eficacia, y un montón más de cosas se imponen para llenar el tiempo entre ambos (actividades extraescolares, videojuegos, caprichos...). Aunque entre todas ellas destaco la involuntaria perversión y aceleración de la adolescencia que estimulan los acompañantes de Johnny con los que traba contacto Cleo. Todos la tratan como la mujer que aún no es, sin preocuparse de conocerla ni de adaptarse a su nivel de madurez. Quizá esa es una de las razones por la que muchos hijos e hijas de famosos no parecen demasiado centrados; quizá es algo de lo que escapó la misma Sofia...

Esa forzosa imposición de horarios que provoca Cleo es la que llena la segunda parte de la película, sin revelar apenas la evolución interior de Johnny ni remarcar los cambios a base de diálogos y/o momentos definitorios. La paternidad es, de pronto, un interesante objetivo vital no buscado pero sencillo y llevadero. Por contra, la ingenuidad y la precoz madurez de Cleo establecen un fuerte contraste --entre divertido y reflexivo-- con el carácter de su padre, y también se sitúa en primer plano el desconocimiento de Johnny en todo lo relativo a su hija, a la que trata como si fuera una niña. Cleo parece inasequible a ese mundo al que se asoma de repente y que, en apenas dos años, será el suyo, aunque el desarrollo de la historia demuestra que Coppola está más interesada en los efectos de estos cambios sobre su padre. El factor edad y la experiencia de vida son los dos abismos que les separan.

En definitiva: ritmo deliberadamente lento y pausado, escenas que se alargan más de lo acostumbrado, dando tiempo al espectador para que extraiga más significados de los que los materiales dramáticos sugieren; la misma fórmula de éxito que ya aplicó en Lost in translation y que la aproxima --sin saberlo, sin buscarlo quizá-- al estilo de ciertos directores independientes europeos.


lunes, 29 de octubre de 2018

A propósito del pasado (Todos lo saben)

Tarde o temprano tenía que pasar: tras encadenar una serie envidiable de filmes, todos ellos rebosantes de calidad, de demostrar que se encontraba en un momento álgido de inspiración creativa, alguno tenía que evidenciar un pequeño bajón. Un bajón que no es atribuible a un guión flojo o desequilibrado (de hecho, contiene la habitual contundencia en cuanto a argumento y a caracterización de personajes), sino a la constatación de la dificultad de su cine para adaptarse a otros contextos, no ya culturales, sino de simple ambientación; algo que ya se hizo evidente en El viajante (2016). No es que Farhadi sea incapaz de cambiar de registro, es que ya le funciona bien el que domina y no tiene necesidad de cambiarlo. Por eso ahora que se ha venido a España a rodar Todos lo saben (2018), además de contar con el mejor reparto de actores --encabezados por Bardem y Cruz-- se ha limitado a recoger de nuestro entorno aquellos elementos que encajan mejor en sus dramas, sin importarle si para el espectador local resultan tópicos, demasiado vistos o simplemente cogidos por los pelos. Lo importante para el cineasta iraní es que todo el conjunto funcione como los dramas contundentes que le gusta componer.

En realidad, todos estos elementos no están demasiado lejos de los que marcaron su anterior etapa iraní: familia extensa y/o con fuertes lazos familiares de honor/compromiso; entorno rural más o menos tradicional; cortocircuito trágico provocado por el contraste entre la posición de cada cual dentro del árbol genealógico y su situación socioeconómica respecto al resto... Todo ello concentrado en un tiempo y lugar muy concretos y muy teatrales: una reunión familiar con motivo de una boda. El choque emocional está servido a partir de estos tres ejes: el generacional, el de la prosperidad económica y un pasado no debidamente digerido ni revelado.



Porque lo importante en Farhadi --y Todos lo saben no es una excepción-- es el despliegue del drama, la multiplicidad de puntos de vista, las motivaciones ocultas, las ambigüedades, la imposibilidad de conocer la verdad acerca de los sucesos del pasado. De la tensión al límite que todo esto proporciona irá surgiendo cada escena: acumulando dudas, abriendo nuevos frentes, desparramando posibles interpretaciones... Esta vez, sin embargo, la historia no acaba de atrapar como las anteriores: está bien seleccionada, bien desarrollada, pero quizá en esta ocasión se apilan demasiados giros, algunos ciertamente anticipables por el espectador. Y por último ese final abierto (quizá demasiado abierto) característico del iraní en el que se diluyen las tramas por incomparecencia. Ya estamos acostumbrados a que Farhadi nos prohíba acceder a los motivos últimos, o nos impida establecer una cadena de acontecimientos hecha de certezas que sólo encajan al final, pero es que esta vez casi todo queda suelto. Excepto la trama sentimental de Bardem y Cruz, todo lo demás queda interrumpido sin más, quizá porque en realidad se trataba de simples complementos, adornos, despistes...


domingo, 14 de octubre de 2018

La tentación y la ambición (Happy end)

El tema está ahí, siempre agazapado, a disposición de quienes acepten un reto tan desmesurado: la crítica a la modernidad bien fundamentada y dramatizada en una obra de arte. Nos tienta (y mucho) poner al descubierto y/o ridiculizar nuestras inconsistencias como seres humanos, las contradicciones de la economía de consumo capitalista y, por descontado, denunciar los hilos rojos que mangonean nuestra ética social y moral. Cuando el reto lo asume un recién llegado al oficio se detectan enseguida los errores, fruto de la impaciencia; y un estilo que raza vez esquiva la grandilocuencia, la pretenciosidad: demasiados diálogos de sobremesa, citas de intelectuales y charlas sobre libros; ausencia de escenas definitorias y de personajes que encarnen cada postura en liza y, sobre todo, un estilo entre pretencioso y pomposo a base de experimentos narrativos. Cuando lo aborda un artista en plena madurez hay más posibilidades de dar con el tono y el relato adecuados, pero el éxito no está desde luego garantizado: el resultado puede ser una obra maestra como Héroe por accidente (1992) o una patochada sin pies ni cabeza con apariencia de juicio analítico y demoledor como La gran belleza (2013).

Pero cuando las ganas de poner todo de vuelta y media te pillan después de haber logrado un gran prestigio gracias a unos cuantos títulos (que han alineado a expertos y amplias audiencias) que diseccionan parcialmente algunas de las peores miserias de la humanidad, y donde una deliberada concreción a un lugar y tiempo avalan la contundencia y profundidad de su carga crítica: Funny games (1997 y 2007), La pianista (2001), La cinta blanca (2009), Amor (2012). Entonces, cuando la licencia para criticar es más conveniente y esperada que nunca, resulta que la edad y/o el propio ciclo creativo descendente te juegan una mala pasada: un punto de vista generacional que hace que se pierda la perspectiva, dispersión y acumulación de elementos que se quieren poner en la picota, fiarlo todo a las interpretaciones de actores y actrices consagrados. Esas películas-legado quieren decir demasiadas cosas en poco tiempo y la denuncia queda diluida. Sin embargo, esa misma veteranía que podría suponer un problema, cuando viene acompañada de un estilo que ha demostrado sobradamente su eficacia dramática (capaz de repeler, escandalizar o, esto ya es el colmo, provocar la reflexión en el espectador), en ese caso, aunque de ahí salga un filme incompleto, insuficiente o fragmentario, merece la pena prestarle atención y ver qué hace con la mala leche que lo puso en marcha en su día. Es esa dolorosa descompensación la que exhibe Michael Haneke --para muchos el cineasta vivo más influyente del cine mundial-- en Happy end (2017), una especie de compendio estilístico de sus mejores filmes, esta vez puesto al servicio de un deslavazado inventario de miserias contemporáneas (la sobreexposición de la intimidad en las aplicaciones sociales, los prejuicios clasistas que finjimos no tener, la frialdad y el distanciamiento en el trato con los niños y adolescentes, los intereses personales). Un filme cien por cien Haneke en el que, por desgracia, la lucidez y la transparencia no son suficientes para quebrar nuestra autocomplacencia, pero sí para dejar a la vista aciertos parciales y manifiestos desequilibrios.



Durante los primeros minutos parece que los dardos se dirigen contra el uso exhibicionista y obsceno que hacemos de los móviles, para luego dar paso a una toma fija en la que el encofrado de una obra cede y se desmorona. Nuevo giro. Ahora la cosa parece que va de desigualdades sociales y de los viejos despropósitos de la economía de mercado. Nuevo frente: el abismo de incomprensión que hemos abierto ante nuestros hijos, convertidos de pronto en desconocidos. Luego sobre cómo fingimos vivir en un mundo sin desigualdades, de parafilias y de impulsos de muerte sobrevenidos. Hanecke desparrama su mirada desapasionada sobre multitud de asuntos, focalizándolos en una misma familia: no es solo que su dinero les proteja de las miserias del mundo, sino que además no tienen ni idea de por qué actúan como lo hacen. Un punto de vista y un montaje cuidadosamente neutros (deliberadamente ausentes de juicio moral), como es habitual en el cineasta alemán, son los instrumentos en los que se sostiene la narración. Todo queda expuesto con una naturalidad postiza, con la máxima distancia que permiten los espacios donde transcurre el relato. Si acaso, en Happy end hay que destacar respecto a otros títulos la luminosidad de los espacios y la delicadeza de unos pocos movimientos de cámara.

En cuanto a las interpretaciones destaco, incluso por encima de mi admirada Isabelle Huppert, la de un Jean-Louis Trintignant atrofiado por el dolor de su enfermedad (y que ha provocado que este sea, por decisión suya, su última película), en un papel demasiado cercano a su realidad vital. Un anciano desilusionado, de vuelta de todo, que de pronto se topa con una joven adolescente que exhibe impulsos idénticos por razones que ni ella misma es capaz de verbalizar. Quizá este sea el centro de este drama asimétrico, convirtiendo todo lo demás en meros apuntes, esbozos sin continuidad, pequeños saltos en el relato que un guión más elaborado se habría tomado más tiempo para presentar. Pero parece que a Hanecke le interesa ir directo a las heridas, a describirlas como él sabe, desentendiéndose de la trabajada contundencia de los títulos que han cimentado su fama.

Al final, todo lo que queda de Happy end es un destilado puro de narración sin apenas relato, una crítica tan vasta que apenas deja rastro en cada uno de los zarpazos que intenta. Aun así, gracias señor Hanecke.




viernes, 5 de octubre de 2018

Acerca de las mujeres y algunos de sus tópicos sobre los hombres (Conociendo a Jane Austen)

Un amigo me recomendó Conociendo a Jane Austen (2007) porque trataba sobre clubes de lectura (frecuento uno sobre cine y literatura desde hace años) y porque todas las protagonistas le habían parecido muy atractivas; y estaba convencido de que ambas cosas me gustarían. Decidí verla por ambas razones, pero añadí una tercera razón: que casualmente Jane Austen es una autora que admiro mucho. Después de verla reconocí que mi amigo me tenía calado. Sin embargo, hubo un cuarto factor --imprevisto-- que contribuyó a que disfrutara aún más de la película: el morbo arrollador que emana el personaje interpretado por Emily Blunt.

Además, es una película dirigida por una mujer de un género fabricado mayoritariamente por hombres que objetivizan un retrato deformante y minusvalorador de la mujer, sesgado por el patriarcalismo, el paternalismo y el machismo. La comedia romántica ha contribuido --hasta el punto de resultar preocupante por las secuelas que deja en adultos y, sobre todo, en adolescentes, que pueden tomar las pautas amorosas y de relación de estos filmes como La Realidad (ele mayúscula, erre mayúscula)-- a universalizar la absurda idea de que las mujeres deben ser atractivas, delgadas, estar disponibles, esperar que los hombres las rescaten de su soltería, resuelvan sus problemas y/o traumas y, aun así, seguir siendo ellas mismas (un oxímoron irresoluble: o son ellas mismas o se amoldan a todas esas imposiciones sociales). La dirección femenina, Jane Austen como centro de gravedad de la acción y un reparto coral de mujeres de toda condición prometían un giro interesante a los tópicos de argumento y de personajes en un género caracterizado por la irrealidad, la superficialidad, el encasillamiento y la gratificación emocional sin esfuerzo.

Lo cierto es que Conociendo a Jane Austen no consigue darle a vuelta a toda esta tradición cinematográfica casposo-testosterónica, más bien revela algunos interesantes tópicos femeninos sobre los hombres, demostrando que no es simplemente cuestión de un punto de vista narrativo anclado a una visión masculina o femenina de las cosas y las personas, sino de encajar o de romper los moldes de un género atrapado en una serie de mitos que son los que son. Revolucionar un género a estas alturas es difícil, y si quieres saltarte las normas o añadir otras nuevas probablemente acabes saliéndote del registro que querías actualizar y/o aterrices en la inmensa zona gris del cine de autor. La directora --Robin Swicord, responsable de los guiones de Mujercitas (1994), Memorias de una geisha (2005) y El curioso caso de Benjamin Button (2008)-- debuta en el cargo con este título y demuestra tener bastantes cosas que decir sobre lo que también debería incluir la nueva comedia romántica: de entrada, mostrar a las mujeres como personas fuertes y con las ideas claras, y de paso a hombres desnortados y patéticos (que los hay a patadas); pero se atasca en los tópicos, esta vez femeninos: la inquebrantable solidaridad femenina, sus constantes (y falsos) debates sobre hombres (como si no hablaran de otras cosas cuando están sin ellos), la búsqueda de la media naranja casi como único objetivo vital... A pesar de esta extraña mezcla de innovación y clasicismo rancio, el filme consigue distinguirse de la mayoría de títulos similares, aunque sin arrasar en cuanto a originalidad y desenlace.



Conociendo a Jane Austen le da la vuelta al esquema clásico de hombres sensibles y seguros de sí mismos que se lanzan a la búsqueda de la chica guay/maja en las junglas urbanas contemporáneas. Aquí ellas son ellos y viceversa. Por ese motivo los hombres son los personajes más interesantes, ya que revelan los anhelos y los arquetipos que ellas parecen proyectar sobre nosotros:

1. Daniel --interpretado por Jimmy Smits-- es el típico marido que, ahogado en la rutina del matrimonio, busca reactivar su vida sexual con una compañera de trabajo más joven. Es una persona que ha perdido la perspectiva y olvidado las bondades de la mujer que le ha dado hijos y ayudado a llegar donde está. Precisamente por su egoísmo y su ceguera, debe purgar sus errores para darse cuenta de que ha abandonado lo que realmente necesitaba y quería. Así que debe asistir al fracaso --más que previsible según su destrozada ex-- de su aventura con la otra mujer y, para revalorizarse como ser humano y como marido en una posible reconciliación, demostrar la sinceridad de sus sentimientos antes de admitir su cagada, pedir perdón y ser admitido de nuevo en el hogar conyugal. En estos casos, un período de celibato voluntario tras la ruptura con La Otra (ele mayúscula, o mayúscula) y certificado de primera mano por una buena amiga (pero ojo, sin que él haya tenido nada que ver en ese testimonio) es obligatorio. Es complicado y endiabladamente rebuscado desde el punto de vista masculino, pero absolutamente eficaz para el femenino.

2. Dean --Marc Blucas-- es un marido bruto y testosterónico que no atiende ni entiende la sensibilidad de su esposa --Prudie, perturbadora Emily Blunt-- que ante los continuos desplantes y decepciones que le proporciona (y también porque, a consecuencia del distanciamiento con su marido, está más caliente que el pico de una plancha), se plantea obtener lo que le falta con uno de sus alumnos del instituto donde da clases. Dean sólo vive para su trabajo, los deportes televisados y sus entretenimientos solitarios; lo que haga su mujer es anecdótico, invisible, ridículo (es profesora de francés y desea por encima de todo conocer París). Por eso Dean también debe atravesar su propio purgatorio: experimentar el constante rechazo de Prudie, aceptar que no la comprende y, sólo entonces, renegociar unas normas nuevas para su matrimonio, marcadas por la ternura y la cultura (como por ejemplo disfrutar juntos de la literatura, empezando, como no puede ser de otra manera, con un libro de Jane Austen).

3. En cambio, Grigg --Hugh Dancy-- no necesita ajustes para encajar en el mundo femenino porque es prácticamente perfecto: joven, rico --tiene una empresa de software-- sensible, culto, con el punto justo de frikismo encantador (lo que le sitúa claramente en territorio heterosexual), sincero, sin dobleces ni ironía en sus pensamientos y opiniones... y, por supuesto: es guapo sin ser consciente del efecto que eso provoca en las mujeres. Grigg aterriza por casualidad en el club de lectura de Jane Austen porque le gusta Jocelyn (Maria Bello), aunque ella quiere usarlo para que ponga otra vez en el mercado a su amiga recién divorciada Sylvia (Amy Brenneman), abandonada sin compasión por Daniel. El hecho de que le traten como un objeto (igual que los hombres a las mujeres en las comedias románticas hechas por hombres) es uno de los elementos renovadores y empoderadores que propone el filme. Sin embargo, toda esa modernidad no es más que un medio para que dos amigas pongan a prueba su amistad cuando se interpone un hombre entre ambas. Jocelyn y Sylvia se comportan de forma modélica en su trato con Grigg, demostrando que, antes que los hombres, están las amigas. Sí, ellas nos cosifican, pero porque hay un fin superior detrás, somos un eslabón dentro de un proceso de reafirmación de una amistad que no atisbamos como debiéramos. Bienintencionado, pero tópico.

4. Por último, Allegra --también perturbadora Maggie Grace-- ofrece el contrapunto lésbico al catálogo de posibles relaciones al alcance las mujeres. Es la hija de Daniel y Sylvia y su carácter y su comportamiento está más cerca del rol masculino que del femenino --es impulsiva, desinhibida y alocada--, pero demuestra entrega y sensibilidad desde el primer minuto de las relaciones que emprende sin pensárselo dos veces. Todas esas probaturas de Allegra --como hacen los hombres en las comedias románticas clásicas-- son experimentos que le permiten aislar la clase de mujer que le conviene. Por eso encuentra el amor en el lugar más insospechado. Allegra es el personaje que sirve para demostrar que las mujeres, en la mayoría de ocasiones, buscan lo mismo que los hombres, y que la orientación sexual no tiene nada que ver con todo eso.

Daniel y Dean son dos hombres que han accedido al mundo femenino pero que requieren modificaciones para encajar y poder quedarse en él, y a cambio obtener una deliciosa vida social y buen sexo. Sin embargo Grigg, que todavía no ha entrado del todo en ese mundo estrogénico --no se ha enamorado--, aunque exhibe precondiciones, debe demostrar que es sincero en sus intenciones y merecedor de confianza. En cierta manera también debe ser modificado, pero no por culpa de un error previo, sino porque aún no ha revelado adónde quiere llegar. El matiz es muy importante. Es más, Grigg sólo consigue a la mujer que ama gracias a la intervención de una de sus hermanas, que lo avala como hombre bueno y futuro buen marido. En corto y claro: todo lo que tiene que ver con los hombres es supervisado y certificado, de una forma u otra, por las mujeres, con una sutileza y un encanto que los hombres somos incapaces de percibir.

Todos estos detallitos el público los absorbe con naturalidad, gracias al guión y a la buena definición de personajes. El humor y el drama están bien equilibrados, como se espera de este género; la diferencia es que Conociendo a Jane Austen aporta un nivel poco habitual de profundidad sicológica gracias a la base literaria que le sirve de columna vertebral. Hay que estar muy atento para establecer los paralelismos entre las protagonistas del filme y las de las novelas de Austen, porque se presentan mediante diálogos vertiginosos durante las escenas de debate en el club de lectura (se echan de menos momentos definitorios que certifiquen estas situaciones). Haber leído a Austen ayuda bastante a reconocer --aunque sea de forma intuitiva-- todos estos detalles.

Sin embargo, todos estos méritos se diluyen peligrosamente en un final excesivamente complaciente y conservador: la recompensa les llega a todas las protagonistas encontrando pareja. La felicidad y el amor son el premio a su coherencia y sinceridad respecto al trato con los hombres (descartando amantes egoístas o insensibles), y mujeres en el caso de Allegra. Una rancia moraleja, canónica y acorde con el género en el que se incluye, pero decepcionante respecto al novedoso punto de vista femenino que ha alimentado la historia. Es como si la amistad entre mujeres sólo pudiera florecer o culminar cuando todas consiguen emparejarse. Tampoco hemos evolucionado tanto en esto...




miércoles, 12 de septiembre de 2018

¿Qué puñetas es el cine? 11. El estilo Posclásico (y 4)

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético
6. La narración paramétrica
7. El estilo en el cine contemporáneo
8. El estilo Posclásico (1)
9. El estilo Posclásico (2)
10. El estilo Posclásico (3)

Aunque no es el único género al que alcanza sus aportaciones, el cine de acción sin apenas narración es el desarrollo técnico y narrativo más visible y eficaz del Estilo Posclásico (EP), una especie de seña de identidad de las películas comerciales, taquilleras y de más éxito entre el público.

El EP se caracteriza por su aprovechamiento sin complejos de todo recurso que mantenga y/o demuestre su eficacia, aunque sean del Estilo Clásico (EC) --el montaje alternado--, o la introducción sistemática de ajustes en otros que han perdido lustre --aceleración del ritmo--. De la combinación de ambas estrategias surge el recurso estrella del género: el whammo, una explosión de acción física que hace avanzar la historia, mientras que los escasos diálogos que contienen son simples encadenamientos de chistes, comentarios o informaciones necesarias para comprender la historia. Los libros de estilo de Hollywood aseguran que, para mantener la atención del público, deben producirse cada 10 minutos; y aunque este esquema no lo cumple ningún título, muchas de las películas de acción de las dos últimas décadas tienden claramente a esta estructura: Rambo. Acorralado parte II (1985), Speed (1994), Independence Day (1996), Payback (1999), El caso Bourne (2003), Master and Commander: al otro lado del mundo (2003); aunque la que ha marcado tendencia es La jungla de cristal (1988).

El uso combinado de la profundidad de campo con grandes angulares que hicieron los cineastas de los setenta y ochenta (Robert Altman, Bob Fosse, Milos Forman, Brian de Palma, Steven Spielberg, Francis F. Coppola) cristalizó en el EP en la utilización habitual de primeros planos y de movimientos de cámara. En el EC, cuando una escena requería un montaje rápido, los directores disponían de una amplia gama de encuadres para remarcar las expresiones faciales (por ejemplo pasar de un plano americano a un primer plano medio); pero la tendencia adoptada por el EP es arrancar la escena en un punto de la escala más cercano a la acción (por ejemplo, el primer plano medio), por lo que los encuadres más alejados respecto al elegido para el inicio de la escena quedan descartados de entrada. El resultado es que con el EP, en la práctica, se dan menos opciones de encuadre y es inevitable acabar casi siempre en un primerísimo plano. Por otra parte, el recurso a planos más abiertos no se hace para situar espacialmente una escena (como hacía el EC al comienzo de cada una), sino para puntuarla, oxigenarla de tanto plano cercano. Este «empobrecimiento» en los encuadres es uno de los efectos colaterales de una narración que tiende a priorizar la acción por encima de otros elementos.



La misma reducción de opciones se observa en la gama de lentes utilizadas: entre 1910 y 1930 la más usada en Hollywood era la de 50mm (las de 100-500mm eran para primerísimos planos); mientras que el gran angular (25-35mm) se reservaba para cuando los directores preferían tomas largas y compactar varias líneas de acción en un mismo encuadre, como hizo Orson Welles en Ciudadano Kane (1941). Directores como Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn recuperaron esta técnica en los sesenta, combinándola con otros elementos técnicos inexistentes en el período clásico: el zoom, las cámaras reflex y el telecine. El uso sistemático que ha hecho el EP de estos recursos ha acabado por dar lugar a lo que se denomina plot lens: asignar narrativamente un objetivo de cámara a determinados momentos narrativos. Lo empleó por primera vez Sidney Lumet en Doce hombres sin piedad (1957), consolidándose de en las décadas siguientes por su capacidad para ordenar de forma natural tramas y distintos tipos de personajes: Gente corriente (1980) de Robert Redford o The paper (Detrás de la noticia) (1994) de Ron Howard.

En cuanto a la manipulación del tiempo, el EC recomendaba no desordenar la historia. Aun así, las películas lo hacían a menudo (básicamente por medio de flashbacks perfectamente marcados técnica y fotográficamente en su inicio y final, para no despistar al espectador), para completar así fragmentos que la historia había escamoteado por necesidad, y siempre motivado a partir del recuerdo de un personaje (a veces incluso incorporando sucesos a los que era imposible que hubieran asistido); y nunca directamente, como un procedimiento directo de la narración. A partir de los años sesenta, además de los saltos atrás, se incorporan saltos hacia adelante, adelantando acontecimientos futuros (flashforward). En el EP, el flashback se sigue considerando el producto de la memoria de un personaje, pero también una reconstrucción consciente (por ejemplo, un abogado que reconstruye un suceso en un juicio), llegando a conformar relatos con estructuras bastante complejas: acontecimientos mostrados desde diferentes puntos de vista y sin orden cronológico --El fin del romance (1999)--, líneas de acción inacabadas o hipotéticas --Pena de muerte (1995)--, historias paralelas sin conexiones causales que pretenden, indirectamente, suscitar un significado en el espectador --Noche en la tierra (1991), Flirt (1995), Las horas (2002)--. El espectador ya no necesita que le marquen el inicio y el final de estos saltos en el tiempo, asume que la historia circula adelante y atrás mientras él se encarga de encontrar un patrón que explique los acontecimientos mostrados. Esta es la prueba definitiva de la madurez del público cinematográfico en este siglo XXI: asumir el relato cinematográfico como algo abierto, desordenado, conflictivo y no siempre transparente. Rashomon (1950), Atraco perfecto (1956), Reservoir dogs (1992) y Atrapado en el tiempo (1993) marcan el principio y la consagración de este recurso narrativo para todas las audiencias y géneros. Es más, la televisión ha acabado normalizando esta estrategia, de manera que no se asocia necesariamente a relatos vanguardistas o filmes de autor: un episodio de la temporada 9 de Seinfeld (1989–1998) está narrado íntegramente a la inversa (empezando con los créditos finales), y otro de la temporada 2 de Cómo conocí a vuestra madre (2005–2014) sigue el mismo patrón de causalidad inversa usado en Memento (2000).

Los créditos iniciales se han hecho más flexibles con el EP: pueden comenzar antes de la acción misma, proporcionar un rompecabezas previo a la trama principal --los ya clásicos prólogos de James Bond-- o una narración neutral de la historia de la que se desarrollarán variantes --Atrapado en el tiempo (1993)--. Ya en los noventa, los créditos introducen la acción sobre una banda sonora, mientras los rótulos se intercalan en diversos planos sin entorpecer los sucesos. En este nuevo milenio los créditos se omiten completamente y entramos en la historia sin más y sin que nos resulte raro. Sin embargo, aún hay títulos más clásicos que usan los créditos para presentar algunos acontecimientos previos, narrar un proceso largo pero condensado en el tiempo o anticipar la historia: Seven (1995), El club de la lucha (1999), El secreto de Thomas Crown (1999). A veces, incluso los créditos finales se ven inmersos en la narración: mientras pasan por la pantalla añaden nuevos subepílogos, escenas nuevas o tomas falsas --Los locos de Cannonball (1981), M.A.S.H. (1970)--. En este desarrollo imparable, el EP presenta casos extremos en los que un plano después de los créditos cambia el significado de la historia: La misión (1986), Amor con preaviso (2002). Un premio inesperado para los excéntricos que se quedan hasta el final.

En cuanto a los protagonistas de estos filmes, la diferencia con el EC es que ahora los héores ya no son ni íntegros ni están sicológicamente perturbados, sino que son buena gente que se hace mejor por el camino, superando casi siempre una desilusión amorosa; también marginados –Amadeus (1984)--, locos --Alguien voló sobre el nido del cuco (1975)-- o víctimas --Enemigos. A love story (1989)--. Aun así, se mantiene la larga tradición de héroes mentalmente inestables: Taxi driver (1976), Buscando a Mr. Goodbar (1977), L.A. Confidential (1997), American beauty (1999), Big fish (2003) o En carne viva (2003). David Lynch supone una brillante excepcionalidad en este panorama: ignora por completo el principio de redundancia para compensar narraciones complejas, lo que le permite intercalar escenas sexuales y violentas sin dar la más mínima pista de cuáles son reales y cuáles imaginadas. Su filmografía se caracteriza por el uso frecuente de un recurso, que no ha trascendido al EP, y que se ha convertido casi en una marca personal: dividir en dos personajes que al inicio sólo eran uno, interpretados por dos actores diferentes o por el mismo actor, como sucede --respectivamente-- en Carretera perdida (1997) y en Mulholland Drive (2001).



En cuanto a la ambientación, en el EP adquiere especial relevancia el worldmaking: el retrato del mundo en el que se desenvuelve la historia y que la pantalla deja entrever parcial o tangencialmente. Esta reconstrucción de una atmósfera o estado de cosas muy específico --ya sea mediante decorados, accesorios, vestuario y, sobre todo, tecnología en determinados títulos y géneros-- puede resultar muy costosa, alcanzando incluso a determinadas ideas sobre el mundo (permitiendo de paso una lucrativa mercadotecnia) y, en función de su contundencia y coherencia, eclipsar incluso al relato y/o la historia. El problema radica en encontrar el equilibrio ideal: dedicarle minutos y presupuesto para que luzca, a pesar de que sus detalles no suelen ser relevantes para la historia: 2001, una odisea espacial (1968), Blade Runner (1982) o la saga Star Wars (1977-...). Aunque es donde más se da, no es un fenómeno exclusivo de la ciencia ficción, sino algo transversal a los géneros: Pulp fiction (1994) o Kill Bill (2003-2004) son películas con una enorme estratificación de detalles de worldmaking a base de guiños, variantes de series de TV, cómics, personajes, marcas, canciones...

El EP ha demostrado --está demostrando-- una imponente fuerza renovadora a partir de un estilo que parecía agotado. La pregunta surge inevitable: ¿será capaz el EP de seguir evolucionando? ¿Lo seguirá haciendo mediante recursos tuneados que se implementan sobre el sistema estable de representación del espacio y del tiempo que aporta el EC? En los 90, por ejemplo, las innovaciones consistieron en recuperar recursos poco explotados del EC, como el corte por barrido (wipe-by cut), característico de filmes como Tiburón (1975); en el siglo XXI a partir de esa continuidad intensificada que acelera la narración. ¿Qué líneas rojas quedan entonces por traspasar? ¿Quebrar el eje de los 180º, la única premisa narrativa que mantiene el sistema espacial de la escena? Filmes como Hulk (2003) o El fuego de la venganza (2004) lo han hecho de forma incipiente, y para no desorientar al espectador lo compensan con un mayor número de planos de reacción (lens plot), que le ayudan a reubicarse espacialmente. No mitifiquemos ni nos escandalicemos antes de tiempo; no se trata de un salto copernicano para el cine ni nada por el estilo: ni el cine soviético ni el japonés clásico respetaban el eje de acción y bien que comprendemos (y admiramos) sus películas más importantes.

El cine de este arranque de milenio se parece bastante al de los ochenta, pero con una dosis mayor de intensidad; el EP prioriza narraciones en las que el espectador aprecia los artificios, los argumentos-red que despliegan después un juego de comprensión y estratagemas. La evolución actual del cine contemporáneo revela que la mayoría de recursos se inventaron en la época de los pioneros, y que todo lo que ha venido después ha sido una priorización alternada según criterios de moda o ansia de distinción: lo prohibido, lo poco usado, lo maldito, lo que cae en el olvido y luego se reivindica, las pequeñas variantes... La historia de la forma cinematográfica sigue las mismas pautas que cualquier otro arte narrativo; en el caso del cine, Bordwell compara este momento con el que vivieron los pintores del manierismo italiano hace cinco siglos: artistas que habían heredado un estilo bien cimentado y eficaz (el del Renacimiento clásico) y aun así se impusieron el reto de seguir innovando sin abandonar ni renunciar a semejante legado de perfección y belleza.




miércoles, 15 de agosto de 2018

El realismo, cuanto más real, más miserable (Hazme reír)

Tengo que escribir sobre Judd Apatow, porque ya he visto casi todas las películas que ha dirigido y, cuando le ha tocado el turno a Hazme reír (2009), he comprendido que su fórmula no es solamente una aplicación que se instala para potenciar la experiencia de un género del que conocemos y anticipamos la mayoría de sus recursos, no lo es porque en eso radica buena parte de su éxito y su seña de identidad como narrador. De hecho, las marcas argumentales y de estilo que distinguen su cine se detectan sin dificultad desde el primer minuto: un incremento exponencial de la dosis de incorrección política, y otro tanto en lo que se refiere a referencias sexuales, escatológicas o de simple mal gusto, expuestas sin tapujos ni filtros en diálogos e imágenes. También sobresale una perspectiva nueva sobre los arquetipos protagonistas de la comedia romántica más comercial: sus personajes muestran las miserias que suelen quedar fuera en los registros más acaramelados (sexualidad imperfecta, malas relaciones familiares, estilos de vida poco saludables), expuestas con un ritmo lento pero repleto de ironía que suele estallar en gags bien trabajados, no siempre hilarantes, pero sí originales, incómodos, diferentes.

La película es otra vuelta de tuerca al agridulce homenaje al club de la comedia que hizo Woody Allen en Broadway Danny Rose (1984), pero superponiendo a la nostalgia y a la camaradería gremial las injerencias y los imprevistos de la vida. Es un ambiente que Apatow y los principales intérpretes conocen a la perfección porque han velado sus armas en él: el esfuerzo de los novatos por alcanzar la fama a cualquier precio --perfectamente encarnado por Jason Schwartzman y Jonah Hill--, la sensación de final de ciclo (artístico y vital) de los que ya la han logrado, los súbitos avisos de un cuerpo que enferma... Pero por encima de todo esto sobresale la tremenda decepción de estos cómicos al descubrir que, cuando las circunstancias se imponen, les resulta imposible sustituir al personaje público sobre el que han construido su popularidad por el ser humano que ha vivido agazapado a su sombra. Eso es lo que descubre George Simmons (Adam Sandler), un cómico consagrado que, de un día para otro, debe hacer frente a una rara enfermedad terminal. La película de Apatow narra la cadena de reacciones a cual más tragicómica que se extiende a partir de ese momento, marcada por un comportamiento inmaduro, errático, negacionista y muy divertido en sus consecuencias. Pero no todo es humor y situaciones grotescas: el punto de llegada de la historia está más cerca de la realidad que muchos supuestos dramas testimoniales «basados en hechos reales».



El cine de Apatow siempre me ha parecido sincero, pero con Hazme reír se ha metido de frente contra la corriente en un tema delicado, quizá con el objetivo --no del todo declarado ni consciente-- de demostrar de una vez su madurez como cineasta. Su objetivo no ha sido componer un drama de superación, sino más bien provocar un descarrilamiento de trenes a cámara lenta: el trabajo de los cómicos profesionales como Simmons es hacer reír a la gente, mostrarse siempre alegres e ingeniosos, aunque sea la última maldita cosa que le apetezca hacer; es lo único que espera de ellos la gente, el único registro que les admitimos. Súbitas embestidas de sinceridad o tristeza están prohibidas, debe ofrecerse un punto de vista permanentemente irónico y sarcástico de la vida. Apatow contrapone en esta película, de la forma más cruda y cotidiana, la imposibilidad de conciliar el deseo de mostrar la verdadera personalidad y la necesidad de mantener un perfil público marcado por el humor. ¿Qué puede salir de este antagonismo irreconciliable? ¿Están los cómicos preparados para enfrentarse a algo así? La respuesta de Apatow --autor también del guión-- no sorprende por su final, sino por la miserable sinceridad con la que está narrado todo el itinerario moral y social de Simmons.


domingo, 12 de agosto de 2018

Lección de empoderamiento femenino (Los increíbles 2)

Disney se ha lanzado en estos últimos años a explotar el filón de las secuelas, incluyendo aquellos títulos que en su momento parecían sagrados, obras únicas e irrepetibles. Pero el tiempo todo lo muda y ahí están las secuelas de Toy story (1995), cuya continuación sólo se hizo esperar cuatro años y de la que pronto veremos la cuarta entrega de la saga; Cars (2006), cuya segunda parte se hizo esperar cinco años y el año pasado estrenó una tercera; incluso alcanzó a la delicada y rompedora Buscando a Nemo (2003), aunque ese doble valor hizo que su aura sagrada tardara diciséis años en desvanecerse con Buscando a Dory (2016). Apenas un año escaso más ha durado el aura de Los increíbles (2004), uno de mis títulos favoritos de los que me tocó ir a ver con mi hija. Ni siquiera descarto que caiga una continuación de una obra tan redonda e inclasificable como Wall·E. Batallón de limpieza (2008), cuya inviolabilidad dura ya una década... No lo descartemos tan rápidamente.

El propio Brad Bird se ha encargado del guión de esta segunda parte --Los increíbles 2 (2018)-- y, consciente de los elementos que hicieron triunfar a la primera, apuesta por ellos introduciendo apenas una sutil pero valiosa modificación: si en el primer argumento todo giraba en torno a la crisis masculina --un padre con un trabajo mediocre que no puede ser un héroe ni para su familia ni para la sociedad--, en esta de ahora es la esposa quien toma las riendas. Pero no para cumplir un deseo íntimo no satisfecho, sino para sacar a la familia del bache económico y emocional que amenaza su estabilidad (el matiz daría para sutiles y reveladores análisis, pero eso queda para los expertos). Este desplazamiento de género es sin duda una de las consecuencias visibles del movimiento Me Too que ahora mismo inunda Hollywood. Veremos si toda esta visibilidad en pantalla es capaz no sólo de calar para bien en las jóvenes audiencias a la que se dirige, sino de modificar el statu quo de la industria: dobles raseros económicos, machismo cotidiano en los rodajes y en fiestas... pero también tanto relumbrón y derroche en vestidos y ceremonias... Esto también queda pendiente para debatir otro día.



Lo importante es que ahora la superheroína es la líder de la familia, y no porque Mr. Increíble no esté disponible, sino porque así lo ha decidido la familia (y las encuestas de la televisión). La cosa es que esta vez la aventura intercambia los papeles en una primera parte entretenida: ella salvando el mundo y él convirtiéndose en otra clase de superhéroe cotidiano, al que también hay que reivindicar. Así, los gags domésticos alternan con escenas de acción trepidante, por momentos incluso mareantes debido a la rapidez de los movimientos (como la persecución del monorrail). Es un nuevo enfoque que abre nuevas posibilidades (incluso para una tercera parte), aunque el gran final no se salga de los cánones más clásicos del género: evitar in extremis una catástrofe en la que los niños-héroes juegan un papel importante, tomando la iniciativa y demostrando su madurez y fuertes vínculos con sus padres (a los que literalmente rescatan). El mundo sigue siendo el que es porque las familias se mantienen unidas.

En definitiva, una secuela por encima del nivel medio que viene exhibiendo Disney en su estrategia de alargar la rentabilidad de sus éxitos de hace una década. Un filme entretenido que, gracias a la solidez de sus personajes y su original planteamiento, no necesita introducir grandes cambios para seguir haciendo disfrutar a adultos y menores.


martes, 7 de agosto de 2018

Un filme de madurez a la contra (La librería)

Siento una profunda admiración hacia Isabel Coixet: no es solamente una convergencia generacional y de orígenes en cuanto a gustos y puntos de vista (que la hay), sino también su precisión como articulista, capaz de analizar el mundo contemporáneo, incluido el más cercano y abrasador; su capacidad de observación, de almacenar anécdotas, ideas, recuerdos y divagaciones, ordenarlo todo y, cuando alguien se lo pide, exponerlo razonadamente por escrito o en una entrevista. Da igual que se trate de los cimientos de sus películas o de la más rabiosa actualidad política, ella revela con sus respuestas unas convicciones, un sentido común y, sobre todo, una perspectiva progresista de las cosas muy cercana a la mía. Y luego está la Isabel Coixet que habla de literatura, que es la que más admiro con diferencia: disfruto cuando habla de su amor por los libros, cuando añade una opinión o comentario crítico-lúdico a cada título y/o autor/a que cita, consiguiendo que desee leerlos de inmediato, que envidie la de lectura que acumula esta mujer. No es sólo que sea una lectora empedernida y amante de la literatura, sino que es una persona que --al menos a mí-- contagia el placer de la lectura. Y por supuesto están sus películas, que son su medio de expresión favorito, que revelan sus gustos, sus contradicciones, sus manías... su pensamiento.

En su filmografía hay de todo: experimentos arriesgados --Ayer no termina nunca (2013), Nadie quiere la noche (2015)--, errores --A los que aman (1998), Elegy (2008), Mapa de los sonidos de Tokio (2009), Mi otro yo (2013)--, rarezas --Aprendiendo a conducir (2014)-- y obras de gran calidad: Cosas que nunca te dije (1996), Mi vida sin mi (2003), La vida secreta de las palabras (2005). Quizá el auténtico hilo rojo que atraviesa todas estas obras es la presencia de primeros actores y actrices internacionales, entre los que Coixet se siente como pez en el agua y obtiene de ellos meritorias interpretaciones.



Si no conociera tantos títulos de la filmografía de Isabel Coixet diría que con La librería (2017) ha alcanzado una cierta madurez narrativa y estilística, capaz de adaptarse y destacar en función de las necesidades de la historia. Pero lo conozco demasiado y sé que el cine de esta mujer no se deja encasillar así como así, ni es reducible a una línea temática principal al estilo clásico de la teoría de autor. Aun así, el tono, el ritmo, la fotografía, la ambientación en esta película está perfectamente elaborado y puesto al servicio del argumento; y más teniendo en cuenta que esta vez el libro adaptado es una recomendación/ruego de Patricia Clarkson --una de las actrices protagonistas-- que le parecía un libro delicado y perfecto para Coixet.

La librería retrata a la perfección el ambiente de la Gran Bretaña recién salida de la Segunda Guerra Mundial: el ambiente pacato, cotilla y gazmoño de los pueblos pequeños --algo así como el equivalente británico de Calabuch (1956)--, y para ello cuenta con un buen reparto de actores autóctonos (además de Patricia Clarkson, Emily Mortimer y Bill Nighy). La delicadeza de los encuadres, la priorización de los rostros y las reacciones de los actores, el retrato del día a día de la mediocridad en una comunidad excesivamente conservadora y poco cultivada donde todo son apariencias... La directora se mete en la piel de los realizadores británicos para contar una historia que habla de «la ingenuidad, el no medir hasta qué punto te enfrentas a gente tan malvada en la vida. La pasión por los libros, que es uno de mis refugios. En todo esto me reconozco muy bien» (Coixet dixit).

También es un filme narrado en femenino, a contracorriente de la ética mayoritaria contemporánea: el valor de la lectura, de la reflexión... Y con una moraleja de regusto inevitablemente amargo: cultivarse con la lectura, el humanismo, la sensibilidad, la generosidad, sirven de poco a la hora de protegerse de los golpes de la vida, especialmente de los que propinan los analfabetos, los cafres, los insensibles, los egoístas y, sobre todo, los poderosos. El único consuelo que nos queda --el mismo que parece compartir Coixet con su esperanzado epílogo-- es que todo ese derroche de lectura y ternura sirvan para modificar a otra persona, para determinar su vida para bien, para hacerla más feliz. Estoy convencido de que la cultura nos hace más atractivos, nos reconcilia con nosotros mismos y nos ayuda a envejecer. No estoy hablando de un deseo o de una intuición, es más bien un convencimiento íntimo y firme del que saldré sin duda beneficiado.


sábado, 28 de julio de 2018

¡Andy García canta! (Mamma mia! Una y otra vez)

Cuando tienes una secuela que supone un negocio prácticamente asegurado llueven los productores ejecutivos, empezando por los compositores de las canciones (Benny Andersson y Björn Ulvaeus caldean el ambiente con esta secuela con vistas al anunciado/esperado revival planetario de ABBA). O sea que dinero no va a faltar, y con él mejoras la inversión en vestuario, se afinan aún más las localizaciones, se reúne al reparto original casi al completo más un par de incorporaciones de renombre, añades los consabidos cameos de Björn y Benny... y ya tienes un estreno veraniego para todos los públicos que priorizan el entretenimiento y (sobre todo los fans de la música de ABBA) revivir el buen rollo cuidadosamente improvisado que exhibió su exitosa predecesora: Mamma mia! (2008).

¿Que han olvidado entre semejante despliegue de medios? Un guión que contenga un mínimo de anécdota interesante y, lo que habría sido el mínimo exigible, ya que el gancho la música del cuartero sueco: una buena selección de canciones de ABBA para encajar y coreografiar con humor y actores no especialmente dotados para el baile (sin duda el secreto del éxito de la película de 2008). No estoy pidiendo que las letras encajen con el nivel de ajuste de la primera (al fin y al cabo estamos hablando de un musical que ya llevaba años en los escenarios), pero sí un mejor conocimiento del repertorio discográfico y un mayor nivel de exigencia en esta tarea. Apenas destaca el acierto de One of us y When I kissed the teacher (bien insertadas en la historia), el apunte de buen rollo de Why did it have to be me? (no completa) y el desperdicio de mi favorita: The name of the game, que no llegó a entrar en la primera película (aunque se incluyó en la banda sonora) y que ahora pasa completamente desapercibida.



Lo más decepcionante es que apenas haya unos pocos números musicales bien trabajados (al fin y al cabo es lo que se espera de este género, al menos desde Cabaret (1972) de Bob Fosse), sino apenas una introducción a la melodía como fondo de una coreografía incipiente, una especie de interpretación a medio camino que se diluye en los diálogos sin llegar a convertirse en un número musical como Dios manda. Todo un mundo de posibilidades dilapidadas, todo fiado al efecto de ver a Cher en pantalla, es más, de sobrevivir al hecho de ver a Andy García cantar y moverse (que no bailar) con los acordes de Fernando.



¿El resultado? Un filme que ni divierte ni entretiene, un taquillazo que aburre desde el minuto quince, una extensión artificial de una historia que --dado el talento y el presupuesto disponibles-- merecía algo más de esfuerzo creativo. En su lugar, Mamma mia! Una y otra vez (2018) nos ofrece una secuencia de escenas sin gracia y de drama tontorrón y previsible al estilo de Vacaciones en el mar (1977-1987). Ni siquiera convencerá a los que descubrieron la música de ABBA con la primera parte. Un estreno veraniego a evitar sin lugar a dudas.


jueves, 12 de julio de 2018

Demasiado lastre televisivo (Formentera Lady)

Se nota --y mucho-- el medio en el que ha velado las armas Pau Durà, que debuta en la dirección con Formentera Lady (2018) tras una dilatada experiencia como actor: series de televisión durante los primeros dosmiles, cuando se consolidaba un formato y, por extensión, una narrativa muy concreta, forjada en los noventa. 7 vidas (1999-2006), Plats bruts (1999-2002), Ventdelplà (2005-2010), Crematorio (2011), El príncipe (2014-2016) o Merlí (2015-2018). Y precisamente ahora que --gracias a las plataformas digitales-- a las series no les falta financiación ni visibilidad, Pau Durà se lanza de cabeza al producto audiovisual por excelencia: el largometraje de ficción.

La comparación es dolorosa pero no puedo evitar hacerla: si esta película se hubiera escrito y producido en EE UU estaríamos hablando de cine indie, de recursos narrativos novedosos, de discursos a la contra asomando a la gran pantalla, de personajes retratados en sus contradicciones; pero como está hecha en España lo que destaca por encima de cualquier otro mérito es el lastre de un modo de guionizar y de rodar importado acríticamente desde la televisión sin apenas cambios ni añadidos. Echo de menos en Formentera Lady una mayor inversión en el desarrollo argumental (hitos intermedios, objetivos, mejor definición de personajes, escenas definitorias...) y una narración más elaborada (aprovechar la localización, marcar los tiempos con un montaje más desconcertante y menos predecible...). Al menos dos aciertos del guión podrían haber destacado más si el relato contuviera una mayor carga de subjetividad narrativa, pero la inercia de mostrar sin apenas montaje, con el método de trabajo más cómodo para los actores y el director, hace difícil que luzca un prometedor trabajo de guión. El cine estadounidense tendrá sus defectos, pero al menos sabe huir de las comodidades televisivas como de la peste. Pau Durà debería optar por un tratamiento de desintoxicación televisiva para encontrar su voz y su punto de vista en el nuevo medio al que ha decidido saltar: no sólo para adoptar lo bueno y lo eficaz conocido, sino para hacer valer sus propias contribuciones.



En lugar de eso Durà aplica esa forma de contar historias aprendida en la televisión: acumular momentos dramáticos y sentidos --con un niño protagonista esto es aún más sencillo-- a base de escenas sin apenas planificación, sin tratar de encontrar un punto de vista ni asociar --por ejemplo-- recursos formales a los intérpretes. Los protagonistas son auténticos Guardar como... de los que pueblan las numerosas series de la pequeña pantalla: viejunos de pasado bohemio (con una fascinación no enfatizada pero sí mal disimulada por el director) bien interpretados, mujeres en segundo plano que aportan la sensibilidad y el lado práctico, menores que con su mera presencia ablandan a la audiencia... Pero lo más decepcionante es que el desarrollo argumental de Formentera Lady se centra en una anécdota que el cine ya ha convertido casi en un género (ajuste generacional entre abuelos/as nietos/as), por lo que el espectador puede anticipar sin problemas la mayoría de los hitos del relato, y aun así no se aprecia un intento serio por desorientar al público y/o quebrar sus expectativas. Apostar por lo seguro --el típico balanceo entre drama y humor-- habría mejorado la impresión global, pero puede más la presión del efecto y la identificación inmediatos.

En definitiva, Formentera Lady da la impresión de un guión rápido al que no ha habido tiempo de moldear debidamente, excepto en el capítulo del idioma; ahi sí se nota que Durà lo tiene claro y es valiente y consecuente: por fin una película española que no teme mezclar idiomas a todos los niveles, atreviéndose a mostrar que los grupos humanos no somos monolingües, y que las personas se las apañan muy bien para entenderse intercalando catalán, balear y castellano (y sobre todo mi respeto por los actores y actrices no catalanohablantes que se prestan a estos rodajes sin complejos ni caras raras). Y que el cine puede reflejar esa realidad sin afectar a la comunicación. Esa convicción es la que conseguirá marcar una beneficiosa diferencia para el cine español, quizá incorporándola a la narración de una forma dramáticamente natural y creativa, más allá de los apellidos vascos o catalanes...


lunes, 9 de julio de 2018

Cuentos morales mutados (Un monde sans femmes)

«Es la historia de un hombre y dos mujeres. Mientras busca a la primera encuentra a la segunda. Esta relación constituye el argumento de cada película. Al final vuelve a ver a la primera mujer. Y esta es la moral del cuento». Este tema, siguiendo las leyes del género, sufrirá cierto número de amplificaciones, de restricciones y de inversiones, aunque siga siendo fácilmente identificable». (Éric Rohmer: Seis cuentos morales, 1974)

Hasta que lei este párrafo no comprendí lo equivocada que había estado mi primera interpretación de los seis Cuentos morales (1963-1972) de Éric Rohmer, unas películas que vi por primera vez fuera de su ciclo comercial y artístico --a finales de los ochenta, en un maratoniano ciclo de la Filmoteca de Catalunya, cuando la sede estaba en la Travessera de Gràcia de Barcelona, en el que devoré de tres en tres sus películas-- y aun así consiguieron marcar mi libido y buena parte de mis preferencias cinematográficas. Resulta realmente sorprendente mi ceguera en este aspecto, puesto que volví a verlas más de una vez y no sentí que debía variar apenas su significado (en esta segunda revisión me limité a registrar algunos síntomas de la crisis masculina contemporánea y --el tiempo no perdona-- ciertas actitudes y diálogos que rozan lo ilícito y lo políticamente incorrecto).

Quizá di por sentado que, por encima de su propio objetivo como filmes, había un propósito implícito que solamente yo era capaz de captar y que consistía en recrear en la pantalla algunos de mis anhelos juveniles: veraneos solitarios, encuentros fortuitos con chicas interesantes, conversaciones sobre todo lo divino y lo profundo, suave flirteo, confusión de bienestares (el social y el sentimental)... Sea como fuere el hecho es que, durante décadas, fui incapaz de extraer la verdadera clave temática de seis películas que se presentaban explícitamente como variaciones sobre un mismo tema, y yo no supe ver nada más allá de la manifestación cinematográfica de una personalidad a la que entonces aspiraba en secreto: enamorarme conversando con jovencitas lánguidas, soñadoras y sensuales, auténticas culturetas a la contra de los usos y costumbres mayoritarios, sofisticadas --pedantes también-- debatiendo en playas y bares sobre moral, filosofía, ética y modales en franco retroceso... Sin indicios de ironía, sarcasmo ni frivolidad, pero dejando asomar de pronto --y eso es lo que las hacía más perturbadoras-- zonas oscuras en su personalidad (una creencia, un dolor, un desengaño). Era tan poderosa la encarnación de mi pauta de relación femenina que era imposible atender a las señales que anunciaban el desastre...



Toda esta declaración de ignorancia viene a cuento porque he visto Un monde sans femmes (2011) de Guillaume Brac y he sentido el mismo doble latigazo: topar de repente con una interesante mutación moderna del estilo rohmeriano; pero también encarar de nuevo la misma sensación de que se me está escapando algo, y que soy yo, nuevamente, quien antepone mi estado de sentimientos actual a las motivaciones y significados del filme.

Se trata de un mediometraje que presenta muchas similitudes con los relatos rohmerianos: ambiente estival, encuentros fortuitos, personajes que buscan reconstruirse durante las vacaciones, cortocircuito de deseos no sincronizados... Una madre y su hija alquilan un apartamento en la costa normanda: la madre (Patricia) es extrovertida y busca un rollito de verano a la antigua (por este orden: playa, salidas, discoteca, alcohol moderado, sexo sin compromiso), mientras que su hija --Juliette, una perturbadora Constance Rousseau-- se mantiene en un segundo y censurador segundo plano. Patricia traba amistad con Sylvain, su casero, un buen hombre por los cuatro costados, pero con un aspecto nada sensual y luego, justo cuando Sylvain está a punto de lanzarse, con Gilles, un policía local, el típico seductor (rudo y tosco pero más lanzado y de buen ver) que sin duda encaja mejor con el prototipo de rollo veraniego que tiene en mente Patricia.

El título de la película hace referencia al ambiente de esas poblaciones en las que viven hombres como Sylvain y Gilles: excepto en los meses estivales, apenas hay mujeres, y los hombres se las apañan para sobrevivir como pueden y, quizás, esperan florecer en verano (todo esto es mera especulación, porque la película sólo muestra la anécdota mínima de la competición entre ambos hombres por Patricia). La esperanza de encontrar un amor, la estabilidad, o simplemente pasar un rato agradable mientras nuestra apariencia aún sirva de gancho. Pero también está la actitud de Juliette: rechaza a los jóvenes de su edad, censura la actitud alocada de su madre y sólo parece sentirse a gusto en la soledad de sus lecturas. La película de Brac también plantea la curiosa inversión de roles de las generaciones en liza: la nuestra se niega a renunciar a los tópicos de la juventud ochentera/noventera, mientras que la de nuestros hijos ensaya nuevas fórmulas, vistos los fracasos de la de sus progenitores. O puede que --una vez más-- haga esta lectura porque sigo bajo el influjo de mi estado de sentimientos...

Admito que es posible que esta segunda interpretación sea involuntaria, que surja inevitable en los espectadores de mi generación, que somos juez, parte y problema en este asunto (los paralelismos con Rohmer que incorporo --biográficos o por simple bagaje cinematográfico-- contribuyen bastante), pero lo cierto es que Brac ha conseguido un filme sensible y para contarlo se ha tomado exactamente el tiempo que necesita, ajeno totalmente a las duraciones estandarizadas que suele imponer el mercado. Me recuerda bastante a Los exiliados románticos (2015) de Jonás Trueba y a La isla bonita (2015) de Fernando Colomo: duración, anécdota estival, perspectiva estilística, análisis generacional... Sin duda, dar la espalda a toda clase de convenciones es saludable para los cineastas en particular (en cualquier momento de su carrera) y para los espectadores inquietos en general (en cualquier momento de nuestras vidas).


miércoles, 27 de junio de 2018

Crónicas de la incomunicación (The Meyerowitz stories (New and selected))

Noah Baumbach continua matizando y ahodando en uno de sus dos temas favoritos: uno se centra en las experiencias de socialización de estudiantes universitarias primerizas en un mundo semiadulto y/o inmaduro donde no están sus padres, en busca de su propio espacio por primera vez en su vida; el otro --el que llena The Meyerowitz stories (New and selected) (2017)-- son las tensas relaciones intergeneracionales en las familias, repletas de malentendidos, recuerdos que se suponen definitorios y/o traumáticos y, por supuesto, situaciones grotescas y ridículas, cargadas de ese inimitable humor marca de la casa. Si el desarrollo del primer tema lo componen (de momento) Frances Ha (2012), Mientras seamos jóvenes (2014) y Mistress America (2015); el segundo continúa la serie de variantes --en tono pedante y convulsión dramática descendientes-- propuesta por Una historia de Brooklyn (2005), Margot y la boda (2007) y Greenberg (2010). Me parece tan obvio este esquema que no he tenido más remedio que ponerme insoportablemente autoral.

Pero es que es así: Baumbach no sale apenas de su hábitat neoyorquino y de unos tipos humanos muy concretos: familias de clase media acomodada, residentes en cualquier distrito menos en Manhattan, en las que la querencia a teorizarlo todo y un cierto exhibicionismo culturetas caracterizan --para bien, o para mal casi siempre-- la vida de la mayoría de sus componentes. Para este cineasta, el egocentrismo creativo y/o el impulso artístico fallido permiten aflorar en las familias unas curiosas distorsiones en los vínculos afectivos que son una materia prima excelente para componer sus dramas urbanitas contemporáneos.



Esta vez se trata de Harold (Dustin Hoffman), un anciano escultor no consagrado por obra y trayectoria cuya vida ha acabado por determinar el carácter y los logros de sus hijos: no sólo porque no se ha ocupado de ellos durante su infancia y ha delegado esa labor en las cuatro mujeres con las que se ha casado y procreado, sino por la presión --irresponsable, inconsciente-- que les ha transmitido para que buscaran y destacaran en su propia vena artística. Sus hijos --Danny (Adam Sandler), Jean (Elizabeth Marvel) y Matthew (Ben Stiller)-- han crecido bajo la presión de tener que acertar y estar a la altura de su padre; pero también de la duda, del miedo a no ser lo suficientemente buenos o del remordimiento por no haber sido buenos hijos. Y es que Harold está convencido de que la sensibilidad artística hará mejores personas a sus hijos, con independencia de sus defectos, de que tengan un buen trabajo o no, de que encuentren el amor o no; es más, si no se expresan como artistas no tendrán una buena vida y nadie les respetará, su padre el primero. Esta idea planea sobre la mayoría de los filmes de Baumbach, y se nota que le gusta dejarla caer sobre esas familias en las que conviven tres generaciones y así poner en marcha sus historias. Su especialidad son los retratos rápida y bien caracterizados de personas inseguras, inestables y raras. Desde siempre, el cine de este neoyorquino culto se mueve como pez en el agua entre estos tres ejes, mezclando drama, humor y filosofía barata. Y por si esta sólida versión reciclada y actualizada de Tennessee Williams no fuera suficiente, dispone de un amplio catálogo de recursos menores tanto o más eficaces: conversaciones cortocircuitadas, dificultades en la comunicación, incomprensión, ritmo trepidante, situaciones risibles y ridículas...

La película desarrolla todo esto en un estilo más pausado respecto al que nos tiene acostumbrados su director, aunque con los brillantes diálogos de siempre y sus --escasos creo yo-- chispazos de sentido del humor. A diferencia de Margot y la boda el argumento es bastante más cotidiano y cercano, y la resolución igual de natural; y por eso, aunque anticipable, el final resulta coherente con lo visto hasta entonces. Es la vida: no hay milagros ni señales ni momentos de película, sino más bien paciencia, resignación (nuestros padres no van a cambiar), íntimo orgullo (por haber educado bien a los hijos) y esperanza (de conectar finalmente con la persona que amamos en secreto desde hace décadas).

Producida por Netflix, The Meyerowitz stories (New and selected) fue uno de los títulos que provocó que la dirección del Festival de Cannes modificara sus estatutos para impedir que filmes que no se estrenen primero en salas no puedan competir por la Palma de Oro. Un grave error estratégico que sin duda pasará factura al festival, porque lo nuevo de Baumbach sigue siendo cine, da igual como nos llegue.


martes, 12 de junio de 2018

Los 401 golpes (The Florida Project)

Esta es una película que habla de lo que sucede en los alrededores del muro de dolor, silencio, rabia y vergüenza que nos impide ver a un ser humano hundiéndose en la anomia. Es una historia situada --no por casualidad-- cerca de uno de los templos contemporáneos de la felicidad por decreto: el Walt Disney World de Florida. Allí, además de por el clima, el paisaje es igual de luminoso que el reino de la fantasía infantil: apartamentos de colores vistosos, tiendas enormes de formas llamativas, espacios abiertos, amplias autopistas que lo atraviesan todo... y por supuesto los outlets de objetos Disney, una metáfora perfecta de ese otro mundo de ocasión en el que se sitúa la historia. En ese universo de segunda mano y de existencias en vía muerta es donde transcurre la inclasificable The Florida Project (2017).

Coescrita por Sean Baker y su guionista habitual Chris Bergoch, narra la historia de Mooene, una niña de seis años que pasa los días del verano deambulando con sus amigos por los alrededores del motel donde malvive con su madre, una joven en pleno proceso de derrumbe humano y social. Baker se toma su tiempo para situar los acontecimientos y presentar debidamente a los protagonistas (entre ellos Willem Dafoe, nominado al mejor actor secundario de este año por su convincente interpretación): tras una hora de bien diseñadas y definitorias escenas, una travesura infantil de los menores desencadena la quiebra de la precaria red de apoyos de la madre de Mooene y el final de sus irregulares ingresos. Aun así, tras ese incidente, la narración no acelera su ritmo, sino que mantiene el tono pausado a base de escenas breves y cotidianas; la diferencia es que a partir de ese momento se centra en una única línea argumental: el hundimiento social de Halley (la madre de Mooene), un proceso en el que arrastrará inevitablemente a su hija.



The Florida Project atrapa por la ausencia de drama previsible en beneficio de un retrato en el que la narración no se involucra ni juzga, pero también por el realismo de las interpretaciones de los niños (sus diálogos son muy naturales), por la descripción de su día a día a base de pequeñas travesuras y hurtos. Ese mundo mínimo que les dejan las madres (por dejadez o por trabajo) es lo único que tienen; sin embargo, serán los actos de esos adultos que se suponen que les cuidan los que lo irán empequeñeciendo hasta hacerlo desaparecer.

Baker compone para la película un interesante esquema narrativo que combina ficción --centrada en el ambiente de los niños-- con un punto de vista semidocumental que sirve para aportar contexto adulto y social. Con todo, el recurso más original lo compone una serie de elipsis de Mooene en la bañera, en las que, de entrada, el espectador no comprende a qué se debe esa restricción del punto de vista, cuando en realidad el director está haciendo lo mismo que la madre de la niña: evitar, obstaculizar, desviar la atención de su hija de la triste derrota que está teniendo lugar justo en la habitación de al lado. Es después, al revelarse el verdadero significado de las elipsis, cuando el espectador experimenta la misma mezcla de incomprensión y abandono que Mooene cada vez que es obligada a bañarse sin motivo ni horario.



De este desarrollo argumental no debemos esperar una redención de último minuto tan inesperada como optimista, sería una traición al relato construido con tanto esfuerzo. Es más bien al contrario: The Florida Project se ocupa de cada miserable detalle en el descenso de Halley a los infiernos, hasta el previsible instante en que le arrebaten lo que más quiere. En ese momento, cuando la película desemboca en un clímax en el que el drama previsible y lacrimógeno se va a adueñar de todo, Baker encuentra un resquicio magistral con el que recapitular el significado completo de todo lo que hemos visto y, de paso, culminar el filme con una escena antológica. Un final que amplía, matiza y actualiza el canon de los finales abiertos que estableció Truffaut en la última escena de Los cuatrocientos golpes (1959). Pero esta vez no es tanto una mezcla de liberación e incertidumbre, sino de huida triste hacia la felicidad artificial que, como poco, le debemos a la infancia, aunque sea un sucedáneo, una ficción...